¿Tú te das cuenta? Mira:
la música hay que oírla andando,
pararse a escuchar es un error,
el ruido de los pasos, la hojarasca,
las piedrecillas que ruedan,
todo eso forma parte de la música,
la respiración, el latido, a lo lejos una campana.
No hay música dentro del silencio,
en la iglesia y el anfiteatro,
como no hay sardinas en una lata, hay cadáveres,
cadáveres de música.
Oigo la música, brota de alguna parte,
suena a cuerdas rasgadas o golpeadas, voces, palmas,
pero también a sillas que se corren,
a golpe de vaso sobre mesa, cerillas que se encienden,
toses y puertas. Así oigo la música.
Suena en las hojas altas de la acacia,
en las bajas de la caña y el junco,
en el chorreo incesante de la fuente.
Y me llevo la música conmigo caminando,
así se puede sentir.
¿Te das cuenta? No oír. Sentir.
En algunos sitios dicen sentir por oír:
te he sentido entrar, he sentido llorar a un niño,
yo siento la música conmigo, me la llevo,
la dejo sobre la servilleta orilla de la acequia
y saco el queso y la navaja,
el pan y la botella, oyéndola,
mezclándose con el borboteo del agua,
zumba con el tábano, grazna, pía,
guitarrea la rana y palmean aladas las urracas.
Es canción sencilla que se canta
para que te oiga el vecino y el perrillo
se te quede mirando rabialegre
levantando el polvo y las orejas.
¿te das cuenta?
Hay que oír la música con todo lo que le quitamos a la música.
El silencio es un error.
El silencio es un invento horroroso.
El silencio es un brazo manco y un pie cojo y un ojo ciego,
solo existe en la muerte.
¿Quieres oír la muerte? Oye el silencio
y ponle música, música de muertos,
música de oír sentado y mudo, a oscuras.
Date cuenta, oír la música como esos retratos sin paisaje
que solo son una cara ante una pared,
como si para retratar a una persona
la tuvieras que extraer con pinzas de su casa,
ocultar sus estantes con sus libros,
sus jarrones, los retratos de sus abuelos
y dejarla vacía en una cárcel sin horizontes.
¿Te das cuenta?
Por eso me dan miedo las fotos de carné,
está uno ahí tan sin nada,
tan sin gesto y la mirada vacía,
cómo vas a querer decir algo con la mirada en una foto de carné,
¿quién iba a mirarla y preguntarse qué me dicen esos ojos,
los del número diecisiete millones y pico letra erre?
Las fotos de carné deberían poder hacerse abrazando a tu mujer,
llevando de la mano a un niño,
asomando el hocico del perro por la esquina,
leyendo «La voz a ti debida» para que la gente supiera con quién trata,
quién eres tú de parte a parte.
Qué identidad te da el carné que no te muestra
sino la cara de repente y el despeine,
totalmente vacío, desentimismado.
¿Te das cuenta?
Por eso no pongo música, me la encuentro,
o me encuentra, guitarras o tambores,
trompetas o violines, si se vienen conmigo bien sonamos.
Yo también sueno, silbo, tarareo,
muevo en la boca el tallo de la espiga,
choco en el bolsillo las monedas,
tamborileo el camino con el paraguas,
dan las doce, chirrían las cigarras,
la persiana metálica del taller,
la noria del agua y una voz robótica de radio
nasal y entrecortada canta
una canción que apenas se distingue
bajo otra voz de una mujer que tiende, las pinzas en la boca,
en una terraza blanca.
Baja, Beethoven, que te enseño cómo sonó una palmada en su muslo,
cómo se hizo su risa un clarín, una campana, un arpa,
cómo sonó al abrir la cremallera y al cerrar la ventana.
Así que de paseo con la música,
no sé oírla en mi sillón de orejas,
y me niego a guardarla en un montón o en una lista,
me gusta encontrármela, quizá soy yo, andando,
quien atraviesa sus ondas y las hago sonar,
pero trae todo lo que suena, el grano y la paja,
la piedra con la piedra, el viento con la rama,
la madre en el balcón, la nana, y la llantina
que poco a poco cesa y un turbión de gorriones
y niños en la plaza y viejas donde el pan
y el naipe que dispara sordas puñadas al tapete,
palabras altas y el chiflo del que vuelve del trabajo
y el timbre de la bicicleta. Un coche arrastrando a Coldplay
con las ventanas abiertas se come todos los ruidos
y cuando pasa, un segundo de vacío
pero que pronto se llena de los reniegos de algunos
y de risas, y de muchachas silbadas
que se vuelven y se burlan sonoramente contentas.
