no se puede leer en el tren


siempre llevo un libro en el tren
y acabo leyendo el paisaje
que pone renglones de desmonte con vallas comerciales
y las fachadas traseras e incógnitas de casas de vecinos
los nunca vistos paredones grises con ropa tendida
que son la cruz y el envés y el culo de algún barrio
cierro el libro dejando al héroe en lo más fragoroso de la escaramuza
porque los primeros chopos
se yerguen contra el azul
y hay que ver a ese campo de verde limón
qué bien le sientan las urracas
no sé en qué capí­tulo nombraban un rincón como aquél
casa blanca ceñida de encinas
con niñas y zarzas
con flores azules
y un penacho de humo
que como un dedo en el cielo señalara
he aquí­ un hogar
no sé en qué capí­tulo o en qué kilómetro
acabo de descubrir a mi compañera de asiento
tiene las piernas largamente descaradas de mi heroí­na
se las disfrazaba con el diario
por mucho que te disimules tras las gafas
te conozco jí­lari braun
tú eres la bibliotecaria salvaje
la intelectual apasionada que persigue su venganza
lanzas una mirada y se oye chisporrotear la carne abrasada
parece un campo el mar
de nubes y de alfalfa
con cuatro velas navegando
como cuatro cipreses
parece un mar reñido consigo mismo
que aquí­ se ataca y se levanta
allá se hunde y despereza
entre pinares pardos y olas de hierba
si le molesta el sol puedo correr la cortinilla
y el riesgo
de estar contigo a media luz
yo también prefiero
franco el horizonte y la sonrisa
ha pasado una estación de juguete
con un jefe de estación en miniatura
una madre con su hija que eran figurillas de belén
camiones cargados como de granos de arroz
coches movidos a resorte
bultos maletas cajones
todo de atrezzo
mi vecina ha ido al excusado
y justo en ese momento
he visto una sombra saltando de vagón en vagón por el techo
no hay duda
es ella
un rebaño
cuánto hací­a que no veí­a un rebaño
deberí­an recetarlo
doctor siento angustia
el trabajo me agobia
la rutina me aburre
el futuro me asusta
mi familia son extraños a una mesa
estoy estresado
pues váyase usted a ver un rebaño
y no vuelva hasta que sepa distinguir a cada oveja por su nombre
entre las colinas fluye el rí­o
manso y turbio de reflejos lentos
se miran álamos y juncos
cañas y matorral en sus aguas
ahora a la tarde
con el sol a la espalda
parece un vestido de lentejuelas que se ha puesto el monte
en los rápidos de la página 132
jí­lari está cautivadora
con el vestido empapado ceñido al cuerpo
los pezones trasparentándose en la blusa
apartándose el pelo húmedo del rostro
la muy coqueta aprovecha que la estoy mirando
para morderse el carnoso labio inferior
muñeca
tuviste suerte de que viniera el revisor
los boy scouts tan ridí­culos como siempre
ójala se les cague encima la bandada
monitor monitor tengo asco
a ver qué dice el manual
capí­tulo de precipitaciones letra m
tengo a yoni en plena balisada con los gángsters
cuando pasamos el túnel
este es un buen momento para enviar un mensaje
uy disculpe qué torpe
pardiez
qué gesto de cí­nica
qué ojos tan grandes
qué mirada tan dulce
qué dientes tan largos tienes
aprovechando lo deprisa que pasan los olivos
lo cerca que se ven las chimeneas
lo bien que huele a algún perfume con rosas y lavanda
me saltaré hasta las últimas páginas
pues algo me dice que al final el héroe se hace con la chica
y que al final del trayecto es muy posible
que pueda compartir el taxi con alguien
porque
oh casualidad
yo voy también en esa dirección
Tomás Galindo ®

La prueba


Nunca le habí­a dado tan fuerte. Estaba casi, casi seguro, de que esta vez era la buena, la definitiva. Nunca antes habí­a sentido algo así­ por una mujer, tan profundo, tan placentero; nunca se habí­a visto estableciendo un lazo de comunicación como el que tení­a con Azucena. Eran almas gemelas.
Habí­a llegado la hora de la prueba.
Conoció a Azucena, dónde si no, en la biblioteca del pueblo. En realidad la tení­a vista, una mujer que no llamaba precisamente la atención, discreta, vistiendo vaqueros y blusas, vestiditos floreados que le daban un cierto aire antiguo, parecidos a aquellas enaguas que llevaban nuestras abuelas. Con sus gafas de concha y su pelo recogido era la imagen misma, estereotipada, de su propio oficio: maestra. Azucena, bien que mal, desasnaba a chicos y chicas en la escuela local, antes de que fueran al instituto. Y él, luego, en el instituto, procuraba encauzarlos hacia la formación profesional, para que salieran buenos fontaneros, cocineras o modistas y no engrosaran las filas de intelectuales con í­nfulas y en el paro.
Habí­a ido a buscar un libro de T.S. Eliot y, oh sorpresa, estaba cedido ¡desde cuándo habí­a alguien interesado por la poesí­a en aquella aldea! Al principio le habí­a fastidiado bastante, a Silvio le fascinaba la poesí­a y, sabedor de que carecí­a del don poético, escribí­a extensas y farragosas crí­ticas poéticas que mandaba a sesudas revistas de cí­rculos intelectuales y universidades, donde, a veces, se los publicaban, llenándole de merecido orgullo.
Le habí­a fastidiado. Ahora estaba empeñado en un estudio sobre el funcionariado y la burocracia en la poesí­a y, claro, pensaba empezar por Eliot y Baudelaire. Se puso a mirar otros libros de poesí­a que habí­a en el olvidado estante del rincón. Los habí­a leí­do todos, todos los que no tení­a en casa, claro. En casa tení­a muchos más que la biblioteca pública. Les fue echando un vistazo y comprobó, sorprendido, que sólo habí­a dos usarios que los leyeran: él mismo, y el socio número 50.
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Jeeves (y otros) de P.G. Wodehouse


