Andaluse

Mi muhé e andalusa, tiene la grasia que le sale po lo poro, e morena, chiquita, grasiosa a ma no podé. Yo ettoy mu contento con eya, pero no deho de reconosé que tie un defetto, y e ese, que e andalusa, andalusa de lo pie a la cabesa, que de lo pie a la cabesa no hay musho troso, pero e too cuetta arriba. Eya me lo avirtió, mira niño, conmigo tendrá musho quebraero de cabesa, pero tamién te jartará de reí­. Y yevaba rasón, que no jartamo de reí­. En etta casa se rí­e po cualquié cosa. Que me cae una mansha e güevo, yatá, a reí­no. Que se muere la vesina… no partimo de la risa. De cualquié cosa jase chitte, y qué grasia y qué salero tie la mu jodí­a que te cuenta cuando enterraron ar tí­o Lusiano con una gayina y e que se dettorniya uno. Na, que al hombre le dio er patatú en er corrá y al caese s’agarró a una gayina y ya no la sortó. No é ma. Pero eya lo cuenta en hora y media, que yo se le e oí­o contá varia vese, y t’hase un culebrón, y nombraba a la macarena, a Séneca, a media familia, cantaba una cosa por taranta, te desí­a lo nombre der gayo que era er epposo e la gayina, y de que tení­a arguna querindonga y lo de lo poyito huérfano y tritte que seguí­an er corteho fúnebre picotiando la platta de lo cabayo . Y er Camarón. Tamién sale Camarón en la hittoria. Y ca ve e una hittoria diferente, y ca ve má grasiosa. Si e que le dan a etta muhé la sessión de necrológica der telediario y ettá uno deseando que se muera cuanta má hente mehó, pa reí­se. Qué grasia tiene. A la hora de comé tamién tenemo grasia: que si gappasho, que si frito, que si frito que si gappasho, tirita de hamón, argún taquito queso, má gappasho… pero un buen plato de legumbre no se ve en etta casa, arguna ve si acaso una papa con arró. Si una ve le dihe de hasé un bacalao ar pi pi y me diho: niñoooo, con lo que yo te quiero mi arma, pero cómo voy a hasete yo un bacalao ar pipí­, gloria bendita te darí­a yo y no pipí­, anda ven que te vi a hasé un peccaí­to frito y un gappasho que te shupa lo dátile, granuha, y bébete ette ahoblanco pa que se te quite er sofoco, s’entraña… Si no sabe ni desí­ er pi pi, que para eso sí­ que le farta la ¡Ele! Y hale, a comé eppina frita con sumo tomate. Y sa. La sa que no farte. Que tengo la arteria ya como cañerí­a e plomo de tanta sa. Y cómo me yama. Hay que ve cómo me yama, que yo he sí­o Pachi de toa la ví­a y ahora me yamo Fransicco Hosé, pocque e un nombre mu de señorito y de salí­ en la copla, y da grasia a dio que no me yama Curro, que etta muhé tie un arte pa bautisá ar personá que a tol mundo le saca mote. En la familia no tie nombre ninguno: er cuñao e «Cordobiya»; la cuñá «la Lulubel» pocque yeva er pelo cortito y ettuvo una ve en Fransia; er hermano sigue siendo er Niño a su sincuenta taco; y lo sobrino son «la Avispiya», la Choni, er «Bertinobborne» porque e arto y rubio, la «Trensita» y er «Prí­nsipe». Y a vese er «Prí­nsipe de Bequelé». Er único que consevva er nombre e mi hermano Huá. Que lo yama Huá pocque se parte de reí­ con eya, Hua, Hua… ¿Y la bandera? ¡Pue no tenemos la bandera der Beti en casa! Sí­ señó, tenemo una bandera der Beti en casa, que eya dise que no, que e la de Andalusí­a, po aqueyo de la nottalhia, pero pa mí­ que lo hase a idea pocque desí­a que le daba yo la palisa con er Arleti, y que me dehase de fúrbo, pero eya m’ha metí­o la bandera der Beti en casa solapadamente. Y la shapela m’ha desaparesí­o, yo tení­a una shapela y ya no etá, pero en cambio tengo un sombrero que me regaló que parecco con é una boteya de Tí­o Pepe.
Y ahora, desí­me ¿no e pa cagase en lo má sagrao? Un shicarrón del notte como yo trattornao, perdí­o er rumbo y con una empaná mentá a la hora de hablá que ya no sé yo si etto que corre y moha e er Guadiana o el Nevvión, ni si aqueyo e er Guggenheí­ o la il-la la Cartuha, ni si etto que ettoy bebiendo e mansaniya o shacolí­. ¿Lo andalú? ¡A mí­ me encanta! ¿Andaluse? ¡Sí­ señó, que me lo den, que me lo den, toos bien fritito!