¿Te das cuenta? No es música pautada,
no es solfeo, no hay metrónomo que iguale
mi corazón, a mi paso, mi allegro molto vivace
cuando se abre mi puerta, que chirría en mi bemol,
los besos en sol mayor en las mejillas
y Papageno y Papagena (mis gatos) en el balcón
ronronean a ese sol, el otro, que se va marchando
pero no en silencio, con la música a otra parte.
¿te das cuenta?
Sexo visto desde enfrente
Una mujer (no se da cuenta pero actúa)
Una mujer me mira por la calle,
me mira como no miraría a otra mujer,
hay un distingo sutil,
hay una vibración de comisuras,
un velo en el vaivén de la melena,
que no tiene uñas ni arañazos
pero me pone banderillas en la sombra
y burladeros en todas las esquinas.
No soy de su ¿camada? ¿su junta de vecinas?
ni tordo de su olivo ni grano de su era.
Una mujer me mira y yo la miro
y hay un brazo más de distancia en la distancia.
Las mujeres me miran siempre desde enfrente,
desde la otra orilla de sus equis y sus equis,
no codo con codo, ni muslo contra muslo en la bancada,
siempre hay una coma, un guión entre palabras,
un tabique del ancho de una pincelada de rimel,
una no declarada contraluz en la silueta
un aire al caminar no compartido.
Una mujer me mira por la calle,
saca de su bolso el metro, la balanza,
soy medido, pesado, me olfatea,
me cuenta los cabellos uno a uno,
me sopesa la voz en la garganta,
siento en la entrepierna como un soplo,
soy identificado, mi nombre puesto al debe
en un parpadeo todo, en un latido.
Ya estoy en el saco de los hombres,
confundido con la gran mayoría, con aquellos
que desfilan, marciales por las calles,
soldados de algún ejército
donde se supone que militamos,
un dos un dos un dos, el sable saludando,
todo muy fálico.
. . .
Algunas mujeres (que despiertan admiración)
Una hilera de madres
y de abuelas de abuelas y de madres,
lavando lutos y pañales, las manos doloridas
del frío del torrente
y tanto esparto y tanta arena
fregando las manos sarmentosas,
encorvadas, arrodilladas.
Un hilo, un ovillo, una madeja
de madres y sus madres,
una mitad de mí, oh, qué mitad de mí tan poderosa.
Qué desatino callar la voz de tanto útero,
tanto grito pariendo,
tanto gemido sorbiendo la semilla,
tanto partirse en dos y en dos para lograrme.
Las madres de las madres que me hicieron
maravillosamente macho me contemplan
preguntándose si al fin lo consiguieron,
si tendré algo más que su mirada,
el filo del perfil, el andar ágil,
si sacaré la flor de su ternura,
si daré a la luz al hombre terso
que pueda sentarse entre mujeres
y sin alzar la voz sepa diluirse.
Las madres de las madres se preguntan
por su mitad de mí en la balanza.
. . .
Ninguna mujer (pero yo insisto)
Yo quise entrar allí, en aquel corro
de mujeres que hablaban de sus cosas,
de cosas de mujeres, qué misterio mayor y más oculto,
qué continente de enigmas un corro de mujeres,
qué arcano bajo falda y yo sin descifrarlo,
!un alma simple como yo dejar puertas cerradas!
¡no meter el dedito en la compota!
¡yo que tengo vocación de gusano de manzana,
a mucha honra!
Es que tengo que entrar y averiguarlas
porque me pica el bazo y las meninges,
porque sin ser ni centro ni costura
no soporto estar fuera del paréntesis
¡soy multiplicador, no soy cociente!
Yo quiero estar donde no quieran,
donde me den la espalda allí me meto,
mi forma de ganar todas las guerras
es amigarme con el enemigo. De momento
me he puesto el manto de la virgen del pilar,
me emboté los colmillos, me limé las aristas,
me he metido colmenas como senos,
me he afeitado hasta pulirme las ideas,
me he sangrado, empapado y tirado pañuelos a los ríos,
me he planchado el alma y la camisa
y he parido un papel, un monigote,
pero tiene mis ojos, y lo quiero.
