El jardinero furioso

(o Cuando el mundo era pequeño)

Cuando el mundo era pequeño
antes de que creciera y llenara todas las cosas,
cuando el hombre no conocía la línea recta
porque todo eran valles con su río en medio
y los árboles entraban en todos los caminos,
el tiempo era de otra manera,
había mucho, mucho tiempo por delante.
La gente tenía vidas largas, mucho más que ahora,
tanto que los viejos empezaban antes a ser viejos y sabios
irguiéndose orgullosos sobre sus arrugas.
Las niñas explotaban de pronto y de repente
les salían los pechos y eran sabias y tenaces,
fabricaban hombres recios y tendían ropas blancas al viento.
Jugaban con caballos de palo los muchachos y al momento
cabalgaban caballos refulgentes, olorosos a vida y sus abonos
y surcaban las tierras y les daban de comer
estrellas de grano que subían, subían hasta la cintura.
Cuando el mundo era pequeño era fácil hablar de puerta en puerta,
ellas solas se abrían a tu paso y te invitaban,
entra, decían, entra que está fresco el vino,
el pan caliente, y la conversación acogedora,
entra y avecínate ante el fuego, trae tu canción
y escuchémonos a medias.
Inventar la familia fue tan fácil
como dormir la siesta y enredarse.
Los cabellos se enredan, y los dedos y no sólo,
se comparte el calor y sabe bueno.
Esa cara yo ya la conocía, te dices y se dice y se decían,
así descubres que al final de tu mano hay otra mano,
que tu cuerpo se acaba en otro cuerpo…
pero no, no acaba, te das cuenta
de que descubres lo que habías descubierto
porque otro día, otra hora, otra mirada
es otro empezar y no se acaba y quieres tanto
que no se acabe y estar juntos,
que no tienes más remedio que inventar hijos como excusa
para seguir siguiendo cuando ya no seas.
A esto le pones nombre, familia, amor, pueblo,
que significa nosotros mañana y luego duermes
ya con un sueño tranquilo y placentero.
Tan pequeño era el mundo que en un paso
te saltaba un lagarto, tres hormigas, la chicharra,
una araña te ponía calcetines
(varias pulgas se quedaban allí a vivir)
te llenabas de semillas los zapatos
y tenías que quitártelos y sembrarlas a cada paso,
así estaban las praderas que no se sabía qué eran
de tan distintas e impredecibles,
aquí un trigo, allá un cardo y una avena
y esa ramita frágil, delicada, era un roble
(pero aún no lo sabíamos)
sorbiendo el biberón de los rocíos.
Había que pensar mucho los pasos,
nunca sabías qué podía salir de tu paseo,
un día descubrías otro mundo, había gente
a la que no entendías con la lengua por mucho que los lamieras
y tenías que hablar con la mirada,
el dedo señalando las cosas: nube, casa, cubo;
el dedo señalando: tú, yo, de allí, hacia allá, lejos.
Todo en el mundo era descubrimiento
y el no entender lo que te rodeaba era deliciosamente fresco,
se te abrían los ojos y los poros, el aire olía
a lo desconocido y era grato. Un día el mar.
El mar no sé decirlo. Quién lo sabe.
Te pones en su orilla y las palabras
se quedan en lo hondo y nunca salen,
uno mira y te mece hasta que duermes. Cuando despiertas
y ves que sus orillas no se acaban, que es eterno,
solo puedes mirarlo y despedirte
con el mismo dolor que sentirías
dejando a una mujer sola en el lecho que no quiere ser tuya
ni de nadie, a quien deseas como no querrías querer,
agriamente y con rabia.
Porque el mundo era nuevo pero el mar ya era antes,
antes del mundo fue el agua, la sal y las tormentas,
la tierra fue naciendo poquito a poco de la espuma,
aprendiendo en las olas a ser monte.
El mar le dejó sitio para tener alguien con quien jugar.
El mundo era tan nuevo que aún tenía sitios sin desenvolver,
al abrirlos salían simas y desiertos,
bosques y pantanos. Las cintas de regalo eran los ríos
verdes con lazos, con meandros, con cascadas
con los bordes blancos. La gente andaba y destapaba
sorprendida los nuevos secretos que se desvelaban.
El mundo era tan nuevo que chillaba como cruje la casa que se asienta.
El mundo se desperezaba, abría los ojos y miraba.
Qué diferente fue vivir entonces, ni siquiera
sabíamos que éramos de distintos colores,
no distinguíamos entre perros y gatos
porque no sabíamos aún contar hasta cuatro.
El mundo nos daba sus espigas y los vasos
eran las bocas que se abrían en la fuente,
la carne se moría en nuestras manos como una ofrenda
y así era aceptado, como coger el fruto
u ordeñar la miel en las colmenas.
Todo cambió cuando cambiamos y nos supimos
breves, minutos en la piedra, onda en estanque,
mariposa de un día, que se sabe de un día
y se pregunta por qué la flor es flor en cada primavera,
en cada primavera sale y se ríe y es por eso
que tiene los colores más alegres, mientras tanto
el hombre es pardo y en la tierra
carroña y no levanta de nuevo ni le salen
más que gusanos por la calavera.
Y quiso cambiarlo.
El mundo era pequeño y fue creciendo, le crecieron
a cucharadas, con mimos pocos y con golpes muchos,
con lecciones y gritos fue creciendo.
Le pusieron relojes y lo hincharon, lo hincharon
hasta hacerlo deforme, agrietado, tenso.
Obra de hombre fue todo, jardinero furioso.
Echaba ramas altas y las bajas
se iban desprendiendo, caían, pudríanse en el suelo.
Le salieron caminos, le peinaron los valles
hasta hacerlos rectos y cuadrados,
pavorosamente cuadrados, con pinchudas esquinas
en vez de curvas blandas, naturales como joroba de dromedario
o lomo de escarabajo. A fuerza de arañarle canales
y de ponerle pirámides y escaleras
le salieron ciudades, chimeneas, granos de pus,
contrajo la enfermedad de la línea recta, le dolían
los lagos y las cordilleras, le sangraban las selvas,
y se fue haciendo viejo, le pesaban las nubes,
no podía atarse los ríos ni cambiarse el invierno.
Los médicos le dieron un jarabe y le dijeron no es nada,
un poco de cansancio, no se ponga en corrientes, coma menos
y beba mucha agua. Pero él sabe, pues ya es viejo,
que es lo que se dice al desahuciado y hoy, tendido,
sobre una cama estrecha y dura mira al techo,
llama a sus herederos, que no vienen,
para decirles en qué se ha equivocado,
pero en vano.

