Siempre me ha gustado hablar y escribir bien (que no son la misma cosa), le tengo aprecio al idioma este que hablamos, y procuro expresarme con corrección y exactitud. Disfruto mucho leyendo libros, y blogs, bien escritos, a veces por el simple placer de leer a gente que domina el castellano, que emplea giros y vocablos raramente usados y que resultan tan prolijos, tan bellos, tan decidores. Cuando cierro un libro así escrito siempre lamento no haber podido pegar la hebra con su autor y haber charlado con él tomando un café. Yo soy de los que leen mucho a Cela, a Torrente, por no hablar de Galdós y de tantos otros que no solamente te contaban cosas interesantes, sino que te las contaban haciendo alarde de lenguaje depurado y conciso. Lenguaje que emplean de forma cuasi poética, valiéndose de él como de una herramienta que mueva nuestros sentidos y transmita de forma a la vez sutil y contundente justo lo que el escritor quiere decir.
Querer decir algo y decirlo no es moco de pavo, no, requiere conocer el mecanismo comunicativo de la lengua. Ahí es donde fallo.
Como he empezado diciendo antes de irme por los cerros de íšbeda, me gusta hablar bien. Soy de los que no cometen faltas de ortografía, y casi ninguna de gramática. En los enlaces de este blog hay otros dos a los que ya quisiera yo alcanzar en esto de dominar el idioma: «Humoradas» y «La piedra de Sísisfo». Pero pongo mucho empeño, eso sí, soy de los que no sólo escriben, sino que luego se leen y se corrigen antes de darle a la tecla de publicar. Decía, pues, de una vez, que me gusta llamar a las cosas por su nombre y a las acciones por su verbo. Soy medido, y a veces hasta comedido, en mi manera de decir y no empleo las palabras de forma vacía de contenido, que es gastar la pólvora en salvas, y cuando pronuncio una palabra es porque quiere decir algo y no porque se me caiga de la boca por algún tonto mecanismo de impulsión, como creo que se le caen a la gente la mitad de las cosas que dicen, por inercia. Que a la gente, lo mismo que se le suelta un pedo, se le suelta un adjetivo.
Así, cuando quiero decir a alguien que es falto o escaso de entendimiento o razón, le llamo tonto, y no le digo que es un gilipollas, un boludo, un cabrón, un hijoputa, un hijo de siete leches, ni un burro. Si alguien a mi servicio hace algo mal le tildo de inepto, y si lo hace regodeándose en su propia inepcia le llamo necio y bruto, cuando otro en mi posición lo mandaría a la mierda, a ver follar a su puta madre, o a que le dieran por culo. Y es que a fuerza de uso se gasta todo, hasta el idioma. Hoy día los políticos se dicen cosas que años atrás habrían acabado en un duelo a pistola a doce pasos y al amanecer. Y no digamos los tertulianos televisivos, que cobran por insultar, lisa y llanamente. Así, con esta desproporción, con este desajuste entre las acciones y el lenguaje ya no sabemos cómo expresar nuestro enojo o insatisfacción debidamente. Por eso me sucede que cuando insulto no me hacen caso ¡no me entienden!
Hasta el arte del insulto se está perdiendo a fuerza de borrar las fronteras de lo estético. Aquellos insultos tan bonitos que se dedicaban nuestros más eminentes literatos han quedado obsoletos. Del fino arte de la ironía y la sutileza en el perjuicio de las capacidades ajenas se ha retrocedido volviendo al tartazo en los morros y la zancadilla con risotada. Qué pena. Esto es peligroso, eh. Como perdamos el insulto ¿dónde vamos a llegar? Al fin y al cabo, dicen, el que inventó la civilización fue el que empezó a insultar a otro en vez de atizarle con un pedrusco en la cresta.
Con todo esto me entristezco mucho, cuando veo cómo la gente se está impermeabilizando al lenguaje y es cada día más monótona, corta, empobrecida en su forma de hablar, y eso repercute en su forma de pensar también. Quita la palabra de la boca y quitarás el concepto de la mente, porque quien inventó una palabra es porque tenía un pensamiento que le quemaba en la mente hasta que lo supo expresar y comunicar por medio de ella. Eso nos enriquecía, y esto nos empobrece. Es el camino a la neolingua del 1984 de Orwell, el maldicho igual a pocoseso.
Mal, lo paso muy mal cuando no me entienden. Ayer fui a comprar un libro a la mayor librería de Bilbao. Montones de libros, mucho dependiente jovencito con uniforme juvenil y pinta intelectual, mucho bestseler, mucho colorín en las tapas, las tapas de los libros que ya no son tapas, sino anuncios. Doy mil vueltas de estante en estante leyendo los epígrafes por los que ordenan los volúmenes, no sin cierto espanto por mi parte cuando veo libros que deberían estar en otro lado (¿quién pone a Bucay en filosofía y a Jonathan Swift en infantiles?).
Al fin, sin encontrar lo que busco, me decido a preguntar a una dependienta. Está tras un mostrador, con un ordenador, es una niñata, mona, morenita, muy pintada, con un bonito peinado con flequillo al bies y un sujetapelos de colorines muy infantil, tendrá seguramente veinte años pero no aparenta más de quince.
– Hola ¿me puede decir si tienen «El Capital»?
– El capital… el capital… ¿sabe el autor?
Ante tamaño alarde de ignorancia, más doloroso si cabe en alguien que vende libros y se supone que debería estar al tanto, si no de todos los autores, sí al menos de los que han supuesto un antes y un después en la historia de la humanidad, me crispo, resoplo, me enervo, seguramente me pongo colorado, frunzo el ceño, tamborileo con los dedos en el mostrador, rechino los dientes, y sin poder contenerme y sin prever que lo que voy a decirle puede ser objeto de una querella por injurias, le espeto iracundo:
– De Marx, señorita, de Marx ¡pero qué bárbara!
La chica, instintivamente, se lleva la mano a un botón del escote ¡debe creerse que le miraba las tetas y le he dicho que está bárbara de buena! Se yergue pizpireta y presumida y me contesta.
-Pues no, a ver… de Marx sólo nos queda «Memorias de un amante sarnoso».
Abro unos ojos como platos y no puedo por menos que exclamar
– ¡Sapristí!
Mal, lo paso muy mal cuando hablo de puta madre y no me entienden un carajo.