El concepto de decencia.


Ando dándole vueltas a una curiosa idea que me contó un amigo, oí­da en la radio. Vení­a a cuento del por qué los curas siempre han sido tan refractarios a las cuestiones sexuales, y esta civilización occidental nuestra se ha desarrollado pacata y puritana, pese a que a escondidas haya habido de todo. Otras religiones no sólo no han estigmatizado lo relativo al sexo, sino que, sabiamente, se han servido de él, de ello, de algo tan gustosito (qué bien) como parte integrante, e incluso esencial. Mientras aquí­, o en los paí­ses árabes, se persigue el adulterio y el despendole, en la cultura oriental reparten el Kama-Sutra como los evangelios. Donde unos esculpen gárgolas, otros parejitas haciendo el sesenta y nueve. El concepto de decencia es pues, algo cogido con pinzas, que varí­a de una civilización a otra. En otras civilizaciones los ricos ocultan su riqueza para que los dioses no les castiguen, y para no suscitar el encono de los pobres. Aquí­ mientras se hace ostentación del lujo y se contrasta con la miseria que lo rodea. Los japoneses se bañan todos juntitos en familia. Los esquimales, dicen, prestan su mujer al huésped. Los moros se creen con derecho a tocar el culo a las mujeres vestidas a la occidental. En medio mundo las mujeres llevan las tetas al aire, y en el otro medio les pueden multar por ello. A nosotros nos ha tocado un concepto de decencia muy aburrido.
Digo yo que la culpa es del traductor de dios, que cuando le dio las tablas a Moisés no se enteró, y tradujo mal el sexto mandamiento, que dice «No comerás actos impuros» y él, tontamente, puso «No cometerás…» Pero claro, entonces ¿a qué actos impuros se refiere? ¿Qué es un acto impuro? «Co-meter» será como meter a medias, o sea: follar. Se ve que Moisés era un poquito raro y dijo: ¡El sexo! Y zas, nos jodió.
En realidad dios querí­a regular el acto de comer y no el sexual. ¿Cómo serí­a ahora esta sociedad si lo feo, lo pecaminoso, fuera el comer y no el sexo? Si el sexo fuera lo que es para nosotros la cocina, y viceversa. Hagamos alguna suposición:
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te arroja la marea del amor


te arroja la marea del amor
desnuda y descubierta del embozo
a la dormida playa de tu gozo
el sexo convertido en una flor
qué desmayo gentil qué flor tan sola
que me convoca a ti tal rosa herida
a besarte y besarte sin medida
esa bahí­a donde yo soy ola
que soy el transeunte de tu pecho
quien te adora te mima te arremete
quien se somete a ti quien te somete
quien ronda de tu pubis al acecho
y quien te deja amor como un juguete
descoyuntada y rota sobre el lecho
Tomás Galindo ®

De la vida, la independencia y los canastos.

Cesta de pan.   Dalí­ 1945

Cuando nacemos (voy a hacer una linda imagen) todos tenemos una vida por delante: los mimbres con los que hacer un cesto. Unos nacen de pie, en buenas familias, con salud, con dinero; otros no, o no tanto; no tienen posibles, no están bien de salud. Unos tienen un buen hato de mimbres con los que hacer su cesto, y los otros, tienen cuatro mimbres cortos y quebradizos. Pero todos tenemos que apañarnos con lo que hay y emprender la tarea de urdir el cesto. La gente de alrededor nos ayuda o nos estorba, todos dependemos de los demás, y los demás de nosotros. Hay quien depende de otro hasta para que le limpien el culo, para que le saquen de paseo en su silla de ruedas, para que le lean el periódico. Otros, en la cumbre de la vida, incluso de la fama, dependen de los demás para no sentirse solos y aislados, para tener un ancla que les una al mundo, para tener a alguien que les llame Pepe y no Excmo. Sr. Esa dependencia se paga, a veces basta una sonrisa, un gracias, un te quiero; otras veces hay que hacer esfuerzos extraordinarios para pagar, incluso cambiar de vida. Con estas ayudas, o impedimentos, y con estos mimbres, con lo que hay, uno hace su cesto lo mejor que puede. Llega un dí­a en que te mueres y has dejado un cesto pequeñito, en el que puede caber un huevo sin romperse, bonito, bien tejido, consistente. Otros, con tanto mimbre, dejan un atadijo informe, quizá grande, pero lleno de agujeros, mal trenzado, torcido, donde metes dos docenas de huevos y se vuelca y se desparraman y se rompen.
Aquí­ ando, tejiendo y destejiendo el cesto lo mejor que sé y puedo. Qué asco me doy cuando me pongo filosófico, joder, menos mal que me pasa pocas veces al lustro.

La democracia matizada.


Decí­a Churchil, que era un señor que siempre decí­a cosas, que la democracia es el peor sistema de gobierno que existe… exceptuando todos los demás. No sé del todo si es cierto, puede que se aproxime, de momento la democracia parece que va durando. Al menos más que a los que la inventaron, que les dieron mucho por saco. Otros sistemas fracasaron con mayor o menor estrépito. El del fascismo con mucha ví­ctima, el del comunismo como el rosario de la aurora. A Fidel se le quedó la cara así­ cuando cayó el muro, y Carrillo debió quedarse sin dacha para ir de veraneo con los amigotes de tiempos pretéritos. Los paí­ses árabes van de culo y cuesta abajo, como corresponde a naciones que prescinden en lo polí­tico, y en otras cosas, del concurso de la mujer. Monarquí­as de las de por la gracia de dios ya no quedan. Y las tiraní­as y dictaduras de andar por casa, o por el patio de atrás de usa y sus equivalentes, dan muy mal en televisión, siempre llenas de estudiantes y obreros masacraditos. Así­ que, como decí­a al principio, nos queda la democracia. Yo me apunto. Pero hago matices. Me opongo a aquello de un hombre, un voto ¿por qué?. ¿Acaso tiene tanto peso en la sociedad el doctro criterio de un prócer que el de cualquier pelagatos? Me opongo. Yo, con mi superior inteligencia, me veo constreñido a usar de un solo voto, igual que mi cuñado Pepe, que tiene problemas para atarse los zapatos, o que mi señora tí­a Fuencisla, que anda aún empeñada en que lo de que el hombre fue a la luna es una filfa, y que se empeña en cambiar de canal con el teléfono móvil. Yo reclamo una mayor dotación de votos para las gentes que tenemos un coeficiente de inteligencia superior a 150, y que, por el contrario, quienes rozan en la imbecilidad, tengan que formar peñas de votantes y ponerse de acuerdo para insacular un único voto colectivo.
Se dijo «La imaginación al poder», y los imaginativos no sabí­an hacer la o con un vaso. Yo os propongo «La inteligencia al poder» y me postulo, ya mismo, como candidato único, y sobrado, para las próximas elecciones. Votadme ¡ea! …¿creéis que lo iba a hacer peor?