¿Me harán un huequecito en ese corro?
(Deseadme suerte).
Tomás Galindo ©
Estampa de niña en bicicleta
Aquella niña tenía una bicicleta amarilla.
Una bicicleta amarilla, qué maravilla.
Aún me parece estar viéndola,
pasar lenta, seria, el pelo apenas movido por el viento,
erguida sobre el sillín,
pedaleando como deben pedalear los ángeles sobre las nubes
o los delfines en el fondo del mar.
Pedaleando como una reina
sobre una bicicleta de reina.
Y no sonreía.
No sonreía nunca.
Ni siquiera cuando, cansada, volvía por el sendero andando,
llevaba la bici por el manillar
y yo me ofrecía a ayudarla
y ella me dejaba conducir la bici
(nunca me atreví a pedirle que me dejara montarme).
Era una niña hermosa y,
aunque yo aún no tenía ojos para advertirlo,
verla pasar tan limpia, tan derecha,
con su vestido de alegres colores,
enseñando las rodillas tostadas y los calcetines blancos,
debía ser una estampa deliciosa para espíritus más sensibles
que el de un niño con tirachinas asomando del bolsillo.
Era una niña hermosa, eso sí lo veía.
Y seria. No sonreía.
Yo habría sido feliz con una bicicleta.
Yo habría sido superfeliz con una bicicleta amarilla.
Pero ella era una reina en un palacio
y tenía bicicleta. Y jardín con rosas,
en vez de huerto con judías y tomates como todos,
una tata con sombrero que la llevaba a misa
y leía un libro en un banco del paseo,
mientras la niña daba vueltas y vueltas a su alrededor,
paseo arriba, paseo abajo, paseando su bicicleta.
Hasta tenía un perrito que ni cazaba ni ladraba ni mordía,
pequeño y lanudo, ni siquiera iba detrás de las perras,
y llevaba un lazo ridículo en la cabeza.
Y ella también. Rosa.
A veces nos miraba al pasar, disimulando.
A veces venía el hombre,
la levantaba en sus brazos como un pelele
y le besaba las mejillas mientras ella seguía mirando a otro lado.
La mujer que iba con él se agachaba
y siempre tenía algo que limpiarle en la cara con el pañuelo,
aunque no puedo suponer qué,
y le decía que se portara bien.
¡Yo sabía que era un ángel… y le decían que se portara bien!
Cuando se iban, entonces sí, pedaleaba sin parar,
frenética, hasta más allá de la iglesia y el cementerio.
Y yo iba hasta mitad del camino
porque sabía que me dejaría cogerle la bicicleta y acompañarla de vuelta.
Olía muy bien, no a flores ni a campo
sino a algo que no era del pueblo.
Luego supe de perfumes en frasco y tampoco era eso.
Extrañamente silenciosos dos chiquillos
a los lados de una bicicleta una tarde de verano,
cigarras, gorriones, una cigüeña con una culebra en el pico,
las cañas que nacen de la acequia, un tilo
que además de sombras tiene luces de plata,
el dulce crepitar de las piedritas al paso.
La miré, me pareció que ir de la bici era como ir de la mano.
Me dijo «espera, no mires», se metió en la fronda,
oí un ruidillo de agua y me sentí muy hombre,
por primera vez una mujer confió en mí.
Aquella tarde regalé mi tirachinas.
Y otra tarde, después, recibí mi primer adiós
y los veranos ya no fueron igual. Nunca supe su tristeza.
Siempre que veo una bicicleta amarilla me lo pregunto.
Siempre, como si fuera algo tan importante al cabo de los años.
La infancia son huellas en la arena
que el mar es incapaz de borrar.
Tomás Galindo ©
Lo importante
Las cosas sin importancia son las realmente importantes.
Los aspectos más severos de la vida son los mismos para todos,
va, digámoslo otra vez:
quiénes somos, adónde vamos, de dónde venimos,
qué hay más allá de la muerte si hay algo,
básicamente eso,
y cosas sobre la liberté, egalité, fraternité,
blablablá,
pero ¿cuándo piensas tú en eso?
además, seguro que hay un sanedrín de sabios tratando de ponerse de acuerdo desde hace siglos
¿qué vas a descubrir tú que no se le haya ocurrido ya a Sócrates, Freud o Kierkegaard?
