¡Ya estamos aquí! O sea: en las Asturias. Qué bonito, qué lindo, qué vista desde la ventana del «Paraje del Asturcón», que es el hotelito donde nos hospedamos, justito encima de Ribadesella, que es eso que se ve al fondo con casitas y un cacho río. Oh, ah, qué pradito donde triscar y corretear.
A las primeras de cambio nos vamos a visitar unos acantilados tremendos, cortantes, ventosos, qué miedo que pasamos, sobre todo la chucha. Y yo en plan explorador, posando para la inmortalidad.
Los muertos de este cementerio deben estar muy entretenidos, con tanta visita como tienen, y es que el paisaje de la ría con la marea baja, las gaviotas, la iglesia blanquita en medio de tanto verde y tanta arena, atraen. Un poco más allá una playa increible. En medio de un prado, y a trescientos metros del mar, una imagen inesperada, por una gruta rocosa emerge el mar, un pedacito de mar en medio del prado, con sus pequeñas olas y su marea. Una cala rodeada enteramente de vegetación, por los cuatro lados. Y el mar allá lejos. ¡Dónde se ha visto, un mar de bolsillo!
Otro día, otra playa, esta grande grande, con una marea que la hace extensísima. Ojo, hay peligro y ponen la bandera amarilla, la playa tienen muchos agujeros, pero unas olas ideales para los muchos practicantes de surf que pululan por ahí. Y después nos vamos a un pueblecito colgado de un risco, para ver desde arriba los barcos en el puerto, en la bahía, a vista de gaviota. A la vuelta al hotel una nueva vista de Ribadesella tras una rica cena.
Tras tanto mar apetece algo de monte, aquí de eso hay mucho, afortunadamente. Si miras a un lado, mar; si miras a otro, los Picos de Europa. Visita obligada al rocón de la virgen, panorámica del Naranjo (el piedro de enmedio), y luego fuimos hasta por ahí por donde acaba la carretera, y nos encontramos este lindo puente allí donde se corta el paisaje en dirección sur.
Más playas, una playa bellísima que con la marea alta se convierte en dos. Hicimos el primo y anduvimos media hora trepando por riscos y matojos para ir a la pequeña y encantadora playa de enfrente. Luego bajó la marea y las dos se conectaron y podías pasar de una a otra a pie enjuto (enjuto, sí, yo es que soy muy leído). Entre montes, entre formaciones rocosas tremendas, pasamos un día muy rico. Qué bonita era, caray. El cabezorro ese que asoma entre las aguas bajo el arco es un servidor de usté. Por allí me pareció ver a Su, pero no debía ser ella porque iba bien peinada.
Ribadesella, propiamente dicha, tiene una luz increible al atardecer. Al amanecer no sé, ni pienso, oiga.
De esta playa ignota, perdida, a la que apenas puede llegarse, no enseño las fotos más jugosas porque no estamos presentables: aprovechando la ausencia de bañistas nos emporretamos y tomamos el sol y nos bañamos sin gastar meyba. Qué gustito andar con el pinganillo al aire. Después una visita a un monte desde el que se admiraba un paisaje hermosísimo a los cuatro vientos, caballitos incluidos (relinchaba como llamando a su mamá, tiernamente). Y una porción de bosque sumido en la niebla que se nos echó encima.
Pero lo mejor, lo mejor, son esos prados que hacen que veas un cuadro cada vez que mires a cualquier parte. Nos encantó Asturias. Claro que volveremos, faltaría más, aunque sólo vea por ver a las yeguas amamantando a sus potrillos amorosamente. ¡Cómo no va a volver uno a un país donde uno se hace su propio buzón, y el panadero pasa por ahí y te deja el pan tierno! Eso dice mucho y bueno de los indígenas.