Gorditas III





Escribí­ un primer artí­culo sobre las gorditas, y luego un segundo, y comprobé asombrado que son los que más comentarios han suscitado de entre mis lectores. Y no es que en este blog no se hable de todo, y con ello de temas bien importantes y peliagudos, pero no… lo que más ha provocado el comentario han sido las gorditas. Esto, de por sí­, llama la atención. Más de cien comentarios. Pero lo que aún más llama la atención es que ni uno solo de esos comentarios ha sido para quitarme la razón, todos son de apoyo a lo que pretendo expresar: que las gorditas son hermosas. Es más, muchos de estos comentarios son encendidamente elogiosos, y otros buscan decididamente el trato con personas gorditas. Sin contar los muchos que he tenido que borrar por ser excesivamente explí­citos o incluso groseros. Pocos, muy pocos, los que expresan un complejo, unos cuantos los que se quejan de una cierta discriminación, y bastantes los que no comprenden por qué hay una estética de asociar belleza y delgadez y fealdad con gordura. Lo cierto es que hay gordas guapas y feas, como hay delgadas guapas y feas, lo que yo sostengo es que la belleza, en este caso la corporal, es indiferente de la talla y los kilos.
He escogido unas cuantas fotos de mujeres especialmente bellas y con una talla ajena a los estándares de la moda, y me fijo en que entre dos mujeres de parecida hermosura, siempre gana la que tiene un poquito más de peso ¿o son ilusiones mí­as?
En tiempos pasados se llevaban las mujeres más llenas, pero es que en tiempos pasados se enseñaba mucho menos que ahora, apenas el escote, que siempre es más bonito si es generoso y no escurrido de carnes. Con la pérdida de ropa por encima se ha tendido a perder también chicha que mostrar, aproximándonos a una estética del cuerpo femenino más próxima a la del masculino, más longilí­neo y musculado. Es más, empieza a llevarse no sólo la estética de la delgadez en la mujer, sino la estética del musculito, y el vientre redondo comienza a dejar paso al abdomen con cuadritos de pastilla de chocolate; y los brazos y piernas torneados a los bí­ceps y la musculatura marcada. Yo estoy más cerca de preferir el músculo a la delgadez, eso es cierto, mejor fornidas que esqueléticas, pero ah… donde se ponga la mollita, la rica mollita, la lorcita que invita al mordisco cariñoso ¿cómo se va a contraponer a eso el hueso rodeado de piel? Las delgadas tienen un algo de enfermizo, mientras que a las gorditas se las ve sanotas, y la belleza también se nutre de la salud corporal.
Cierto que los excesos son malos, por eso estos artí­culos se llaman «Gorditas», una expresión simpática, amable, que nunca debe ser considerada de forma peyorativa, hay que reinvindicar a la gordita y hay que reclamar la palabra gordita como expresión de lindeza fí­sica y no como eufemismo de fealdad.

Ver: Gorditas I y Gorditas II

Me la ha vuelto a pegar


Este año no podí­a dejarlo correr una vez más. Debí­a hacerlo. Por la mañana, con el almanaque y el reloj en la mano, firme, sereno, salí­ dispuesto a no dejarme despistar como otros años.
Me abrigué bien, hací­a fresco y estaba el dí­a nublado, oscuro. Sabí­a que nada de eso podí­a durar mucho y vení­a convenientemente preparado.
Estuve dando vueltas por la acera, luego, al ver que habí­a mucha gente que iba y vení­a a sus quehaceres, pensé que seguramente estarí­a mejor en un espacio más abierto y donde tuviera más horizonte, y me fui paseando hasta un parquecillo cercano. Estuve dando vueltas y vueltas, golpeando a veces el suelo con los pies para entrar en calor.
Cuando ya se acercaba la hora de comer empezó a despejar. Asomó un solecillo tí­mido y el frí­o invernal se convirtió frescor primaveral, una solitaria golondrí­a surcó un cielo que empezaba a pintarse de azul y el dí­a plomizo y triste cobró el alegre aspecto de un ameno dí­a de primavera…
¡Coño! ¡Cómo leches…! ¡Pues no me he dado cuenta, un año más… la primavera ha venido, nadie sabe cómo ha sido!
Es la hostia, y yo haciendo el pavo.