(sí, he tenido que mirar cómo leches se escribe)
Y es que lo realmente importante es que se ha puesto a llover y no llevas paraguas.
Lo realmente importante es si le viene la regla,
que no sabes cómo quitarte esos kilos,
que ya no la quieres con la insensatez de un primer amor aunque te siga gustando su culo,
pero no es lo mismo.
¿Quieres saber lo realmente importante?
Que volverías atrás
porque no ves hacia delante nada mejor que lo que tuviste.
Que eras más feliz en tranvía que en coche.
Que estudiar era mucho mejor que saber.
Que no importaba si llovía y no llevabas paraguas
y saltabas los charcos con un libro sobre la cabeza.
Pensemos en las ballenas, en las abejas, en los refugiados.
Ahora pensemos en el fin de mes.
¿Ves a dónde quiero llegar?
Un buen café por la mañana, fuerte y dulce,
algún conocido cerca que te informa del tiempo que hará hoy.
Una palmadita en la espalda de alguien que pasa y te sonríe.
Una llamada, una noticia esperanzadora.
Una pequeña noticia pequeñamente esperanzadora.
Un cigarrillo mirando a los gorriones,
aborreces a las palomas pero los gorriones te llenan de alegría
y hay un nido, que no acabas de ver, ante tu ventana
y van y vienen y les supones un trabajo como el tuyo
pero volando.
Ah… volando.
Alguien explota una bomba en algún sitio y mueren docenas.
Cuando la gente se cuenta por docenas siempre piensas en huevos,
nunca en un ramo de rosas,
ni en personas,
sino en docenas, arcaica unidad de medida que sobrevive a los decimales y los binarios
porque señala bien los huevos, las flores y las víctimas,
en ese limbo entre asesinato y guerra tan difuso.
De esto sabes mucho después del almuerzo,
hoy el peligro está en la salsa de tomate del almuerzo,
es mucho más posible que te salpique
que la sangre y las vísceras y la metralla.
Todo es cuestión de prioridades
primum vivere, deinde…
vivere,
a ver por qué philosophari va a compararse ni remotamente.
De filosofar solo pueden ocuparse los desocupados,
los que llevamos entre manos el pan y el vino y el queso no.
Los que llevamos las tres pelotitas que lanzamos al aire no.
Los que llevamos al hijo de la mano al colegio no.
Los que viajamos aprovechando para leer novelas no.
Los que otra vez vamos a llegar tarde no.
Los que afortunadamente caminamos detrás de una muchacha con andares de pantera no.
Las cosas sin importancia amueblan cada uno de tus días,
llenan cada rincón de tu pensamiento.
Llegas a la plaza, te sientas, pides tu cerveza.
Enfrente está la estatua del gran hombre,
el prócer, el héroe, el vate,
aquel que dio su vida por la libertad, quizá.
El que tiene a sus pies escrito en mármol el pensamiento,
la vida, la muerte, el amor.
El que señala con su dedo de piedra el camino a los hombres,
hacia el futuro, hacia dios, hacia la sabiduría.
Eso enfrente.
Tú tienes otro mármol, este con una cerveza fresca,
con un platillo de olivas.
Con una mujer que te dice algo alegremente con unos labios llenos y blandos
que sigues amando y deseando aunque ya no como a un primer amor,
y que te dice algo a ti,
a ti con tu nombre, con tu apelativo cariñoso
y no al público en general y a la opinión mayoritaria de la nación,
que bebe su cerveza y mientras
admiras cómo se le frunce deliciosamente el canalillo entre los pechos,
que señala con el dedo y lo sigues
y su dedo no es de piedra
y había un amigo a lo lejos mirando y saludando con la mano al final de su dedo
y no un futuro de paz y concordia universal,
no el camino a la hermandad de los pueblos,
no el fin de la violencia y el principio de la justicia.
Y tú, en un arrebato te levantas y le atrapas ese dedo
y se lo besas
y ella te mira ¡estás loco!
y se ríe maravillosamente sana con toda la boca y todos los dientes.
Y a ver cómo le explicas que con ese dedo estaba señalando hacia todas las cosas sin importancia,
que son las que, día a día, mueven el mundo.
Que te ha bendecido alegrándote,
porque alegrar a otro es lo mejor y más heroico que se puede hacer en la vida.
Y la cosa más importante.
