¿No te ha pasado alguna vez que no te sientes tú?
Es algo repentino, quizá tomando un café en una mesa en la calle,
con el paisaje del tráfico y la gente pasando.
Me sucede muy de vez en cuando, pero me sucede.
Y me miro desde otra perspectiva, me sobrevuelo, digamos.
En esos momentos, curiosamente, no me siento persona,
me siento cosa.
Lo más extraño es que eso no me provoca temor o desazón,
sino una delicada, gaseosa, sensación de paz.
Me veo bien siendo cosa.
Las cosas, al fin y al cabo, tienen sentido,
un objetivo en el diseño del todo.
Las cosas… tienen su oficio, ninguna está de más.
Y yo en mi desempeño del papel de cosa me satisfago,
incluso sonrío, lo que reconozco que no es habitual en una cosa.
Las cosas ocupan su espacio y su tiempo y ninguna sobra o falta.
No es algo, ciertamente, que se pueda decir de cada persona.
El camarero, por ejemplo, cumple (y es otro decir) su función mucho peor que la mesa donde apoyo la tacita del café.
Es antipático, nunca una sonrisa, a veces se le vierte café en el platillo,
espera la propina con insolencia
y siempre, siempre, siempre, me sirve el café con el asa a la izquierda,
esto último sé que lo hace aposta,
le he visto darle la vuelta a la taza.
La mesita en cambio es una maravilla, para ser una mesita de café, ya me entiendes,
no cojea, se adapta a mí, permitiéndome poner el pie en la barra
y el codo sujetando el periódico.
Incluso está agradablemente fresca su marmórea superficie a pesar de este resol.
Otras cosas, claro, no están a su altura,
no hacen tan bien su oficio.
La fuente de la plaza tiene un chorrito que no funciona,
no le he visto funcionar nunca,
pero aun así cumple y da de beber a palomas y gorriones,
he visto a los ancianos empapar en ella su pañuelo,
y una noche, a una prostituta hundir una mano en ella, mucho rato,
y darle la vuelta con la mano en el agua y expresión soñadora.
No creo que el camarero fuera capaz de hacer soñar a nadie así.
Sí, yo me veo muy bien siendo una cosa,
algo sólido seguramente, que pueda seguir viendo pasar la gente y el tráfico,
más que una cosa transeúnte, más farol, o buzón que bicicleta o nube,
entendiendo las nubes como cosa y no como episodio temporal.
También hay personas que funcionan, no lo voy a negar,
lo que quiero decir es que las cosas, todas, cumplen su función,
porque una cosa rota quizá tenga la función de estar mal.
Eso no pasa con las personas.
Las personas, unas funcionan, y otras no.
Y lo peor de todo: algunas funcionan mal, que es peor que no funcionar en absoluto.
Ahí, reconócelo, las cosas nos ganan por goleada.
Hoy el camarero no me ha traído el azúcar.
¡Pero el terrón de azúcar estaba ahí esperando al camarero!
Ha pasado por delante del cajón de los azucarillos
que estaba con la boca abierta gritándole que no pasara de largo
y ahí se ha quedado el terrón de azúcar ocupando un volumen espaciotemporal que no le correspondía,
por culpa de una persona, un ser inteligente,
con capacidad motora y libre albedrío,
no limitado por una envoltura, ni estático.
¡Toda esa gran creación de la naturaleza desperdiciada en olvidar coger un terrón de azúcar y ponerlo en el platillo de mi café!
Por eso lustro con cuidado mis zapatos, les saco brillo,
les quito las piedrecitas que se les incrustan.
Hay que cuidar las cosas, ellas nos cuidan.
Bajo las escaleras siempre con la mano resbalando por el pasamanos, para hacerlo útil,
no está ahí de adorno,
más de una vez me ha salvado la vida,
cuando desde arriba miraba el hueco de la escalera que parece que te atrae,
que te invita a dejarte caer,
y ahí estaba la barandilla, de parapeto y diciéndome que dejara mi mano resbalar por ella,
como cuando era niño y me dejaba el fondillo de los pantalones
deslizándome.