A favor de las rubias de bote (qué remedio…)


Uno puede esforzarse (aunque yo no mucho) en escribir algo profundo, meritorio, que mueva las conciencias de los lectores, que conmueva sus ánimos, pero lo que realmente les moviliza es que les toquen «lo suyo». Escribo una diatriba contra las rubias de bote y zas, me ponen a bajar de un burro ¡nunca habí­a tenido tal éxito!. Siguen asaltándome las dudas, de otra í­ndole esta vez: ¿será por haberme metido contra las rubias, o será por haberme metido contra algo? Cuando uno va contra lo que sea, siempre encuentra más reacciones que cuando se pronuncia a favor. Que voy contra las rubias, pues las rubias se quejan y las morenas jalean. Parece que cuando uno va contra algo, aquello se vea más definido. A favor de algo se puede ir de mil formas, y cada uno tiene una idea distinta de cómo conseguir una cosa, pero en contra vale lo que sea, insultos, pedradas, balazos, ahí­ somos todos una piña. Igual es cuestión de sacar una nueva sección que se llame «Contra esto y aquello». ¿Con qué conseguiré más adeptos? ¿Contra la regla? ¿Contra la alopecia? ¿Contra la zona azul? ¿Contra la subida del IPC?
Reconozco que me equivoqué, no debí­ hablar contra las rubias de bote, al fin y al cabo qué hacen ellas sino contribuir a alegrarnos la vida, a darle mayor color al entorno, a dotar de variedad las relaciones. Sí­, hoy, dolido y arrepentido por mi relación apresurada, por mi liviano sopesar de algunas circunstancias, se ha hecho la luz en mí­, y veo con claridad. Reniego de mis palabras de ayer, y pues rectificar es de sabios, pero sobre todo es de equivocados, yo rectifico. Si desde tiempos inmemoriales se loa a las rubias es, sin duda, porque su contribución a mejorar la estética femenina es portentosa. Esas cascadas de pelo dorado, esas melenas de cerveza o miel, esas trigueñas, esas impactantes rubias platino jolivudenses, esas peligrosas pelirrojas, qué mosaico de cabellos coloridos. ¿No pintamos las paredes? ¿No nos vestimos de prendas vistosas, alegres y nos enjoyamos? ¿Pues por qué ha de ser dañino ni ha de denotar poquedad de carácter algo tan inocente como teñirse el pelo? Antes bien, el marido no sólo no ha de desconfiar de su esposa porque esta se tiña, no, sino que ha de agradecerle que se arregle y engalane, y que esté pendiente del cuido de su aspecto. Las rubias de bote deberí­an estar subvencionadas por el estado, es más, creo que en Francia, que cuidan mucho esto de la promoción de sus tópicos patrios (la mujer, la cocina, el tour, el europeismo) los botes de teñir rubias gozan de una exención de impuestos, por eso han inventado expresiones como «connaisseur», «bon vivant» o «voyeur» para distintas calidades gustativas. Además, en España, paí­s de bajitos y morenos, deberí­a potenciarse muy especialmente lo rubio para salirnos de la rutina visual. Qué voy a decir yo sin tirar piedras a mi tejado, cuando tengo el pelo de la cabeza castaño, la barba entrecana y el bigote rubio. Si, voto a favor de la rubia de bote, de la platinada de bote, de la pelirroja de bote, de la morada de bote si fuera necesario, qué mejor marco para una belleza femenina que aquel color de cabello que mejor le cuadre. ¿Por qué limitarse al mismo monotono color de pelo toda la vida? ¡Si hasta han sacado lentillas de colores para variar el de los ojos, y hete aquí­ que unos ojos pardos trasmutan en garzos o glaucos por obra y gracia de la cosmética. Rubias, vengan rubias, con sus botes de tinte rubio en la mano, y sus ganas de agradar a la sociedad y hacerla más amable y llevadera.

