Habría que matarlos a todos

Habría que matarlos a todos.
No, no, dejémonos de imposturas,
de buenismo postizo
¡es lo que planteamos en lo más íntimo,
en lo más recónditamente inaccesible
de nuestros pensamientos!
¡Deshacernos de todos ellos!
¡Qué alivio, el mundo, cómo respiraría
sin ellos!
Está mal decirlo en voz alta
y, seguramente, ni a los amigos más cercanos
abrirías así tu corazón y se lo soltarías.
Es más, si te preguntan, si te lo preguntasen
tú seguramente lo negarías
¡no se puede ir por ahí propalando
las ventajas de la masacre! La masacre,
por muy selectiva que sea, está mal vista,
incluso la que desde el punto de vista de la evolución
representaría un impulso positivo
hacia la perfección.
Así que no lo digas en voz alta
y si lo piensas, mejor en la intimidad,
ciertas cosas es mejor pensarlas en despoblado,
no sea que alguien repare en tu sonrisa beatífica,
en tu gesto de placer a deshora y a desmano
en el metro, entre las multitudes
y te señale con el dedo y te descubra:
¡Tú estás pensando en matarlos!
Guárdalo para ti, pero que sepas
que no estás solo, que somos muchos
los aspirantes a asesinos, los homicidas frustrados,
los que los vemos y nos llevamos la mano
a una imaginaria pistolera y ¡oh!
no tenemos el arma necesaria
pero sí la intención.
Sí, deberíamos deshacernos de todos ellos,
al menos recuperar la denostada pena de muerte
y hacerlo con una cierta burocracia,
la liturgia fúnebre siempre ha servido bien
a todo crimen que hubiera que excusar,
desde echar cristianos a los leones
hasta quemar brujas o herejes,
desde crucificar esclavos rebeldes
hasta fusilar todo tipo de sublevados.
¿Por qué no emplear todo ese conocimiento
sobre la aniquilación con bula y método,
por una vez, para algo realmente útil y saludable?
¡Si todos sabemos que son una lacra!
¡Si estamos de acuerdo en que deben desaparecer!
!Si sus formas oscuras crecen y medran
y apagan las luminarias de la civilización
precisamente porque no las atajamos,
porque por un concepto erróneamente sublimado de lo humano,
de lo justo, de lo legal,
de lo bueno,
les dejamos seguir imponiendo su inmoral autoridad,
su imperio de la noche,
su cocodriláceo, leonino, córvido
reparto de los bienes,
su vampírico, garrapático, sanguijuelero
orden de prelación de gentes, razas y países.
Sí, quizá ya vaya siendo hora de levantar los ojos,
de empezar a mirarnos unos a otros
y descubrirnos y reconocernos unánimes,
de notar los gestos,
de cambiar el rechinar de dientes por el habla,
de dejar de mirar a otro lado
y ver que enfrente alguien también
te está mirando a la cara, claramente,
sin esconderse.
Sí, quizá ya va siendo hora de quebrarles los huesos,
de arrebatarles lo que arrebataron,
de replantar lo que talaron,
de alzar lo que arrasaron,
de limpiar la tierra de su suciedad
y de abonar el futuro con sus cenizas.

   T. Galindo ©

Recordando a los Hermanos Tonetti

tonetti.jpg

No sé por qué (misterios de la mente y sus extrañas ligazones con las imágenes televisivas), viendo en la tele un reportaje sobre la vida de los inmigrantes, y sus muchos padeceres y miserias, me vino a la mente una entrevista también televisiva a ese gran payaso que fue Pepe, el mayor de los Tonetti. En la entrevista le preguntaban por su hermano Manolo y, recordándolo con cariño, dijo de él que tení­a una faceta que desconocí­a el público, y era la de su visión seria y llena de humor de la sociedad. Una faceta que era sin duda clave de su éxito, ya que en su espectáculo era habitual que nombrara y sacara jugo cómico a las noticias locales de allí­ donde estaban con su circo, y que era lo que enganchaba al público mayor de edad. Pero los tiempos no estaban para crí­tica social (menos por parte de payasos) y se limitaban al chiste blanco. Pepe, en esta entrevista contó un chiste de su hermano, con real admiración, que es espejo y relato de un tiempo afortunadamente pasado, reflejo de hambres y miserias y poquedades, y que es lo que ahora hizo que alguna de mis neuronas, viendo el reportaje de los inmigrantes, enganchara con aquella otra que atesoraba el recuerdo de estos hermanos. Me imagino a Manolo Tonetti con su cara blanca y su inmensa ceja colorada, con aquella gracia, contándolo:
Dice que habí­a un peón que trabajaba picando piedra y cargando tochos y lo que le mandaran, que pasaba el dí­a en el tajo sudando, porque tení­a una familia que mantener viviendo en un chabolo. Y cada dí­a la mujer le mandaba a uno de los chiquillos con la tartera para que comiera en la obra. Fue un buen dí­a uno de sus chiquillos, pues, con una bolsita de esas de red y la tartera bien tapada dentro, a llevársela a su padre. Y andaba el crí­o, como corresponde a alguien de su edad, brincando por los montones de cascotes y resbalando por los de arena y cal, y haciendo el indio, arreándole unos tremendos meneos a la tartera. En estas que le ve el capataz en ese plan y le espeta:

