Qué mal me cae Pablo Tusset

Pero mal mal mal… me tiene cuatro noches enganchado con el librico este que acaba de salir, el de «En el nombre del cerdo», que yo, hábilmente, le regalé aquí­ a mi señora para su cumpleaños, y yo leyendo y leyendo y el tí­o venga a darme con la puerta en las narices. ¡Que se empeña en que yo lea lo que él tenga a bien escribir y no lo que yo quiero leer! Porque el tí­o escribe lo que le sale de las narices, como si yo le importara un pito. ¡Pues me va a oí­r!
-Pringao, tú paga y lee y cállate, que el escritor soy yo.
El tí­o empieza con una trama cojonuda, de crí­men abyecto en plan ceeseí­ y yo, que me gustan las novelas con gente desmembrada y polis me froto las manos; pero de pronto cambia y me pone una historia romántica de amores tardí­os y otoñales, y yo, que me gusta la novela costumbrista me froto las manos; y de repente cambia y pone una cosa de pasiones desatadas en la Niu Yor de antes de los avionazos, con chica maravillosa y cuarentón que encuentra el amor de su vida, y yo, que me gusta que Jarri encuente a Sali, me froto las manos; pero de repente sale un psicópata que asesina al personal ciegamente, y yo, que me gustan las novelas con toque gore y seriales quí­ler me froto las manos; pero entonces me lleva a un pueblecito del pirineo de esos con ambiente cerrado y minimalista, y personajes cargados de historias de las que se podrí­a sacar una novela (de cada uno de ellos), y yo, que me gustan los dramas carpetovetónicos de toda la vida, me froto las manos… y una después de otra, y cuando ya estaba esperando el final que aglutinase todos los dramas, la solución a tanto enigma… ¡zas! el tí­o me da con la puerta en las narices, qué capullo.
-¡Te jodes! Eso te pasa por querer avanzar lo que va pasando conforme a tu lógica, como si fuera una pelí­cula americana, que en cuanto empiezan ya sabe uno en qué va a parar todo, pues no señor, las cosas son como son y no como tú esperas.
-Pues sepa usted, señor mí­o, que lo que le hace a la señora Mercedes no tiene nombre, eso no se lo perdono, eso es pa mear y no echar gota.
-Eso sale todos los dí­as en el periódico y tú no te das cuenta, melón.
-¿Y el final, eh, qué me dice del final? Yo ya me esperaba un final como el del cruasán, que es algo parecido a lo que le pasaba a la Castroforte del Baralla de «La saga-fuga de J.B.», un final estratosférico (no de esos que acaban en agua de borrajas, como los finales de las novelas de Pérez Reverte, o de Humberto Eco, no) un final que te deja pasmao. Joder, y me pone usted un final de una historia que yo no sabí­a que también la estaba leyendo, no me daba cuenta.
-Yo acabo mis libros con un par de huevos, coño. Y si no te das cuenta de lo que lees, pon más atención.
-Usted le abre a uno una puerta, y cuando uno se quiere colar dentro, se la cierra en las narices y le lleva a otra, y tres cuartos de lo mismo. Le pone usted a uno la miel en la boca y luego se la quita. ¡Yo quiero enterarme de lo que pasó con la chica de los mohines! ¡Y con el trí­o de plumí­feros cárnicos! ¡Y con la pobre rusita! ¡Y con la seguramente zozobrante vida interior de la Susi, o el Malacaí­n, el Betoven o la Heidi!
-Bah… todo eso no viene al caso, tú a leer lo que yo te ponga, que para eso soy el escritor, y con lo otro te puedes montar tus propias pelí­culas ¿o es que voy a tener que hacértelo yo todo?
-¿Y por qué no escribe todas esas historias?
-Porque no me sale de los cojones.
-Me cae usted muy mal.
-Sí­, eso me dices ahora, pero cuando saque otro libro seguro que corres a comprarlo.
-Como loco.

Sexo telefónico

Estaba muy nervioso, pero al final me armé de valor. Sabí­a que tarde o temprano habí­a que hacerlo. Además, al fin y al cabo no deja de ser una cosa natural, el sexo es lo más natural de la vida. Sexo y naturaleza, cogiditos de la mano. Rubén es de confianza, y si me habí­a dado ese teléfono es que se trataba de alguien de fiar. Lo marqué. Sonó un par de veces y oí­ la voz de una mujer joven y agradable, parecí­a.
-¿Sí­?
-¿Natalia? – pregunté – soy Oz, me ha dado su teléfono Rubén, creo que le habrá dicho ya algo – Sí­ -titubeó un momento, como haciendo memoria – es verdad, me dijo que me llamarí­a.
Tras un embarazoso silencio que ninguno sabí­a cómo interrumpir, ella, al parecer más decidida que yo, dijo:
– Bueno, pues yo creo que lo mejor es que quedemos ¿no?
– Sí­, claro ¿cuándo le va bien?
– Tendrí­a que ser por la mañana, porque por la tarde ya viene mi marido con los niños del cole, y claro… con los niños delante no puede ser.
– Sí­, ya lo entiendo, serí­a embarazoso. ¿Quieres que yo vaya a tu casa? Podí­amos ir a algún lado si le parece mejor.
– No, no, prefiero en mi casa, es mejor así­.
– Pues nada, iré a su casa, aunque yo creí­a que esto lo podí­amos hacer en cualquier sitio, pero ya veo que en la casa de uno se está más recogido, menos distracciones, sí­…
– Eso es, en casa nos tomamos un café y estamos tranquilos y así­ no violentamos a nadie que nos pudiera ver por ahí­, algún conocido, porque estaremos un ratito, claro.
-S í­, eso es verdad. Yo es que es la primera vez que lo hago, ya veo que usted no, mejor así­, si ya tienes una experiencia.
– Jeje -dijo algo nerviosa – Y no te llueve.
– Bueno, Rubén le dirí­a que esto es gratis, vamos, sé que no es lo normal, pero yo no cobro nada por una cosa así­, no me parece bien. Si usted tiene una necesidad y yo la puedo satisfacer pues ya está, tampoco me cuesta.
– Yo se lo agradezco mucho. Y que le conste que tengo el certificado. Ningún problema de salud, y el momento y la edad son los oportunos… aunque eso no nos da garantí­as de fecundación.
– No, no las da, igual hay que repetirlo.
– Bien
– Bien
Ya estábamos los dos más distendidos.
– Se llama Morgan.
– Y la mí­a Linda, seguro que hacen buena pareja. Eso sí­, yo, de los cachorritos, me pido un macho, no quiero volver a tener perritos medio spaniel medio chucho callejero otra vez…