Tomás Galindo ©

Impedimenta

Los poetas nunca son un ejército,
pueden ser una banda de tambores,
un orfeón tampoco, no conjuntan
sus voces para tanto, un coro
de taberna quizás, o como mucho
borrachitos silbando en madrugada,
borrachitos que no encuentran su casa
van a oscuras, a tientas, tropezando,
nada remotamente parecido
a una milicia que dispare letras,
a defensa o baluarte, ni siquiera
espantapájaros del campo de la idea
ya no asustan a cuervos ni gorriones,
les comen el grano y guardan la paja.
Con pompas de jabón se ataca poco,
con aire y con colores no se gana
ni una riña de perros, ni a una mantis.
Los poetas están amontonando
unos sacos terreros de palabras
con los que piensan detener las hordas,
con proclamas.
¿Qué hacemos con ellos, estos tontos,
estos tontos de baba de poetas?
Estos tontos dan pena y alipori,
estos tontos están por las esquinas,
de pie sobre banquetas en tabernas,
pintando frases tontas en paredes,
cantando tonterías en el metro,
llevando tonterías en pancartas.
¿Qué podemos hacer con estos tontos
molestos como moscas cojoneras,
ruidosos como niños en recreo,
inútiles como ronzal de gato?
Ensucian el paisaje los poetas
pintando margaritas en las grúas,
ojos en las paredes de ladrillo,
árboles en las chimeneas;
qué podemos hacer con estas rémoras
que pesan?
Van dejando al pasar su cagarruta
sin detenerse, igual que las ovejas,
emponzoñan las aguas de los ríos
restregando desnudos sus vergüenzas
hasta delante de nuestras mujeres,
pues no tienen pudor, como las bestias.
Qué quieren, qué pretenden de nosotros
si acaso pueden tener alguna meta,
elaborar un plan conjuntamente
un batallón de pulgas que no sea
dañar a quien, de al cabo se alimentan.
Habría que cogerlos uno a uno,
son chuchos sin collar que callejean,
meterlos en un saco y ahogarlos
sin miramientos, compasión ni pena,
como medida higiénica a los poetas.
No son ejército, peor aún:
impedimenta.

