un rastro de humo

un rastro de humo una huella en el viento
un sonido en la cal de las paredes
un color que no es de cielo ni de tierra
unas hojas sin viento que se agitan
un mal presagio
rezos y murmuraciones
son ví­speras de ví­speras son ojos cerrados
son timbales de sangre que retumba
sorda interior tensa la piel
una onda que transmite su hormigueo
de la yema de un dedo a la yema de un dedo
y las sienes tiemblan y los ojos laten
los ojos cerrados y febriles
los ojos ardientes poblados de visiones
son ví­speras de ví­speras ya se siente
el sabor del metal en la lengua
ya lo auspicia el vuelo de los pájaros perdidos
los corderos que balan sin cesar los corderos
que nunca van a ningún sitio si no es a morir
que nunca caminan sino hacia su muerte
un rastro de humo como un borrón perenne
que cambia y que gira que crece y que crece
un sonido a rajado y violento de pardas paredes
con grietas que dibujan continentes
continentes desconchados que caen al polvo
un color que no es de cielo ni de tierra
en el cielo y en la tierra único y monótono
que enceniza las frentes
ya se fragua el desierto cristalino en espejo de sal
tiene más témpanos el alma que el océano
un mal presagio
son ví­speras de ví­speras
los delfines preguntan por ti
¿qué vas a hacer?
Tomás Galindo©

El poder de la palabra

Siendo yo chico estuve unos meses trabajando en una pequeña agencia de transportes, sita en un local de la calle Tarragona, en Zaragoza, propiedad de los hermanos Navarro, que luego prosperó mucho, porque era gente formal y muy trabajadora y abrieron ya gran lonja en las afueras (sí­, por eso me fui, porque eran muy trabajadores, claro). Ahí­ conocí­ a un tí­o suyo, el señor Silvestre, muy mayor, que echaba una mano en la vigilancia del negocio y en lo que hiciera falta. Este señor Silvestre era un singular personaje; no sabí­a contar ni calcular sino en vascuence, y cuando tení­amos que decirnos cifras y cantidades, o el número de un albarán, era más fácil enseñarlo que cantarlo. De joven habí­a sido carbonero por tierras guipuzcoanas o navarras (¡hostia, sí­, un olentzero!), y de por aquellas tierras me contó con prolijos y cómicos detalles, esta historia que os voy a narrar, si bien no podré alcanzar la sorna y la gracia con que me la refirió él.

Tal dí­a como hoy, festividad de San Sebastián, tuvo lugar el suceso que nos ocupa. Es preciso decir que este San Sebastián es santo y patrón muy predilecto de pueblos y ciudades de España y América, y su dí­a se celebra con gran pompa en buen número de lugares a uno y otro lado del Atlántico. San Sebastián era un centurión romano que se convirtió al cristianismo, y un césar de aquellos muy malo muy malo, lo mandó asaetear (como fusilar, porque era militar, pero a flechazo limpio) y así­ lo pintan y lo esculpen los artistas de siglos pretéritos, ligero de ropa, atado a un poste y lleno de flechas, o por lo menos, de agujeros. Igual por eso es un santo tan popular, porque era un militar muy buen mozo y exhibe su viril musculatura para contemplación y alboroto de beatas y novicias. Una vez que ya tenemos descrito al santo, es preciso describir el pueblo donde sucedió el tremendo hecho. Pues no ¡ea! no puedo describirlo porque no sé qué pueblo era, sólo que era un pueblillo en algún lugar indeterminado desde Guipúzcoa hasta el norte de Huesca, y que dicho pueblo estaba en perenne confrontación con otro pueblo bien cercano, por un quí­tame allá cualquier paja. La tí­pica historia de los pueblos vecinos que siempre andan riñendo. Aquí­, los mozos de una de las dos aldeas, iban cada año a la otra a reventarle las fiestas armando camorra en el baile, corriendo mejor las vaquillas, o levantándoles las novias a los lugareños. Se ve que llevaban ya varios años en los que estos sucesos se vení­an repitiendo con creciente contumacia. Cuando iba a ser el dí­a del patrón San Sebastián en este pueblo, los mozos del de al lado se juntaron para pensar (¡sin que sentase precedente, eh!) en cómo desbaratarles el evento. Y dieron con un plan poético y sutil, convinieron en mandar a un coplero, jotero o rapsoda, de los que entonces amenizaban fiestas y saraos con sus cantos y recitados, a que les estorbase la procesión; tan poético y sutil era el plan, que decidieron personarse también con garrotes y los bolsillos llenos de piedras, por si los otros no comprendí­an tanta sutileza.