Quisicosas

Sí­, yo tení­a que haber escrito algo hace dí­as, es más, tení­a varios temas para desarrollar:

Ya nadie se llama Nuño.
El otro dí­a conocí­ a una Mencí­a. Coño, me dije, Mencí­a a secas no suena bien, alguien que se llame así­ ha de llevar el doña delante ¿no? Es como alguien que se llame Nuño, no es nombre para un niño, sino para un don Nuño, igual por eso ya nadie se llama Nuño, porque ¿cómo le iban a decir al nene, Nuñito? O igual es, simplemente, porque hay nombres que suenan a antiguo, a señor o señora de tiempos pretéritos, a gente arcaica. Ya nadie le pone a su nene Nuño, ni Mencí­a, ni Fernán (no Fernando, no, Fernán), ni Pero, Lope, Mendo, Brí­gida, Urraca, Berenguela, Manfredo, Suero, Gil, Tirso, Oliva, Lorenza, Pabla, Onofre, Ludivina, Severo, Crispí­n, Cunegunda, Sisenando… Habrí­a que hacer una campaña o algo para, por lo menos, que los gitanicos no se llamaran Kevin y Yósua y Mélani y volvieran a sus Rocí­os y sus Migueles de los Santos de toda la vida.

El esbarizaculos de mi padre.
Casualmente encuentro una foto de Zaragoza, me sale por ahí­ inopinadamente, es esta:

El puente de hierro. Cuando yo era chico sólo habí­a dos puentes sobre el Ebro en Zaragoza, uno era este, y el otro el de Piedra, luego se pusieron a construir el de Santiago, que nos parecí­a una obra faraónica. También habí­a una pasarela de hierro, sólo para peatones, en la que habí­a que pagar una perrica para cruzar. La barca del tí­o Toni yo no la llegué a conocer.
El caso es que, siempre que veo ese puente me acuerdo de mi padre, que, de niño, vivió justo al principio, según se entra en la ciudad, en el Rabal, calle Corralé. Y contaba que en aquellos tiempos no habí­a toboganes ni columpios en los parques para los crí­os, o sea, toboganes no decí­a, decí­a esbarizaculos, claro, en buen aragonés, y los chicos, que entonces campaban por sus respetos y tanto daba si se hací­an un escorchón en la rodilla como si se daban un tozolón y s’esnucaban, los chicos, digo, se dedicaban a pasar el puente de hierro por encima, por los arcos, y a dejarse caer esbarizándose cuando llegaban a lo alto. Un dí­a a uno lo tiró el cierzo, lógico, que siempre sopla endemoniadamente por ese tiro de escopeta que viene a ser el Ebro a su paso por Zaragoza, y el chico se agarró a lo primero que pudo, un cable, del tranví­a, allí­ se quedó agarrado el pobrecico para siempre jamás. Ya se sabe, angelicos al cielo. Y a los cuatro dí­as vuelta a subirse a los arcos los zagales ¡rediós, chiqué, que te vas a matar, baja d’ahi cagüen cristo! y a salir corriendo delante del municipal que los encorrí­a a gorrazos, un dí­a a mangarle la garrocha al farolero, y otro a burlarse de los de la manga de regar ¡la manga irriegaaa que aquí­ no llega, si llegarí­a me mojarí­a! y hala todos chipií us, con el frí­o que hace y de pantalón corto, vaya somanta palos nos espera, con la zapatilla…
Hostia, luego los maños estos se volvieron muy chulos y como el puente estaba viejuno ¿qué se les ocurrió? pues nada, nada, vamos y ponemos otro puente al lado de este, que está en buen sitio… ¡no, hombre, mejor dos, uno para ir y otro para venir! Dicho y hecho, y ahora tienen tres puentes junticos, el de ir, el de venir y el de pasear y tirar piedricas al rí­o ¡qué farutes!. ¡No vamos a ser menos que en Madriz! dicen.

La regla
La regla, la regla, tanto con la regla. Que sí­, que a ti no te afecta (¡Ja!) La culpa de la regla la tenéis las mujeres. Si los hombres tuviéramos la regla ya no existirí­a, ya habrí­amos inventado algo para no tenerla. ¡Hay que ver cómo sois de contumaces! Vaya empeño en tener la regla ¡para qué!