T. Galindo ©

La 9

La mujer número uno
fue en el momento oportuno.
Juventud, cretino tesoro,
cuando el niño se hace un toro
y la niña le torea,
le maneja, le marea,
pero al final es tan blanda
que cede ante la demanda
y le da lo que desea.
La mujer número uno
me sirvió de desayuno.
La mujer número dos
me hizo sentir como un dios.
Yo era Júpiter tonante
y ella dócil, mendicante,
era dulce como miel,
era una perrita fiel,
decía a todo que sí,
no se alejaba de mí.
Me fui a otra parte del mapa
por desprenderme esa lapa.
La mujer número tres
tan solo me duró un mes.
Era turista, eso creo,
y yo fui su veraneo,
de España vio casi nada
aparte de mi almohada.
¡Siempre estábamos de broma,
no hablamos el mismo idioma!
La mujer número cuatro
era una actriz de teatro.
¡Su vida era una comedia…
cuando no era una tragedia!
¡Qué dramas por cualquier cosa,
era una mujer celosa!
Y cada día un papel,
hoy dulce como un pastel
y al otro como una arpía
por cualquier cosa mordía,
al fin lo más indoloro
fue hacer mutis por el foro.
La mujer número cinco
me tomó con gran ahínco.
Que su vida fue un infierno
hasta que me conoció
y que yo sería, yo,
dueño de su amor eterno,
que solo quería amarme
de una manera demente,
(por eso inmediatamente
quiso empezar a cambiarme)
hasta habló de matrimonio,
lo que es nombrar al demonio
y yo de eso me defiendo
echando a salir corriendo
La mujer número seis,
no sé cómo lo veréis,
es un caso de sainete
la alternaba con la siete.
Dos azafatas de Iberia,
la cosa se puso seria,
una entraba, otra salía,
yo no sé cómo podía,
Mientras una estaba aquí
la otra andaba por Tahití,
Tuve la idea fatal
de regalarles un chal,
y se vieron en Barajas…
y a poco me hacen rodajas.
La mujer número ocho
mentía más que Pinocho,
si tengo que ser sincero
no sé ni si era mujer,
tan solo… pudiera ser,
porque era muy placentero.
Se fue a la calle a correr
y no la volví a ver.
Pero luego la novena
me llenó el alma de pena.
La única a la que amé.
Luego vendría la diez,
once, doce, veinte, treinta…
dejé de llevar la cuenta,
Si no la vuelvo a encontrar
ya no hay nada que contar.

T. Galindo

Letanía del optimista

Tengo una espina en la boca
cada vez que te recuerdo.
Dice el reloj de pared
las tres en punto y sereno.
En los árboles del parque
hay uno que no está lleno
de estorninos, como todos,
está lleno de misterio.
Yo no me siento en un banco donde haya sombra de piedra,
solo bajo sombra de árbol para que el viento la mueva
y es que me consuela tanto verla bailar en las letras
que los libros en mis manos con la verdad se pasean.
Vuelve, que no te has dejado
olvidado ni un pañuelo.
Vete, que he visto en mi cama
que no dejabas ni el hueco.
Yo desayuno tostadas
café con leche y silencio,
en la radio dicen cosas,
por ninguna me intereso,
me suelen interesar
lo que silban los jilgueros.
Los colorines que anidan
enfrente en un platanero
me han dicho que andabas sola
en medio del aguacero
y como un terrón de azúcar
te diluiste en el suelo.
Esta noche gran velada, yo bailando por la acera,
agarrado a las farolas como en una borrachera,
lanzando al alto el paraguas y mirando cómo vuela,
yo he fabricado el murciélago que no caza ni una estrella.
Mi madre viene a arroparme
y se le cae el pañuelo.
Cuando yo arropo a mi hija
se me cae el libro al suelo.
En esta familia nunca
llegamos solos al sueño.
Una arañita que vive
en una esquina del techo
me está tomando medidas
para tejerme un chaleco.
¡Vivan las madres que arropan,
los padres que leen cuentos,
que prefieren telarañas
a los rincones desiertos
y un gato que tira un plato
mucho mejor que un silencio!
¿Adónde irán las pizarras que no viven en la escuela?
A casa del coronel a servirle de conciencia,
al mostrador de los bancos, a la tinta de la esquela
donde se anuncia que ha muerto, descanse en paz, la inocencia.
Yo no sé lo que me pasa
que cada vez que te veo
se me mete por los ojos
algo que llevaba el viento,
se me mete una pestaña,
una mota, un pensamiento.
Luego tengo que lavarme
en la fuente del paseo.
Para cuando vuelvo a ver
tú ya me llevas cien metros,
veinte años, dos mil arrugas,
y cuatro mil desconsuelos.
Porque me haga compañía
me voy a comprar un perro,
¿Quiere usted que se lo envuelva
o se lo va a llevar puesto?
Cuando tú me dices algo siempre tengo la certeza
de que piensan los relojes lo mismo que en tu cabeza,
dices tictac y tictac, y subes y bajas pesas
y que te sacas del bolso un péndulo y me golpeas.
Tengo un sombrero de paja
tengo un sombrero de fieltro,
cuando hace sol no me mojo,
cuando hace frío voy fresco.
El ciprés tiene la sombra
igual que un carabinero,
tan alargada y funesta
que se diría de féretro,
yo la esquivo al caminar
no se me encanezca el pelo.
Me dará la castañera
confesión a cielo abierto.
Confieso que he sido impío,
que sigo triste y risueño,
que santifico los martes,
que si ayuno no es de sexo,
que era más bueno mi padre
que el que cuenta el padrenuestro.
Qué felices los pinzones
en las mañanas de enero,
el chorrito de la fuente
un bastón de caramelo
y el aliento de los novios
dibuja en el aire besos.
Ay que la niña viene por la vereda
con la falda de flores de primavera,
lleva la flor más linda entre las piernas,
de allí qué miel tan dulce libó una abeja.
Me voy a comprar el pan
pero me dejo el dinero,
el panadero me fía,
qué listo es el panadero.
La pescatera también
me da un pez y se lo debo,
y no me enseña a pescar
que habría sido más lento.
Al día siguiente voy
y les pago lo que adeudo.
Salgo en los telediarios
y me ponen como ejemplo.
Pongan puertas en el campo
y en las paredes letreros
«El cielo está de ocho a dos
y de cuatro a seis abierto.
Reserve aquí su parcela,
ahora le hacemos descuento.
Gran liquidación de ángeles
de la guarda: como nuevos».
En las cárceles hay tantos miles de rejas
que pondríamos un barrote alrededor de la tierra
y con las anillas de todas las cadenas
podríamos colgarle cortinas al planeta.
Y aunque me ves que me ves
que me ves que me exalto,
es una gota de calma
que rebosa el vaso.
Y aunque me ves que me ves
que me vengo exaltando,
solo es que junto emociones
para guardar en un tarro.
Están las golondrinas
siempre jugando
y el ala a tus cristales
siempre llamando,
y aunque tú no les abras
nos van dejando
todas las primaveras
revoloteando.
¿Dónde irá de madrugada una muchacha tan bella,
con los ojos tan abiertos, con la cara tan despierta,
oliendo a agua y jabón, café con leche y galletas,
irá a tirar de las barbas al sol para que amanezca?
Yo quiero ser tan claro
como el lucero.
Yo quiero ser tan limpio
como un nevero
y vivir en lo alto
y fundirme en la tierra
por los barrancos.
Que llegue abril,
que llegue mayo,
y derretirme
con el solano,
en una nube
volar dejando
todas las cosas
muy muy abajo.