-Caramba, Jeeves, es un compromiso eso de describir uno de los libros que escribió el tal Wodehouse sobre usted.
-Lo lamento mucho señor, ese hecho es algo que excede mis competencias.
-No es como si tuviera que vender sus excelencias para colocarle en casa de algún otro caballero, se supone que he de describir sus méritos y su comportamiento, y aunque lleva usted varios años a mi servicio, y reconozco que ha conseguido evitarme algunos daños memorables; como cuando quise casarme con aquella Gladys que coleccionaba mastines, o cuando me empeñé en llevar un chaleco verde con cuadros morados a las carreras de Ascot, no todo serí­a poner guirnaldas a su paso, Jeeves.
-Sirvo al señor lo mejor que sé, señor.
-Ciertamente un valet de chambre como usted es el contrapunto ideal para un joven licencioso y dado a la molicie como yo en estos tiempos victorianos que corren y en este imperio británico. Ya ve, un socio del «Club de los Zánganos», tan selectivo, ha de mantener una cierta imagen de disipación y vacuidad. No quiero que me confundan con uno de esos petimetres de la city. Hay que vivir la vida, Jeeves, es un consejo que le doy. ¿Tiene ya ese té y esos sandwiches de pepino, Jeeves?
-Sí­ señor, me he permitido añadir un trozo de tarta de la cocina de mistress Travers.
-Ah, excelente idea, Jeeves. ¿Está usted en buenos términos con el cocinero francés de mi tí­a Dahlia, o más bien le atrae a su cocina cierta criadita de la casa?
-Ciertamente una visita a Brinkley Court en mi tarde libre no carece de atractivo, señor, monsieur Anatole es un generoso anfitrión en el ala del servicio, y la presencia de la doncella a que se refiere el señor contribuye a estimularme a frecuentar aquella mansión.
-Sé a lo que se refiere, Jeeves, yo mismo me he visto en algún momento de mi vida interesado por una cara bonita. Vaya con cuidado, Jeeves, suelen ocultar pérfidamente los más ingeniosos mecanismos a fin de acabar con la vida bohemia, feliz y despreocupada de los más cándidos solteros. Desdichado el que sucumbe bajo sus garras enguantadas en fina seda.
-Agradezco mucho su advertencia, señor.
-¿Ve, Jeeves? No siempre va a ser usted quien me saque de los más endiablados enredos con su portentoso ingenio
-El señor me honra con sus comentarios.
-Jeeves, esa mención al cocinero de mi tí­a me ha hecho recapacitar. Desearí­a volver a probar esa deliciosa críªme boullabaise, y el gigot d’agneau au vin, ah, y su glorioso canard í  l’orange. ¿Usted cree que la vieja bruja habrá olvidado ya que teñí­ a su perrito faldero de azul?
-Lo considero muy probable, señor, ha llegado a mis oí­dos que la prima del señor, la señorita Travers fue sorprendida carteándose con un caballero yanqui, lo que ocasionó no poco revuelo entre sus mayores, por lo que aquel pequeño descuido habrá cedido su lugar en la memoria de su tí­a a preocupaciones más inminentes y perentorias.
-Ah, mi dulce primita siempre tan dí­scola. No se hable más, Jeeves, meta el cepillo de dientes en una bolsa y partamos en busca de tan sabrosas viandas. ¡Todo sea por la familia, Jeeves!
-Sí­, señor

¡Fotosó fotosó!


El fotosó no sólo abre un mundo de humor y de ironí­a, de burla propia y diversión, también te hace a veces ponerte serio y especular. ¿Cómo serí­as si no fueras como eres? ¿Cómo te gustarí­a ser? Curiosamente, cuando sugiero a mis ví­ctimas que elijan el tipo de montaje que quieren, suelo decirles: gracioso, infantil, sexi, descarado… Siempre eligen algo muy descarado. Aunque luego no se atreven a exhibirse así­. Estos son algunos montajes de los más decentitos.
Avatares