Imagina el espectáculo. No, no, aprieta los ojos e imagina un poco más ¡hombre, no lo voy a poner yo todo! Veinte de enero, una aldehuela de las estribaciones pirenáicas, los tejados nevados, las calles heladas, las hierbas con escarcha, los niños con mocos… Por la estrecha calle Mayor, nieve y niebla, viene una serpiente humeante: la procesión, que, como un dragón exhala vapor por sus fauces (¡toma, qué cacho metáfora!) Delante el monaguillo aventando el incensario, que lleva cogido con ambas manos en vez de por la cadena, para calentárselas (un tí­o listo). Tras él, cuatro fornidos gañanes llevan en andas al santo, con sus carnes y sus flechas al aire. Luego, el cura, el alcalde, el cabo, y el resto del consistorio y todos los habitantes del pueblo, salvo los tullidos, los muy ancianos, y el boticario, claro, que es de la cáscara amarga. ¡Porque, contrariamente a lo que creen los de ciudad, las procesiones son para participar en ellas, y no para verlas pasar! Prosigo, que divago y me pierdo. Estábamos en que es todo blanco, y gris y pardo, suave suave, salvo el negro de las boinas. Se oyen apenas las pisadas crepitando en la dura nieve, y la salmodia monótona de las preces (¡preces, eh, qué rico vocabulario el mí­o, coño!). De pronto el monaguillo se detiene. Frente a él aparece un hombre con ropón negro que levanta los brazos invocando al santo. Tras él, pana en los cuerpos y fieltro hasta las cejas, los mozos del pueblo enemigo. El coplero, dejando parados y estupefactos a los procesionantes, alza la voz y declama:

¡Glorioso San Sebastián!
Si en un invierno tan crudo
te llevan por ahí­ desnudo…
¡en verano qué te harán!

¡Ayva dios! Los gañanes que tiran el santo a tomar por culo y se lanzan contra él; el monaguillo que le salta encima cascándole con el incensario en los morros; y el párroco que, al grito de «¡Hijos de puuuuutaaaaa!» enardece a su tropa mandándolos a la batalla campal contra los vecinos… Allí­ ardió Troya, la de dios es Cristo, la de san Quintí­n. Los garrotes machacaban costillas, las piedras explotaban dientes, las viejas perdí­an el moño, el cabo el tricornio, el boticario la ocasión, y cuentan que no se vio una igual por aquellas tierras desde que a Roldán le calentaran el morro siglos antes.

Lo cual refiero aquí­ para mejor ejemplo de convivencia y espejo en que se miren las generaciones venideras y escarmienten en cardenal ajeno, amén.

¡Hasta dónde llega el poder de la palabra!

Refraní­stica parda

Año de nieves, año de resbalones. 

Leyendo el otro dí­a a la niña Candy, me divertí­ un rato con unos refranes cultos que poní­a en su blog. Y dándole a la cosa del refranero, y repasando un poco, me di cuenta de que muchos de ellos están, sin duda, equivocados. Y no, no me refiero a los atmosféricos, que esos ya no guardan ni relación con el tiempo que hace ahora en esta época de cambio climático. Me refiero a los refranes de andar por casa ¡qué cúmulo de inexactitudes, de yerros, de engaños! De ahí­ que me haya decidido a poner alguno, sólo alguno, como deberí­a estar expresado, y no como lo está ahora erróneamente.

Helos:

A buen entendedor, que se meta a criptógrafo.
A buen hambre… no hay buen hambre, coño.
A donde fueres, haz lo que sepas.
A enemigo que huye, pedrada en el cogote.
A la cama no te irás, sin hacer pis.
A la vejez, achaques.
A las diez (de la mañana) en la cama estés.
A perro flaco, talla pequeña.
A quien Dios no le da hijos, el diablo le da hijas.
A quien Dios se la dé, gástesela, que son dos dí­as.
A quien madruga, que traiga churros.
A rey muerto ¡república!.
A rí­o revuelto, puente de plata.
Agua corriente no mata a la gente que no pilla.
Agua que no has de beber, ponla a calentar y lávate los pies.
Al mal tiempo, gabardina.
Al que le pique, antihistamí­nico. Continuar leyendo «Refraní­stica parda»

