Gorditas


Nunca he atinado a comprender las veleidades de la moda, y, si acaso, puedo contemplar con una cierta displicencia las que atañen al aspecto exterior, vestido, calzado, peinado, pero se me hace muy cuesta arriba entender el por qué en un momento determinado de la historia vemos con ojos más complacientes un tipo de figura corporal que otro. En la antigüedad, y no hace falta irse muchos años atrás, primaba el gusto por la mollita, no se entendí­a como bella a la mujer que enseñase las costillas bajo la piel (o que se le supusiera tal desdoro, ya que ver, ver… no se veí­a nada). Después vino, quizá por contraste y rebelión contra el gusto establecido, el auge de la delgadez extrema, que me produjo incluso repulsión, y veí­amos como paradigma de lo hermosamente femenino a unas apenas muchachas de las que, con dos, podrí­amos haber hecho una que fuera bonita. Ahora ni lo uno ni lo otro, no nos vamos a las alfeñiques, pero tampoco a las rellenitas, que algo es algo, pero ahora se pide a la mujer que esté cachas. Que marque musculito, que el otrora redondo vientre se convierta en marcado musculamen con sus cuadritos como tableta de chocolate. Quizá esta sea la moda de la salud a ultranza, pero, o cambiamos el concepto de femenino por uno nuevo y que comprenda únicamente la psique, o, directamente, entendemos que el bí­ceps y el glúteo marmóreos son tan femeninos como el blando y maleable.
Mas hete aquí­ que, como era de suponer, la mayor parte de la población femenina no entra dentro del estándar de la belleza femenina actual, esa mujer purasangre, y en vez de ocultarse como antaño, o de darse al disimulo vistiendo ropajes que disfracen sus deméritos, se expone claramente y reivindica su derecho a decir que son bellas a su manera. Las gorditas, las dulces gorditas, las tí­midas gorditas, las amorosas rellenitas, las jamonas de toda la vida, las pizpiretas gordezuelas, las salerosas, ellas, hoy salen a la calle, muestran sin pudor sus lorzas, y nos dicen que la mollita es sexi. Ellas derraman sus generosos pechos ante nuestra vista en las playas para que les dé el sol, y hacen de sus ebúrneas carnes un reclamo de sensualidad a nuestra vista. Y uno, esteta por razón de nacimiento, no puede sino dar la razón a quienes así­ actúan. ¿No es, acaso, lí­cito que uno guste de la visión de la mujer entradita en carnes? ¿Ha de tomarse este gusto como una aberración sólo por ir contracorriente? ¿Ha de parecernos morboso apetecer de estas mórbidas carnes?
Pero la pregunta final es la de si ha de ser la ciencia la que determine qué ha de parecernos hermoso. La ciencia nos dice el peso que ha de tener la persona de una determinada talla, pero ¿es requisito sine qua non para poder empezar a considerar la belleza o fealdad de la misma?

Ver también «Gorditas II»
Ver también «Gorditas III»

Yo soy malo… id tomando nota.


Yo soy un malvado potencial, o lo que puede ser parecido aunque no idéntico: malo de vocación. No un malvado Carabel, que veí­a en la maldad ajena la rzaón del triunfo social, no, no persigo con mi maldad encumbrarme ni ascender los escalones que conducen a la posesión de riqueza y poder desmedidos. Yo soy malo porque es más divertido que ser bueno. Así­ de simple. La vocación se me reveló en el colegio, cuando el padre Pí­o, un gordo asqueroso que sobaba a los empollones, respondió a una pregunta acerca de qué era el cielo. Y dijo que el cielo, el premio para los que mueren en gracia de dios (bueno, él lo dijo con mayúsculas), era precisamente eso: la contemplación del señor durante toda la eternidad. Y yo, así­ al pronto, me dije: «Pues vaya aburrimiento» Una eternidad mirando al de la barba pues como que no me convencí­a. La verdad es que una eternidad es mucho rato para cualquier cosa. Así­ que desde entonces me dediqué, primero a informarme, y luego a cultivarme, sobre los beneficiosos efectos que podrí­a reportarme el ejercicio de la maldad. Son más de los que podrí­a parecer a primera vista. No tardé mucho en poder comprobarlo. De la noche a la mañana me convertí­ en un alumno aplicado; mis notas comenzaron a mejorar ostensiblemente. Me metí­ a monaguillo y tuve acceso al aula de profesores, y a la mí­a propia fuera de horas de clase. Es fácil distraer un par de llaves y hacerles copia. A mí­ me llevó el tiempo de un recreo. Desde entonces el libro solucionario y las preguntas de los exámenes no guardaron secretos para mí­. Viví­a muy bien, no daba golpe y me trataban a cuerpo de rey. Era un niño ejemplar. Decidí­ que eso me convení­a, que era una buena manera de pasar la inevitable y aburrida etapa escolar. Por lo que no estaba dispuesto a pasar era por el tratamiento especial del padre Pí­o. Ser malo no se reducí­a a información privilegiada de tareas y exámenes, era necesario dar el siguiente paso. El gran paso. En realidad el primero en una vida que anhelaba llena de maldad. Debí­a probarme. Fue muy sencillo. Si me animó tanto a proseguir por la alternativa senda del crimen fue por la facilidad con la que cometí­ este primero. El padre Pí­o era gordo, tremenda y babosamente gordo, con una papada que le llegaba a ocultar casi por completo el cordón del crucifijo. Parecí­a tener la cruz colgándole del papo. Bajando las escaleras, en el tramo más largo, con todos los alumnos del aula, y de otras, rodeándonos, le hice la zancadilla y le empujé. Cayó cuatro escalones más abajo, de tripa, y se dio con el canto de un escalón en la frente. Aunque no fue eso lo que le matón, sino su propio peso. Al caer se rompió casi todas las costillas, aplastándose los pulmones. Murió asfixiado, como las ballenas que quedan varadas en la playa, ví­ctima de su tonelaje. No se dio cuenta ni dios (definitivamente con minúscula). Continuar leyendo «Yo soy malo… id tomando nota.»