Tomás Galindo ©

Contracorriente

Siempre camino contra la corriente,
siempre por la acera inversa, no soporto
andar mirando siempre la misma gabardina
delante de mis ojos, el mismo balanceo
del mismo paraguas. Prefiero las caras,
me gusta encontrarme a la gente de frente,
cambiante, rápida, distinta.
Las caras siempre me parecieron el mejor paisaje.
Pasaría horas viendo a la gente lenta, apresurada,
deambulando tranquila, ante mis ojos
quizá en un banco, apoyado en árboles y barandas.
Entonces no los miro como caras sino como historias,
cada uno pasa con su historia, su camisa, sus zapatos.
La historia no la vemos, pero está ahí,
lo más intrascendente va por fuera, los colores
de un pañuelo, un pantalón remendado,
la camiseta con mensaje social,
visten el sufrimiento, la alegría, los amores.
Yo juego a ver en los detalles los amores.
Las siete esclavas de oro tintineantes
de la amante entregada; las gafas de sol
para ocultar ojeras; el jersey tejido a mano
que uno no compraría en una tienda;
las medias con costura; y el llavero
con iniciales de plata; todo dice,
todo se lleva encima y va diciendo amor,
desidia, olvido, prisa, esperanza.
Voy fabulando en las miradas, como otros
lo harían mirando las montañas, mirando amaneceres
y escuchando sonido de campanas. Yo tacones
poniendo telegramas en la acera; labios
despintados por los besos dados, me figuro;
palabras de metal junto al oído oídas
con dolor y con frenazos, con cláxones y rabia.
Alguien tropieza y veo en esos ojos
casi lágrimas, por casi nada. Pienso que traía
el tropiezo en el bolsillo ya de casa, como otros
salen a la calle con el sueño puesto, con las ganas
de comerse el mundo o vomitarlo, con hambre,
con liberación, con miedo a rebosar en la mochila,
con bragas de repuesto, con navaja.
Y yo allí quieto y es el mundo el que pasa.
Con sus perros sujetos con correa, con patines,
botando una pelota, de a uno, en pareja o en manada.
Aún hay niños que corren y niñas que saltan
a la comba igual que sus abuelas, y hay ancianos
de pañuelo en bolsillo de pecho, con elegancia.
Y parejas de viejos muy viejos que van de la mano
y les va la vida en ello y caminan despacito,
despacito y en silencio en medio de la riada
que sale a chorro del metro. Y que casi se me lleva
a mí, que estoy en las nubes y eso que miraba al suelo,
y me tropieza una joven que huele a limpio y a nuevo,
que tiene los ojos dulces y un caballito en el pelo
y en su camiseta pone «Ojo conmigo que muerdo».
Y por estas y otras cosas voy siempre en sentido inverso.

Tomás Galindo ©