Las tradiciones son para joderlas.
Acabemos de una vez por todas con las tradiciones. Para hacer algo hace falta un motivo, y no la mera inercia. Es que en este pueblo es tradición que cada año… ¡qué! ¿que cada año hacéis la misma gilipollez ya no se sabe por qué? ¡Venga, hombre! Pues si lo que queréis es un dí­a de fiesta, o los que sean, primero se elige buena fecha, en junio, por ejemplo, que hace buen tiempo, y no en febrero, que llueve o hace un frí­o que pela para andar por la calle de celebración, y luego se hace algo entretenido, una comida, unos juegos, bailes, algo para chicos y grandes, y no eso del baile de los viejos vestidos de tontos antiguos pegando brincos con los brazos arriba al sonido del tambor y el pito ¿pero hay cosa más horripilante que esos ruidos del tambor y el pito? ¿Y por qué hay que vestirse raro? Y si te quieres vestir raro ¿por qué de aldeano del siglo XIX y no de romano del II, por ejemplo, o de astronauta, o de Elvis? ¿Por qué los trajes tí­picos-folclóricos son de principios del siglo XX y finales del XIX y no de cualquier otra época? ¿Y si gustan tanto las tradiciones por qué no inventamos una? Una que sea práctica y bonita y guste a todos. Y que tenga un poco de lógica, Porrrrrdiósssss.
De momento alguna tradición ya va cayendo. En varios pueblos se celebraba mucho la fiesta de santa Águeda (5 de febrero) y ese dí­a mandaban las mujeres, y el señor alcalde cedí­a el mando a una «alcaldesa». Ahora en varios de esos pueblos ya no tiene sentido la tradición, ya que hay alcaldesas todo el año ¡que se jodan! ¿Qué harán ahora, le darán el mando a un «alcalde» por un dí­a y andarán los tí­os mariconeando?

Camisetas II

He creado esta nueva lí­nea de camisetas, yo es que soy mucho de comprar de baratillo, en mercadillos y sitios así­ para pobres pero fashion, y ya puesto, pues he hecho una lí­nea de camisetas ateas, ahora que estamos de moda y nos anunciamos en los autobuses. A ver cuándo nos anuncian también al lado de los crucifijos de las escuelas.
No, yo no tengo ningún respeto por las creencias religiosas de la gente, me importan una mierda. Ya lo sabes. Los dioses no tienen amigos, sólo fieles, sólo gusanitos ahí­ abajo. Y no hay ni un solo dios que sea simpático. Siempre he creí­do que no hay ningún dios, pero de existir… ¡vaya cabrón que está hecho!
Mucho mejor expresarlo con mis diseños camisetiles.
















