Monumentos

No, a mí­ no me gusta visitar monumentos. Con lo que me gusta andar por ahí­ mirando por el ojo de la Canon y lo poco que fotografí­o los tí­picos monumentos. Suelo huí­r de castillos, palacios, tumbas de próceres y, sobre todo, de iglesionas, las iglesionas es que las detesto. Soy capaz, eso sí­, de trepar riscos y nadar pantanos para hacer la foto de un árbol, o coger un paisaje desde el ángulo adecuado o con la luz idónea. Pero piedros no, gracias. Aparte del retrato, esa ciencia dentro del arte, que me apasiona y en la que obtengo suspenso tras suspenso, lo que siempre me ha llamado la atención cuando voy por ahí­ viajando con la cámara son las casas, las casas normales y corrientes que se puede encontrar uno en cualquier rincón. Esas casas bonitas, cuidadas, con su maceta de geranios o su macizo de hortensias; esas casas pintadas de vivos colores o que muestran sus recias piedras; casas que denotan vida interior, casas a las que se supone un alma que le asoma en los visillos bordados y en el gato que otea en el tejado. Paro el coche, miro, y me digo ¿cómo será vivir en esta casa? ¿Se oirá el viento soplar las yedras que ascienden por la fachada? ¿Crujirán las maderas por la noche como un galeón en alta mar? Recuerdo que en mi casa del pueblo habí­a en primavera un ruido de mil demonios cuando iba a acostarme a altas horas de la madrugada: el maderamen que se desperezaba, los gatos arañando el techo con sus riñas o sus amorí­os, el puto grillo, varias familias de pajarillos intimando o charlando de esto y lo otro, un millón de ranas en el riachuelo. Y yo me dormí­a como un ceporro al minuto de poner la oreja en la almohada (¿o esto tendrá que ver con la tranquilidad espiritual?). Voy por ahí­ de vacaciones y tengo que mirar cuatro veces la sombra que me cobija para darme cuenta de que es una de esas iglesias de gran mérito, en cambio freno cuando veo una de esas maravillosas casas, más bonitas que las de los cuentos que ilustraba Gustavo Doré. ¿Qué libros contendrán sus estanterí­as, qué botes de confitura casera, qué figurillas talladas en duro boj? A veces uno se planta delante de una de esas casas y se dice: esta podrí­a ser, perfectamente, mi hogar.

Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás

50


Hoy vamos a hablar del 50. El 50 es un número muy bonito. Se escribe 50 pero se dice cincuenta. Tiene un cinco ¡como los dedos de la manita! y un cero que es como un sol o como un dónut: cinco (5) cero (0). Si tumbas el 5 hacia la izquierda parece una Vespa, en cambio si tumbas el cero ¡no pasa nada!. El 50 es un número muy conveniente, porque si no existiera, para decir 50 tendrí­as que escribir 11111111111111111111111111111111111111111111111111 ¡vaya latazo! El 50 es un número muy bonito, eso ya lo he dicho antes, ¡pero es que a mí­ me gusta tanto mi 50! ¡Viva el número 50! ¡Cincuenta, cincuenta, cincuentaaaaaa!

Vacaciones II (Asturias)

¡Ya estamos aquí­! O sea: en las Asturias. Qué bonito, qué lindo, qué vista desde la ventana del «Paraje del Asturcón», que es el hotelito donde nos hospedamos, justito encima de Ribadesella, que es eso que se ve al fondo con casitas y un cacho rí­o. Oh, ah, qué pradito donde triscar y corretear.

Pincha y verás

A las primeras de cambio nos vamos a visitar unos acantilados tremendos, cortantes, ventosos, qué miedo que pasamos, sobre todo la chucha. Y yo en plan explorador, posando para la inmortalidad.

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Los muertos de este cementerio deben estar muy entretenidos, con tanta visita como tienen, y es que el paisaje de la rí­a con la marea baja, las gaviotas, la iglesia blanquita en medio de tanto verde y tanta arena, atraen. Un poco más allá una playa increible. En medio de un prado, y a trescientos metros del mar, una imagen inesperada, por una gruta rocosa emerge el mar, un pedacito de mar en medio del prado, con sus pequeñas olas y su marea. Una cala rodeada enteramente de vegetación, por los cuatro lados. Y el mar allá lejos. ¡Dónde se ha visto, un mar de bolsillo!

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Otro dí­a, otra playa, esta grande grande, con una marea que la hace extensí­sima. Ojo, hay peligro y ponen la bandera amarilla, la playa tienen muchos agujeros, pero unas olas ideales para los muchos practicantes de surf que pululan por ahí­. Y después nos vamos a un pueblecito colgado de un risco, para ver desde arriba los barcos en el puerto, en la bahí­a, a vista de gaviota. A la vuelta al hotel una nueva vista de Ribadesella tras una rica cena.

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Tras tanto mar apetece algo de monte, aquí­ de eso hay mucho, afortunadamente. Si miras a un lado, mar; si miras a otro, los Picos de Europa. Visita obligada al rocón de la virgen, panorámica del Naranjo (el piedro de enmedio), y luego fuimos hasta por ahí­ por donde acaba la carretera, y nos encontramos este lindo puente allí­ donde se corta el paisaje en dirección sur.