-¡Niñoooo, ten cuidao, que te se va a derramar la salsa!
Y el niño, repentinamente serio, le contesta.
-Poooo… como no se le sarten la lágrima ar arenque…

El afortunado

Yo sé que no merezco esta vida que vivo.
Como el preso que un día sale de la cárcel
y se encuentra de nuevo en las calles abiertas,
es dueño de su paso y de su rumbo
y el viento le azota y la lluvia le llueve
y no el aire cargado, seco, de la celda,
así abro los ojos cada día, asomo a la ventana,
y me doy cuenta.
Qué fortuna vivir y ser testigo
de que el árbol mudó, de que la gente
se agolpa en multitudes en el metro,
de que unas madres llevan niños al colegio
y otras llevan un insecto en su pico.
Yo sé que no merezco el regalo del alba,
la doble arquitectura del horizonte lejos,
la voz que me susurra, la mano que te toca,
el cuerpo que me duele, el dolor que me alegra
de saberme partícipe, provisional, alerta
a la dulce nostalgia del conocimiento.
Y por este regalo diario que recibo
me río a carcajadas, respiro hondo, abro
de par en par balcones, miro lejos,
como, bebo, huelo, palpo, hago el amor,
hago el amor fijándome, moroso, atento,
cuidadoso, porque el amor se queda aquí
como las cuevas pintadas de bisontes.
Yo sé que no merezco y lo disfruto
el instante del beso, del verso, de la gota
en la frente, del vino en el vaso,
del amigo enfrente, de la amada al costado,
del hijo creciendo.
Esta es la alegría de poder darme cuenta
de que hoy es mi día, el día de mi santo,
mi coronación, mi boda, mi primer diente,
mi puesta de largo. Hoy es mi día
y viene con regalos. Y mañana, y pasado.
Cumplo con mi deber dándome cuenta,
dándome (como mis muertos)
dándome tanto a la vida, y a quienes dejaré, espero,
esta alegría, estos ojos abiertos,
esta tanta suerte que me salta las lágrimas.

Tomás Galindo ©

Yo te explico el amor

Yo te explico el amor,
pero solo te lo puedo explicar con palabras sencillas,
y tampoco esperes nada muy concreto
porque esto del amor va y viene
y hoy es el jardín y los pajaritos y la fuente
y mañana la bomba atómica, dejando cenizas,
radioactivas, ya sabes, no te dejan volver allí,
porque enfermas. Y es que hay amores
que acaban como Chernobil, no puedes regresar,
son territorio venenoso. Ojo.
A veces tampoco empieza con pajaritos,
puede ser bien bravo, pero siempre, siempre,
empieza con mariposas en la garganta,
si las notas, atento, son síntoma fatal.
Pero si no nos perdemos en adornos vacíos
el amor es sencillo como una piedra o el agua.
Uno nace pensando en uno, así son las cosas,
mi vaso, mi cuchara, mi juguete,
uno piensa en función de sí,
hace frío, calor, tengo hambre.
Y es que el mundo se divide en dos
uno, y todo lo demás.
Un día, generalmente de golpe, viene el amor.
Lo ojos se te abren y ves que el mundo,
las cosas, son de otra manera.
El amor es un desplazamiento del egoísmo:
no piensas en función de ti,
lo haces en función de otro,
su hambre, su frío, su calor,
su cuchara, su juguete, son ahora
el propósito de tu vida,
lo que te llevará a la perfección
que es su merecimiento,
porque tu objetivo es ser su elección.
Yo te explico el amor, es muy sencillo,
como una piedra que atarte al cuello,
como un agua donde ahogarte, pero también
como una piedra que tirar al agua
y lograr el portento de las ondas
y que la piedra vuele sin hundirse
y una y otra vez se dé el milagro
de andar, como aquel, sobre las aguas,
viviéndolo feliz, maravillado
de que la piedra cruce saltando
los siete mares.
Y aunque dure años tú lo vives
como si fuera solo un momento
esto del amor.

  Tomás Galindo ©