ver anteriores diseños de camisetas

Problemas de la exacta locución

Siempre me ha gustado hablar y escribir bien (que no son la misma cosa), le tengo aprecio al idioma este que hablamos, y procuro expresarme con corrección y exactitud. Disfruto mucho leyendo libros, y blogs, bien escritos, a veces por el simple placer de leer a gente que domina el castellano, que emplea giros y vocablos raramente usados y que resultan tan prolijos, tan bellos, tan decidores. Cuando cierro un libro así­ escrito siempre lamento no haber podido pegar la hebra con su autor y haber charlado con él tomando un café. Yo soy de los que leen mucho a Cela, a Torrente, por no hablar de Galdós y de tantos otros que no solamente te contaban cosas interesantes, sino que te las contaban haciendo alarde de lenguaje depurado y conciso. Lenguaje que emplean de forma cuasi poética, valiéndose de él como de una herramienta que mueva nuestros sentidos y transmita de forma a la vez sutil y contundente justo lo que el escritor quiere decir.
Querer decir algo y decirlo no es moco de pavo, no, requiere conocer el mecanismo comunicativo de la lengua. Ahí­ es donde fallo.
Como he empezado diciendo antes de irme por los cerros de íšbeda, me gusta hablar bien. Soy de los que no cometen faltas de ortografí­a, y casi ninguna de gramática. En los enlaces de este blog hay otros dos a los que ya quisiera yo alcanzar en esto de dominar el idioma: «Humoradas» y «La piedra de Sí­sisfo». Pero pongo mucho empeño, eso sí­, soy de los que no sólo escriben, sino que luego se leen y se corrigen antes de darle a la tecla de publicar. Decí­a, pues, de una vez, que me gusta llamar a las cosas por su nombre y a las acciones por su verbo. Soy medido, y a veces hasta comedido, en mi manera de decir y no empleo las palabras de forma vací­a de contenido, que es gastar la pólvora en salvas, y cuando pronuncio una palabra es porque quiere decir algo y no porque se me caiga de la boca por algún tonto mecanismo de impulsión, como creo que se le caen a la gente la mitad de las cosas que dicen, por inercia. Que a la gente, lo mismo que se le suelta un pedo, se le suelta un adjetivo.
Así­, cuando quiero decir a alguien que es falto o escaso de entendimiento o razón, le llamo tonto, y no le digo que es un gilipollas, un boludo, un cabrón, un hijoputa, un hijo de siete leches, ni un burro. Si alguien a mi servicio hace algo mal le tildo de inepto, y si lo hace regodeándose en su propia inepcia le llamo necio y bruto, cuando otro en mi posición lo mandarí­a a la mierda, a ver follar a su puta madre, o a que le dieran por culo. Y es que a fuerza de uso se gasta todo, hasta el idioma. Hoy dí­a los polí­ticos se dicen cosas que años atrás habrí­an acabado en un duelo a pistola a doce pasos y al amanecer. Y no digamos los tertulianos televisivos, que cobran por insultar, lisa y llanamente. Así­, con esta desproporción, con este desajuste entre las acciones y el lenguaje ya no sabemos cómo expresar nuestro enojo o insatisfacción debidamente. Por eso me sucede que cuando insulto no me hacen caso ¡no me entienden!
Hasta el arte del insulto se está perdiendo a fuerza de borrar las fronteras de lo estético. Aquellos insultos tan bonitos que se dedicaban nuestros más eminentes literatos han quedado obsoletos. Del fino arte de la ironí­a y la sutileza en el perjuicio de las capacidades ajenas se ha retrocedido volviendo al tartazo en los morros y la zancadilla con risotada. Qué pena. Esto es peligroso, eh. Como perdamos el insulto ¿dónde vamos a llegar? Al fin y al cabo, dicen, el que inventó la civilización fue el que empezó a insultar a otro en vez de atizarle con un pedrusco en la cresta.
Con todo esto me entristezco mucho, cuando veo cómo la gente se está impermeabilizando al lenguaje y es cada dí­a más monótona, corta, empobrecida en su forma de hablar, y eso repercute en su forma de pensar también. Quita la palabra de la boca y quitarás el concepto de la mente, porque quien inventó una palabra es porque tení­a un pensamiento que le quemaba en la mente hasta que lo supo expresar y comunicar por medio de ella. Eso nos enriquecí­a, y esto nos empobrece. Es el camino a la neolingua del 1984 de Orwell, el maldicho igual a pocoseso.
Mal, lo paso muy mal cuando no me entienden. Ayer fui a comprar un libro a la mayor librerí­a de Bilbao. Montones de libros, mucho dependiente jovencito con uniforme juvenil y pinta intelectual, mucho bestseler, mucho colorí­n en las tapas, las tapas de los libros que ya no son tapas, sino anuncios. Doy mil vueltas de estante en estante leyendo los epí­grafes por los que ordenan los volúmenes, no sin cierto espanto por mi parte cuando veo libros que deberí­an estar en otro lado (¿quién pone a Bucay en filosofí­a y a Jonathan Swift en infantiles?).
Al fin, sin encontrar lo que busco, me decido a preguntar a una dependienta. Está tras un mostrador, con un ordenador, es una niñata, mona, morenita, muy pintada, con un bonito peinado con flequillo al bies y un sujetapelos de colorines muy infantil, tendrá seguramente veinte años pero no aparenta más de quince.

– Hola ¿me puede decir si tienen «El Capital»?

– El capital… el capital… ¿sabe el autor?

Ante tamaño alarde de ignorancia, más doloroso si cabe en alguien que vende libros y se supone que deberí­a estar al tanto, si no de todos los autores, sí­ al menos de los que han supuesto un antes y un después en la historia de la humanidad, me crispo, resoplo, me enervo, seguramente me pongo colorado, frunzo el ceño, tamborileo con los dedos en el mostrador, rechino los dientes, y sin poder contenerme y sin prever que lo que voy a decirle puede ser objeto de una querella por injurias, le espeto iracundo:

– De Marx, señorita, de Marx ¡pero qué bárbara!
La chica, instintivamente, se lleva la mano a un botón del escote ¡debe creerse que le miraba las tetas y le he dicho que está bárbara de buena! Se yergue pizpireta y presumida y me contesta.

-Pues no, a ver… de Marx sólo nos queda «Memorias de un amante sarnoso».
Abro unos ojos como platos y no puedo por menos que exclamar

– ¡Sapristí­!
Mal, lo paso muy mal cuando hablo de puta madre y no me entienden un carajo.