Por eso le doy palmaditas al plátano que hay frente al zaguán de mi casa
y le deseo los buenos día,
aunque ya sé que no es propiamente una cosa, que tiene vida,
pero reconozcamos que plantas y animales… los tenemos cosificados también.
Me preocupo por el plátano, si no llueve siempre vacío una botella de agua en su alcorque,
y no me gusta nada ese nido, creo que de avispas, que le nace en el muñón de una rama.
Además tiene un corazón grabado con las clásicas iniciales
que no alcanzo a distinguir en lo rugoso de la corteza
y porque está muy alto.
Un enamorado de hace mucho tiempo lo bendijo con un corazón ¡así crece él de hermoso!
El árbol es incapaz de daño.
La naturaleza es incapaz de daño.
Los desastres naturales, la devastación del terremoto, la inundación,
el incendio del rayo, que tantas vidas pueden costar,
han de ser contemplados como ciclo vital, no daño.
Las cosas contemplan la muerte de los seres como parte del ciclo,
no como algo intrínsecamente perverso.
No hay algo intrínsecamente perverso.
Sí hay alguien intrínsecamente perverso.
El hombre sí puede dañar, sí puede meter palos en la rueda de la vida.
Sáquese aquí (y esto va a gustos) a Hitler, o la lista de papas, de borbones,
de presidentes de república, de enemigos públicos número uno,
de pederastas, de violadores, de malos músicos
y compárese con un paseo bordeado de plátanos,
incluso con fuentes a las que les falte un chorrito,
incluso con tazas de café sin azúcar,
incluso con el último tsunami.
Yo, como cosa, reconozco no servir de mucho,
apenas para transmitir algo de calor al mármol de la mesa.
Habría de preguntarme si como persona soy mucho más util
estudiado desde el concepto global de la suma de mundo más tiempo más humanidad,
y suponiéndole a esta suma una intención,
que quizá sea también mucho suponer,
quizá no haya intención, o meta, u objetivo, más allá del hecho de ser.
Así pues me planteo dos preguntas:
¿soy yo, como persona, útil, conveniente, bueno, etcétera, para el hecho global de la vida terráquea?
Y la segunda ¿importa mucho? porque como elemento mínimo y poco destacado del elemento humano,
soy seguramente inapreciable.
A la primera no sé qué contestar.
A la segunda sí. Y es que a mí me importa.
Puedo ser mínimo e inapreciable en el contexto general,
pero en el íntimo y propio soy máximo y casi plenipotente.
Me considero al menos más útil que el inepto camarero,
yo nunca tendría el feo detalle de servirte un café con el asa a la izquierda,
salvo que me asegurara de que fueras zurdo,
y no cometo faltas de ortografía,
que es el equivalente, en letras, a servir un café y dejarse el azúcar.
Así que, como persona, y por mejorar mi prestación,
estoy estudiando muy seriamente pasar al estado de cosa.
Lamentablemente no puedo hacer de mí un farol ni un buzón
ni, mucho menos, una estatua de prócer en plaza de parque con plátanos y palomas,
que es, desde mi perspectiva, el summum de ser cosa,
a la vista de lo cual, yo, contumaz, persistiré en el error de seguir siendo persona,
hasta que el ciclo vital me cosifique en algo que no quiero ni pensar,
ya que atenta contra mi pudor y el acendrado sentido estético de mí mismo.
Y también disfrutaré de estos momentos pasajeros que me asaltan a veces de sentirme cosa
y que son, al cabo, una especie de comunión,
de inmersión en todo lo que me rodea, íntima, visceral si se quiere,
con el mundo considerado como un todo que me engloba,
y me imagino a mí mismo dentro de ese mundo
como alguno de los virus y bacterias que me pueblan,
como alguno de los millones de seres mínimos que habitan mi cuerpo
y que, de repente, por no se sabe qué milagro,
cobra conciencia de mí y se siente parte de esta persona que te habla
y ve por mis ojos y siente el frescor del mármol en la yema de mis dedos.
Y es un milagro, pero no un milagro mío,
no un milagro en mí,
sino mi parte del milagro.
Tomás Galindo ©