El Calendario ateo

¿Qué es eso de que hoy sea San Dimas, mañana Santa Genoveva, pasado Miércoles de Ceniza, y al otro San Estanislao de Koska? ¿Con qué derecho se apoderó la iglesia católica del calendario e hizo suyos los dí­as poniéndoles nombre de santo? ¡No señor! Los ateos también tenemos nuestro corazoncito, y nos complacemos mucho cuando vemos barridos los nombres de los santos del almanaque, y en su lugar observamos cómo se van apuntando los nuevos dí­as de esto y de lo otro que se celebran. Espero que en breve se vaya llenando el año, porque veo que hay muchas celebraciones en meses de faena, como octubre o noviembre, y pocas en otros más comprometidos como enero o agosto (eso sí­ que lo tienen bien cubierto los santos, que se mueren cualquier dí­a, sin elegir). También echo de menos dí­as más de celebración y alegrí­a, que la mayorí­a son de posicionamiento a favor o en contra de algo, y eso cansa, no se puede estar combativo dí­a sí­, dí­a también.

Nos tenemos que poner de acuerdo para hacer un «Dí­a del chiste verde», otro «Dí­a de la prestación sexual transitoria» y otro de «Dí­a del desnudo». Tampoco estarí­a mal que hubiera «Dí­a del Parchí­s», «Dí­a del Huevo Frito con Chistorra», «Dí­a sin tele», «Dí­a sin niños» (todos los niños encerrados en su habitación 24 horas sin que se les sienta), «Dí­a del Segundo Mundo» (a ver si nos enteramos de cuál es), o «Dí­a en la cama».

He recopilado unos cuantos de los que ya están funcionando, hay alguno curioso:

Enero 1 Dí­a de la Paz Mundial, una iniciativa de Ciudadanos Diplomáticos del Mundo
Enero 20 Dí­a Mundial de la Lepra,
Febrero 04 Dí­a Mundial contra el Cáncer.
Febrero 06 Dí­a Internacional de la Internet Segura
Febrero 21 Dí­a Internacional del Idioma Materno
Marzo 03 Dí­a Internacional de la Eliminación de la Discriminación Racial
Marzo 07 Dí­a de la bicileta
Marzo 08 Dí­a Internacional de la Mujer
Marzo 08 Dí­a de la Mujer Trabajadora.
Marzo 14 Dí­a Europeo para la Prevención del Riesgo Cardiovascular
Marzo 14 Dí­a de Pi (3/14, y se celebra a las 15 horas 9 minutos).
Marzo 21 Dí­a Forestal Mundial
Marzo 22 Dí­a Mundial del Agua
Marzo 23 Dí­a Meteorológico
Abril 06 Dí­a Mundial de la Propiedad Intelectual,
Abril 7 Dí­a Mundial de la Salud Continuar leyendo «El Calendario ateo»

La batalla de los ciegos

Esta verí­dica y tremebunda historia, muestra de nuestras más ancestrales costumbres cazurras y espanto de afiliados a la ONCE, me la contó don Manuel Serrano Garcí­a, a la sazón suegro mí­o, guardia municipal de la I.C. de Zaragoza con grado de cabo y persona versadí­sima en la crónica local, en el anecdotario de la baturrada y el despatarre vernáculo.