Tomás Galindo ©
El camino al paraíso
el camino al paraíso pasa justo por esta esquina
no puedo acompañarte porque es mi hora de tomar la fresca
y además nunca me atrajeron demasiado los paraísos
me parecen demasiado fáciles de vivir
yo soy más de resolver desafíos
y luego eso sí
de sentarme a tomar la fresca
quizá sea mi paraíso particular esta sombra
es sombra de sauce
la sombra de sauce es bien sabido que es la más refrescante
incluso más que la de parra
sí justo al doblar la esquina
enfrente está la estación con su cantina a un lado
y al otro la taquilla con el funcionario leyendo su novela del oeste
pasan pocos trenes
y apenas vende billetes barre el andén
saca su banderita toca la campana bajo el reloj
y el tren del que solo bajó una turista inglesa con su mochila
y al que solo subió el quesero
una sola parada de vuelta a su casa como todos los jueves
el tren decía parte con su acostumbrado estrépito
casi vacío
en realidad al paraíso hay que ir andando
el tren es solo una parte móvil del paisaje
doblas la esquina y sigues por la calle y luego carretera según sale del pueblo
la turista inglesa echó a andar hacia ahí pero luego
vio que acababa el pueblo y dio media vuelta
pobrecilla no sabe que ha estado a punto a punto de poder ir al paraíso
qué pena cambiar el paraíso por el ayuntamiento
me ha preguntado diccionario en mano dónde quedaba el ayuntamiento
y he señalado con el dedo sin mirarla a la cara
no quiero recordar la cara de alguien tan desgraciado
tiene unos deditos hermosos y regordetes saliendo de las sandalias
ahora pensaré en lo felices que habrían sido pisando las esponjosas nubes del paraíso
y se va con todo este sol a plomo
con lo bien que se está a la fresca bajo el sauce
lánguido
nunca me gustó lo de llorón pero sí que resulta algo lánguido
hace como una cuevita húmeda y fresca donde poder leer a Borges
y mirar quién entra y sale de la cantina
el perro de Julián en la puerta esperándolo
el perro de Julián es mucho mejor persona que Julián
bebedor y desabrido
el perro en cambio alegre y lamedor de cualquier mano
quizá es porque a veces le veo pasar camino al paraíso
no sé si llega o solo se acerca lo suficiente como para volver cargado de alegría
es un buen perro
aunque ese animal y me refiero al amo no le haya puesto nombre
o no lo divulgue
nunca le vi llamarlo de ninguna manera nunca le vi llamarlo
nunca quizá necesitó llamarlo por eso es un buen perro
la curva sombra de la farola pone una interrogación en la acera
como preguntando a los posibles transeuntes si van a entrar a la estación
o prefieren ir rumbo a la aventura de lo desconocido carretera adelante
también suele pasar un viejo muy de mañana casi de noche
con un canasto que trae de vuelta horas más tarde lleno de caracoles
a veces lleno de endrinas o de níscalos incluso de espárragos silvestres
se ve que el paraíso es ubérrimo aunque ahora dé caracoles en vez de leche y miel
el viejo suele saludar con una inclinación de boina
es un viejo gracioso parece una figurita de belén
delante del sauce hay un jardincillo rebosante de abejas
amo profunda y vehementemente a las abejas
siento admiración y agradecimiento por esos animalillos simpáticos e inquietos
porque saben hacer del trabajo duro algo hermoso alegre
pasaría horas mirándolas saltar de flor en flor con su cesta de polen entre las patitas
como amas de casa con la bolsa en el mercado
pero unas amas de casa jóvenes divertidas y vestidas de colores vivos
con las hormigas es distinto
me dan algo de pena por su sacrificada vida de minero
y las imagino siempre cantando «sixteen tons» infatigables con voces de góspel
cuando alguna se me sube encima siempre la recojo con una hierbita
y la vuelvo a poner en su camino con las demás
incluso así seguramente se llevan un buen susto
para ellas debo ser parte del paisaje una montaña que se mueve
quizá no me puedan ni ver entero siquiera
solo una parte el zapato los pantalones quizá hasta la cintura nada más
sin duda el paraíso está lleno de abejas zumbando
y de hormigas cantando espirituales
pero se está muy bien aquí en la fresca leyendo
«…yo, que me figuraba el Paraíso
bajo la especie de una biblioteca.»
Tomás Galindo ©