Yo he bebido por dos

Yo he bebido por dos, fumar… por cuatro
y follar… he follado por cuarenta.
Fui al infierno como otros al teatro.
Tengo acciones del parnaso en venta,
amigos en la cárcel, y una cuenta
de carajillos de aúpa en la cantina;
a quien tocar el culo en una lenta,
y alguien con quien hablar en cada esquina.
Porque hay que hacer rutina del derroche,
fichar como juerguista y calavera,
hacer el loco un martes por la noche
y que te mojen los de la regadera,
Saber la idiosincrasia del taxista,
que te conozcan los de la cruz roja,
que te seduzca alguna feminista,
que los munipas te la traigan floja.
Hay que vivir, caray, vivir de veras,
no como los yupis que parecen nuevos.
Ser cid campeador de las aceras,
hacer lo que te salga de los huevos.
Hay que dejarse caer por los barrancos
del canalillo de todas las dragcuins.
Fumar lo que no venden los estancos,
beber chupitos de hielo con orí­n.
Vivir sí­, pero sin despertadores.
A horas fijas despiertan las gallinas,
los condenados, sus ejecutores,
los pobladores de las oficinas.
El hombre grapa unido al formulario.
Mujer de beige, niño de uniforme.
Funcionario de gris, tonto estepario,
¿Pero hay cosa más gris que un funcionario?
Y tú eres especial y de otro mundo.
Tú no te vistes en el corte inglés.
Tú eres un filósofo vagabundo.
Tú miras el rebaño y no te ves.
La claridad te atiza de repente,
un crochet de verdad a los cuarenta.
Cabeza en uvecé caes en la cuenta
de que has perdido el tiempo estérilmente.
No has hecho, dicho, ni plantado nada,
Tu vida es un borrón que no recuerdas.
Y tu sospecha ha sido confirmada:
que tus amigos son todos unos mierdas.
Pasó tu gamberrez, como los granos.
Resulta que el amor se te ha olvidado.
Que tus huesos ansí­an los veranos.
Resulta que te quitan lo bailado.
Me queda una úlcera de tanto churro,
una pensión del inss para ir tirando,
una peli en el plus cuando me aburro
y este reúma que me está matando.
Tomás Galindo ©

Domador


He de contar a todos, porque ya me pesa en el ánimo y de he sacármelo de dentro, que en realidad soy un fracasado, ya que la ilusión de mi vida era ser domador de fieras. Porque yo fui domador de fieras y lo tuve que dejar, y desde entonces llevo esa espina clavada en el corazón. Ser domador de fieras no es tarea sencilla, y yo era un buen domador, tení­a un dominio natural sobre mis animales, mis seis leones y tres tigres de bengala. Yo era un domador valeroso, un mago del látigo, un artista del valor. Pero, ay… en el mundo de la doma de fieras no todo son oros y lentejuelas, no todo son leones rampantes y restallidos de la fusta, no. Yo tuve que dejar el circo, no por miedo, no porque hubiera sufrido el ataque de los felinos, no. Yo tuve que dejar la vocación de mi vida por el polvo. ¡Y es que yo soy alérgico al polvo! Y claro, si os fijáis bien, seis leones y tres tigres, no dejan de ser, amén de unas fieras emblemáticas y hermosí­simas, nueve alfombras con una capacidad tremenda de captación de polvo, y más en el ámbito circense, donde todo es tierra, arenilla… polvo en fin. Continuar leyendo «Domador»

Guí­a del lector


Lo primero que se necesita para hacerse lector es tener un libro. Yo tengo uno, pero tú quizá no tengas, en ese caso lo que te recomiendo es que pidas uno prestado. La gente que compra libros no suele ser muy lista, así­ que seguro que encuentras algún pardillo que te preste, jajaja, uno. Hay quien se ha hecho bibliotecas muy respetables (y variopintas) con este método. También los hay que van a la librerí­a del corti con un libro gordo gordo y muy sobado, pero que por dentro está vací­o, y meten dentro los libros que van pillando, pero este método es más propio de escritores que de lectores. Aquéllos siempre han tenido menos escrúpulos. Pí­delo de risa, de polis, o de alguien que hable mal de alguien. Esos son los que se leen con mayor facilidad, y vienen bien para empezar. Entre los útiles más …eso, para la lectura se encuentra el punto o guardahojas, que es una tarjetita que te regala alguien muy cursi, con versos y florecillas, y que sirve para saber que vas por ahí­ cuando te quedas sopa leyendo (tomad nota de esto también como regalo socorrido, fino y barato). El cojí­n también es muy recomendable y de múltiples usos, ora para asiento de cabeza, o de lo otro, o para recostarse y apoyar el libro. Los libros gordos se llaman mamotretos, de estos no leáis, que pesan mucho y sólo dicen cosas antiguas. Continuar leyendo «Guí­a del lector»