Lavando la cara a esto

¿Está esto más mono? al menos salen más cositas y mejor ordenadas. Ah, y al fin, mi fotoblog, donde iré poniendo mis fotos favoritas (las menos malas). Espero que guste.

Los muertos (Calypso)

Por qué guardamos a nuestros muertos
en esas cajas que están tan prietos,
y les dejamos, pobres difuntos,
en esos nichos que están tan juntos,
donde cualquiera puede habitar,
donde carecen de intimidad.
Si van los deudos y se equivocan,
y hasta le rezan al que no toca.
Llega la viuda por su marido
y encuentra un ramo que es del vecino.
La pobre viuda se desespera
¿será una amante que le recuerda?
Imaginando un adulterio
se va hecha polvo del cementerio.
En esas tumbas no hay quien viva,
hay que buscarles alternativa.
Allá en el Tí­bet, despedazados,
bajan los buitres a devorarlos,
pero son sucios los carroñeros,
dejan el monte que da asco verlo.
También solí­a el pueblo vikingo
dejar sus muertos en un barquito;
ahora serí­a desagradable
hacer windsufing junto a un cadáver.
Los mayas guardaban con esmero
a sus difuntos en un puchero,
y los poní­an bien ordenados
como si fuera el supermercado;
sólo que sin letrero que indique
que estos potitos son de cacique.
En Roma poco se complicaban,
porque cogí­an y los quemaban;
esa serí­a la solución,
y se ahorrarí­a calefacción,
pero otro fallo se nos presenta,
que contamina más de la cuenta.
Dejan los siux a los parientes
en un cañizo a que se aireen,
pero es un foco de enfermedades
porque los moscos van a millares.
Mejor no hablamos de Oceaní­a,
que alguna tribu se los comí­a…
Así­ que abogo porque volvamos
como en Egipto a momificarlos.
Porque una momia de calidad
es un adorno original,
y hasta podrí­as utilizarla
de paragüero junto a la entrada,
o, qué perchero más ideal
que si pusieras un tí­o carnal.
Hasta te harí­as tu muertoteca
y cambiarí­as tí­as por suegras,
y así­ variar la decoración
poniendo un primo en el salón.
Porque una momia de confianza,
entre que luce, y que acompaña,
y que te viste toda una estancia,
te ahorra el buen gasto que es un sepelio,
te hace un servicio y da un consuelo.
Tomás Galindo ®

El indio Buen Amigo, guí­a y bilbaino.