Me refirió que, en indeterminados y oscuros tiempos de antes de la guerra, los ciegos no vendí­an el cupón aún, y se ganaban la vida como buena o malamente podí­an, los más tocándo músicas y pregonando romances por las esquinas, y dependiendo de la voluntad de las buenas gentes; y otros, caí­dos en mejor familia, con trabajos asequibles a su tara, como el trenzado de canastos, el deshuese de olivas y otros que requiriesen santa paciencia. Contome que por las esquinas de Zaragoza se juntaba a veces un cuarteto de estos ciegos, un matrimonio viejo y otros dos hombres más, que eran versados y hábiles en tañer y soplar varios instrumentos, a saber: un violí­n, un laúd, un cordión y un chiflo acompañado de su chicotén. Estos cuatro ciegos, a veces se juntaban para ir a tocar a meriendas y celebraciones, formando una orquestina, tocando ora juntos lo que se sabí­an todos, ora por separado y dando descanso uno o dos a los otros. Cómo conseguí­an que tan variopintos instrumentos sonaran parejos y acompasados es misterio que no hemos logrado desentrañar (supuesto caso que atinaran), pero seguramente los oyentes tampoco pretendí­an sino pegar cuatro agarrones a alguna moza entre los, más o menos, ruidos de polkas, valses y pasacalles.
Estos ciegos hací­an pórticos y fachadas de iglesias, como la de Santa Engracia o la de San Miguel o San Felipe y San Juan de los Panetes, y también se lucí­an por lugares como el mercado central, la Lonja o la plaza de toros. Así­ viví­an y se recogí­an en la ciudad casi todo el año, pero en verano salí­an de bolos. Sí­ señor, sí­, como lo oyen, hací­an galas como la Piquer. Y es que en verano se echaban a la carretera y solí­an aprovechar el buen tiempo para ir a los pueblos de la ribera del Jalón y a las Cinco Villas, donde estaban mirando crecer los trigos y las uvas, hasta que era época de la recogida, que remataban la faena, y volví­an a casa con los ahorros para mejor pasar los frí­os del invierno.
En una de estas deambulaciones acabaron yendo a parar a no sé qué pueblo donde fueron bien recibidos por la solterí­a, que instó a las fuerzas vivas del lugar a contratarlos para hacer baile en la plaza al atardecer. Ajustaron pues con el alcalde que cobrarí­an por aquella tarde y la mañana siguiente, que era domingo, después de misa, la cantidad de nueve pesetas cantantes y sonantes (luego se verá si cantaban y sonaban), a razón de dos por barba más una porque sí­. Tañeron y soplaron los ciegos todo su repertorio y lo que les iban tarareando y fueron muy del agrado de la concurrencia, que los celebró a modo, regalándolos con vino abundante y llenándoles la andorga, y unos y otros se dieron por muy satisfechos del trato y el servicio cuando fue la hora de pasar factura y coger la carretera. Quedaron los ciegos en una esquina de la plaza esperando a recibir la paga, mientras escampaba la gente, e iba el alcalde a la casa consistorial a por las nueve pesetas. Y en esta tesitura estaban cuando, uno de los mozos, vigilado de lejos por otros de su peña que miraban desde la barrera sin perder ripio, se les acercó y les dijo que les iba a pagar.

-A ver, quién cobra -dijo.
Y mientras los ciegos se miraban (es un decir) y antes de que uno alargara la mano, el mismo mozo siguió hablando como si ya le hubieran contestado.

-Muy bien, usté mismo, pues vaya recibiendo y contando.

Y mientras hací­a como que le pagaba a uno de los ciegos, iba entrechocando dos pesetonas que llevaba una con otra de mano a mano como si estuviera depositando las monedas en mano de ellos.
-… ocho, nueve, y diez, hale, que nos han tenido muy contentos, que lo disfruten y otro año, ya saben, vuelvan por aquí­ que serán bien recibidos.

Dieron los ciegos las gracias y echaron a andar por el camino, seguidos de lejos y de puntillas por los mozos, que querí­an ver en qué paraba el asunto. Al poco y aún sin salir del pueblo, dijo uno de ellos que a ver quién habí­a cobrado, que a repartir. Y todos comenzaron a decir «Ah, pues yo no he sido», y a subir el tono de voz, y a decir que «Ya empezamos…», y que «Ya sabí­a yo que alguno tení­a que dar la nota», y que «Eso no lo dirás por mí­». Y subieron las voces, y subieron los bastones de los que se ayudaban para andar y zis, zas, empezaron a darse de palos y puñadas, y era de ver el buen tino que tení­an en alcanzarse en las narices y en cascarse los instrumentos a garrotazo limpio. Y en estas estuvieron buen rato para agravio de sus huesos y regocijo ajeno, hasta que sintieron las risas de los mozos que no pudieron contenerse más y explotaron en carcajadas.
Menos mal que llegó el alcalde a tiempo de evitar males mayores, y restañaron sus heridas y pagaron a los ciegos lo que era debido y los instrumentos echados a perder. Alguno de los mozos se vio en el calabozo ese dí­a y los siguientes y tocó multa a escote. Pero como decí­a Gila… «Anda, que lo que nos hemos reí­do…»

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