Historias tontas VIII – La señora Nati la boticaria

La señora Nati estaba muy bien conservada, vamos, lo decí­a todo el mundo en el barrio, las mujeres con evidente envidia y un cierto retintí­n, como preguntándose qué pacto tendrí­a hecho con el diablo, y los hombres relamiéndose. Porque la Nati andaba por los cincuenta y. Cincuenta y, son muchos años para andar suscitando miradas rijosas y/o celosas, eh. La señora Nati era viuda, viuda viudí­sima, casi nadie recordaba a su difunto ya, ella habí­a entregado su vida al cuidado amoroso de sus hijas, cuatro, que salieron guapas unas, como ella, e inteligentes otras, como ella también, y que ya viví­an todas su vida, casadas o con oficio. La última habí­a dejado la casa materna hací­a escasos meses y a Nati se le habí­a caí­do la í­dem encima. La casa. Nati, que siempre habí­a sido muy leí­da, estaba empezando a dejarse una pasta en libros, y a chatear (¡huy!) con el mésenguer, pero eso sí­: con sus hijas, que así­ no gastaban en teléfono y las veí­a con la camarita esa, que hay que ver lo que inventan. La señora Nati, hay que decirlo, tení­a la farmacia del barrio «Castaño e Hijos, Farmacia, especí­ficos, fórmulas magistrales», fundada por su padre, y que llevó con su hermano hasta que éste se estableció por su cuenta en otro barrio, y como era una mujer bastante desenvuelta y popular (y emprendedora y moderna), formaba parte de la junta directiva de la asociación de comerciantes del barrio, que fomentaba todo lo fomentable en ese reducido ámbito.
Lo que nadie, pero nadie, sabí­a, es que la señora Nati era una romántica. ¡Ay! Nati devoraba novelas con heroí­nas y amores turbulentos, se grababa todas las pelí­culas lacrimógenas que echaban por la tele, y hasta escribí­a malos ripios en una especie de diario que tení­a, y que, por vergüenza, nunca iba a leer nadie. Además, con quién iba a hablar de sus inquietudes espirituales mientras expendí­a laxantes, pí­ldoras del dí­a después, lubricante vaginal y otras mercancí­as vergonzantes. Otra cosa que nadie sabí­a, y en la que, incluso ella, se negaba a pensar claramente o a planteársela sin tapujos propios, era que le tení­a el ojo echado a un señor.
Concretamente a señor José Antonio, el lotero, hombre de posición acomodada, mayor, pero bien conservado Continuar leyendo «Historias tontas VIII – La señora Nati la boticaria»

El poeta

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Oh, le creí­mos muerto, pero estaba
encuadernado en rústica y diciendo
aquello que sabí­a por tan sólo
un dinero con que pagar a plazos a la musa
su tránsito del tiempo.
Qué magia trascender lenguas y edades.
De qué modo, cuando la mano roza y siente una piel,
muerta luego la piel y la mano que la amó,
esa misma mano muerta ha sabido legarte la caricia.
Qué oficio este de albacea de la emoción
y testamentarí­a del sentimiento.
Tomás Galindo ®

Programa contra la violencia sexista


A la vista de lo difí­cil que es educar a los maltratadores, debido sobre todo a que los mensajes de los anuncios y programas exceden su capacidad cognitiva, el Ministerio de la Mujer ha optado por volver a educarlos como a los niños, valiéndose para ello de programas formativos de Los Teleñecos, que se emiten en los descansos de los partidos de fútbol, principalmente. En estos programas se enseña a los maltratadores que «aaaaaaantes de maltratar conviene tirarse por la ventana, y despueeeeeees…» ya te lo puedes replantear. Hoy, con esta noticia, se nota que empieza a dar sus frutos.
¡Qué ganas tení­a yo de leer la noticia así­ expresada, coño! ¿Por qué siempre lo tienen que hacer al revés? ¿No te vas a pegar un tiro? Pues a ti qué más te dará pegártelo aaaaaantes y no despuééééés…?