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Más playas, una playa bellí­sima que con la marea alta se convierte en dos. Hicimos el primo y anduvimos media hora trepando por riscos y matojos para ir a la pequeña y encantadora playa de enfrente. Luego bajó la marea y las dos se conectaron y podí­as pasar de una a otra a pie enjuto (enjuto, sí­, yo es que soy muy leí­do). Entre montes, entre formaciones rocosas tremendas, pasamos un dí­a muy rico. Qué bonita era, caray. El cabezorro ese que asoma entre las aguas bajo el arco es un servidor de usté. Por allí­ me pareció ver a Su, pero no debí­a ser ella porque iba bien peinada.

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Ribadesella, propiamente dicha, tiene una luz increible al atardecer. Al amanecer no sé, ni pienso, oiga.

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De esta playa ignota, perdida, a la que apenas puede llegarse, no enseño las fotos más jugosas porque no estamos presentables: aprovechando la ausencia de bañistas nos emporretamos y tomamos el sol y nos bañamos sin gastar meyba. Qué gustito andar con el pinganillo al aire. Después una visita a un monte desde el que se admiraba un paisaje hermosí­simo a los cuatro vientos, caballitos incluidos (relinchaba como llamando a su mamá, tiernamente). Y una porción de bosque sumido en la niebla que se nos echó encima.

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Pero lo mejor, lo mejor, son esos prados que hacen que veas un cuadro cada vez que mires a cualquier parte. Nos encantó Asturias. Claro que volveremos, faltarí­a más, aunque sólo vea por ver a las yeguas amamantando a sus potrillos amorosamente. ¡Cómo no va a volver uno a un paí­s donde uno se hace su propio buzón, y el panadero pasa por ahí­ y te deja el pan tierno! Eso dice mucho y bueno de los indí­genas.

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Vacaciones I (por Galicia)

O sea, esto son unas vacaciones, que es eso de andar por ahí­ sin dar un palo al agua, engordando, quemándote, gastando sin sentido y encontrándote a la vecina enseñando las tetas y con tanga leopardo en una playa a mil kilómetros de su casa. Pues nosotros nos fuimos una semanita a Galicia, que esta que inmortalizo, en parte, aquí­; y otra a Asturias, que vendrá luego.

Este es el hotelito donde paramos, que es un sitio muy bonito y tranquilo, recomendable para retiros espirituales, para irse de adulterios discretos y para fotografiar ranas. Se llama «Pesquerí­a del Tambre» y queda cerquita de Noia, algo más abajo de Santiago de Compostela.

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Tiene un laguito que forma la propia rí­a y que es así­n de lindo. Aquí­ fue donde me dijo que sí­, en esa orilla, con la luna rielando en sus calmas aguas y tal. Uno que es romántico.

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Un dí­a nos arrimamos a ver al santo. El cacho de pueblo viejo es molón, comimos frente a la Casa de la Troya, que me hizo mucha ilu.

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Aquí­ es un poblado prehistórico de los que hay que acercarse a ver. Qué barbaridad, cómo viví­an aquellas gentes, se horroriza uno al ver el viento que habí­a en el lugar y el sitio tan poco indicado para cualquier cosa, menos para volar cometas.

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Las playas, ah, las playas, que grandes, qué lindas, qué solitarias, qué calmosas, qué gustito andar por ellas sin el overbuquin mediterráneo, pisando mejillones y jugando con Linda, la chucha anfibia.

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¡Este pueblo sí­ que recuerdo cómo se llama! Es que vamos por ahí­ mirando cosas pero no apuntamos nada y luego resulta que ya habí­amos estado allí­ y en cambio nos dejamos de visitar otra cosa. Qué desastre de explorador. Yo nunca habrí­a encontrado al doctor Livingstone (ai supous).

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Personajes tí­picos: la rianxeira, en peligro de multa de sanidad por vender peces en la acera; los gaiteros, que pululaban por las aceras dándole al sobaco; y las viejas chapoteantes diciéndose aquello de si yo tuviera cuarenta años menos también andarí­a en tetas como esas guarras de ahí­, que son unas guarras y unas impí­as, jesús jesús.

Más playas, playas que no falten, ahí­ andamos ambos practicando nuestro otro deporte favorito.

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¿Viajar? Así­ ¿conoces una manera mejor? Sí­, bueno, pero ahora no quedan esclavos que te transporten en silla de manos mientras te abanican. Ah, y un heladito de tanto en tanto.

Mañana más.

Volver (tango, con caí­da)


Ese torvo gesto, ese semblante.
Esa expresión de perro apaleado.
Ese mirar siniestro, atormentado.
Ese pecho vencido hacia adelante.
Ese paso cansino, vacilante.
Ese entrecejo fruncido y arrugado.
Esa sonrisa de anuro desinflado.
Ese aire de bronca y mal talante.
¿Hay un grave problema que le inquieta?
¿Simplemente será que está beodo?
¿O será que ha perdido la chaveta?
¿Qué le habrá trastornado de este modo?
¿Se habrá pillado un pelo en la bragueta?
Volvió de vacaciones. Eso es todo.
Tomás Galindo ®