Gorditas


Nunca he atinado a comprender las veleidades de la moda, y, si acaso, puedo contemplar con una cierta displicencia las que atañen al aspecto exterior, vestido, calzado, peinado, pero se me hace muy cuesta arriba entender el por qué en un momento determinado de la historia vemos con ojos más complacientes un tipo de figura corporal que otro. En la antigüedad, y no hace falta irse muchos años atrás, primaba el gusto por la mollita, no se entendí­a como bella a la mujer que enseñase las costillas bajo la piel (o que se le supusiera tal desdoro, ya que ver, ver… no se veí­a nada). Después vino, quizá por contraste y rebelión contra el gusto establecido, el auge de la delgadez extrema, que me produjo incluso repulsión, y veí­amos como paradigma de lo hermosamente femenino a unas apenas muchachas de las que, con dos, podrí­amos haber hecho una que fuera bonita. Ahora ni lo uno ni lo otro, no nos vamos a las alfeñiques, pero tampoco a las rellenitas, que algo es algo, pero ahora se pide a la mujer que esté cachas. Que marque musculito, que el otrora redondo vientre se convierta en marcado musculamen con sus cuadritos como tableta de chocolate. Quizá esta sea la moda de la salud a ultranza, pero, o cambiamos el concepto de femenino por uno nuevo y que comprenda únicamente la psique, o, directamente, entendemos que el bí­ceps y el glúteo marmóreos son tan femeninos como el blando y maleable.
Mas hete aquí­ que, como era de suponer, la mayor parte de la población femenina no entra dentro del estándar de la belleza femenina actual, esa mujer purasangre, y en vez de ocultarse como antaño, o de darse al disimulo vistiendo ropajes que disfracen sus deméritos, se expone claramente y reivindica su derecho a decir que son bellas a su manera. Las gorditas, las dulces gorditas, las tí­midas gorditas, las amorosas rellenitas, las jamonas de toda la vida, las pizpiretas gordezuelas, las salerosas, ellas, hoy salen a la calle, muestran sin pudor sus lorzas, y nos dicen que la mollita es sexi. Ellas derraman sus generosos pechos ante nuestra vista en las playas para que les dé el sol, y hacen de sus ebúrneas carnes un reclamo de sensualidad a nuestra vista. Y uno, esteta por razón de nacimiento, no puede sino dar la razón a quienes así­ actúan. ¿No es, acaso, lí­cito que uno guste de la visión de la mujer entradita en carnes? ¿Ha de tomarse este gusto como una aberración sólo por ir contracorriente? ¿Ha de parecernos morboso apetecer de estas mórbidas carnes?
Pero la pregunta final es la de si ha de ser la ciencia la que determine qué ha de parecernos hermoso. La ciencia nos dice el peso que ha de tener la persona de una determinada talla, pero ¿es requisito sine qua non para poder empezar a considerar la belleza o fealdad de la misma?

Ver también «Gorditas II»
Ver también «Gorditas III»

Domador


He de contar a todos, porque ya me pesa en el ánimo y de he sacármelo de dentro, que en realidad soy un fracasado, ya que la ilusión de mi vida era ser domador de fieras. Porque yo fui domador de fieras y lo tuve que dejar, y desde entonces llevo esa espina clavada en el corazón. Ser domador de fieras no es tarea sencilla, y yo era un buen domador, tení­a un dominio natural sobre mis animales, mis seis leones y tres tigres de bengala. Yo era un domador valeroso, un mago del látigo, un artista del valor. Pero, ay… en el mundo de la doma de fieras no todo son oros y lentejuelas, no todo son leones rampantes y restallidos de la fusta, no. Yo tuve que dejar el circo, no por miedo, no porque hubiera sufrido el ataque de los felinos, no. Yo tuve que dejar la vocación de mi vida por el polvo. ¡Y es que yo soy alérgico al polvo! Y claro, si os fijáis bien, seis leones y tres tigres, no dejan de ser, amén de unas fieras emblemáticas y hermosí­simas, nueve alfombras con una capacidad tremenda de captación de polvo, y más en el ámbito circense, donde todo es tierra, arenilla… polvo en fin. Continuar leyendo «Domador»

Guí­a del lector


Lo primero que se necesita para hacerse lector es tener un libro. Yo tengo uno, pero tú quizá no tengas, en ese caso lo que te recomiendo es que pidas uno prestado. La gente que compra libros no suele ser muy lista, así­ que seguro que encuentras algún pardillo que te preste, jajaja, uno. Hay quien se ha hecho bibliotecas muy respetables (y variopintas) con este método. También los hay que van a la librerí­a del corti con un libro gordo gordo y muy sobado, pero que por dentro está vací­o, y meten dentro los libros que van pillando, pero este método es más propio de escritores que de lectores. Aquéllos siempre han tenido menos escrúpulos. Pí­delo de risa, de polis, o de alguien que hable mal de alguien. Esos son los que se leen con mayor facilidad, y vienen bien para empezar. Entre los útiles más …eso, para la lectura se encuentra el punto o guardahojas, que es una tarjetita que te regala alguien muy cursi, con versos y florecillas, y que sirve para saber que vas por ahí­ cuando te quedas sopa leyendo (tomad nota de esto también como regalo socorrido, fino y barato). El cojí­n también es muy recomendable y de múltiples usos, ora para asiento de cabeza, o de lo otro, o para recostarse y apoyar el libro. Los libros gordos se llaman mamotretos, de estos no leáis, que pesan mucho y sólo dicen cosas antiguas. Continuar leyendo «Guí­a del lector»