Cómo el indiecito Buen Amigo Machimbarrena Marquina resultó ser español y con domicilio en Bilbao es una historia, y cómo estaba llorando en un banco de la plaza Moyúa, otra; pero como el indiecito Buen Amigo sólo tiene dieciséis o diecisiete años y hasta llegar a Bilbao fue toda su corta vida guí­a en las selvas amazónicas, tampoco hay mucho que contar, vamos, que se cuenta en dos patadas.
El indiecito Buen Amigo en realidad no supo nunca qué nacionalidad tení­a, porque aunque en los mapas se ven claramente unas lí­neas muy definidas, allá donde el rí­o Güepí­ desemboca en el Putumayo no hay lí­neas ni Cristo que lo fundó. Es un decir, Cristo que lo fundó sí­ que hay, uno muy feo tallado en madera de lupuna al modo indio, con un narigón tremendo y los brazos cortitos cortitos. El Cristo que lo fundó es el único ornamento de la capilla del difunto padre Iñaki Machimbarrena Marqueta, padre del indio Buen Amigo, y no piensen ustedes mal, que el padre Iñaki siempre fue un santo varón. Decí­a que el indiecito Buen Amigo nació en algún lugar indeterminado en el cruce de fronteras entre Perú, Colombia y Ecuador, aunque la capilla del padre Iñaki estaba en la reserva güepí­ en territorio peruano, él bien podí­a ser un secoya o un siona, incluso un cofán, su madre antes de morir no pudo pronunciar más de dos palabras, y estas fueron Buen Amigo. Se las decí­a al santo padre Iñaki, que la cuidó hasta que falleció, de una simple apendicitis, con el indiecito a su lado, entonces de cuatro o cinco años, y el padre Iñaki la bautizó in extremis y todo seguido le dio la extremaunción, y ya de paso bautizó también a Buen Amigo. El padre Iñaki hací­a pocos meses que habí­a llegado a una playita en el rí­o Güepí­ donde habí­a abierto la capilla, un dispensario con diversas vacunas, y buenas intenciones. Lo único que le sobraba eran buenas intenciones. Allí­ fueron acudiendo algunos de los esquivos indí­genas locales para realizar intercambios con los comerciantes que se desplazaban desde Tarapoa, y hasta de Nueva Loja, porque bajo el amparo del padre Iñaki obtení­an mejores precios en sus intercambios. Al padre Iñaki siempre le quedaba algún pedazo de pecarí­ o de tortuga, incluso de venado, con los que subsistí­a y socorrí­a a quienes acudí­an a él en petición de ayuda, normalmente niños abandonados. El indiecito Buen Amigo tení­a un instinto especial para orientarse, incluso allí­ donde no hubiera estado nunca, sabí­a dónde se encontraba, y hacia dónde caminar, conocí­a hasta los vados en rí­os por donde nunca habí­a pasado ¡serí­a cosa del instinto racial! El padre Iñaki, que siempre tení­a que ir a cagar al mismo sitio, porque si iba a otro ya no sabí­a volver; dependí­a enteramente de Buen Amigo para ir a cualquier lado, y el indiecito reí­a, le cogí­a de la manita y le sacaba del laberinto selvático, por donde andaba como Pedro por su casa. El padre Iñaki, guiado por el indiecito Buen Amigo, que instintivamente conocí­a todas las trochas y senderos, visitaba los emplazmientos indí­genas a lo largo del Güepí­ y el Putumayo, sin saber si estaba en Perú, en Colombia o en Ecuador, y llevaba a sus huerfanitos con familias que les pudieran, y quisieran, atender. Amén de ponerles vacunas para todo, por si acaso. El padre Iñaki no tení­a conocimientos médicos, aunque se empollaba tremendos libros de medicina que nunca le sirvieron para nada, pero tení­a vacunas a porrillo, en realidad era lo único que recibí­a de fuera, del arzobispado y las oenegés: vacunas y remedios contra el dengue y la malaria. Y es que al padre Iñaki se lo habí­an quitado de encima desde la diócesis de Loreto, por revoltoso, y antes de la de Iquitos, y antes de la de Manaus, ya en Brasil, diciéndole que allí­ ya podí­a revolver todo lo que quisiera.
El padre Iñaki descubrió su auténtica vocación en la soledad poblada de secoyas y sionas que no tení­an ni idea de si eran peruanos, colombianos o qué, y, mira tú por dónde, fue feliz los últimos años de su vida en aquella playita del rí­o Güepí­ y con el indiecito Buen Amigo llevándole (al principio de la manita) por las desdibujadas sendas amazónicas.
El padre Iñaki, viendo en sí­ los signos de la cercana muerte, agarró la canoa y al Indiecito Buen amigo y bajó con él a Loreto, donde aún le quedaban dos o tres amigos, fue a un notario, y lo adoptó, pasándose por el forro de los cojones todas las reglas de su orden. Luego se murió, pero no sin antes poner en la mano de Buen Amigo un pasaporte español, un billete para Barajas, y la recomendación de que fuera a parar a casa de su hermano Koldo, que regentaba un batzoki en Indautxu. Esto hizo que muriera entre estruendosas carcajadas.

Hacemos un salto de miles de kilómetros y nos encontramos al indiecito Buen Amigo llorando, embutido en un chubasquero, con chirucas, sentado en un banco de la Plaza Moyúa, en pleno centro neurálgico de Bilbao. El indiecito Lagunon Matximbarrena Markina (ahora euskaldunizado) se encontró con que era vasco y bilbaino ¡ahí­ es nada!. Y lloraba desconsolado en un banco de la plaza Moyúa de Bilbao.
-¿Y tú por qué lloras?
-Es que me pierdo, no sé orientarme. Todas las calles me parecen iguales, en la selva sabí­a siempre dónde estaba, cada trocha, cada rí­o, cada piedra, me desí­an dónde estaba, siempre sabí­a por dónde andar; aquí­ todo son esquinas, muchas letras, y miro a la gente, no puedo dejar de mirar, hay tanta… y me desubico. Resién salgo de casa ya no sé dónde estoy…
Tomás Galindo ®