Sí, si, tal cual suena. Y goza con ello la malvada. Yo, amoroso, acudo solícito a secarle la espalda cuando sale de la ducha, pero ella ¡ay! ella en cuanto se apercibe de que desnudo mi espalda para introducirme bajo el refrigerante líquido se cierne sobre mi maltrecho cuerpo con mirada ávida, con expresión de cazador de la sabana, con las afiladas armas de sus dedos dispuestas.
– ¡Huy, vaya cacho grano que tienes aquí!
– ¿Seguro? Yo no me noto nada.
– Estate quieto. Enderézate. A ver, agáchate. Ponte aquí a la luz que no lo veo bien…
Y yo, mártir de mí, sufro con conyugal resignación de esta atracción fatal de mi Manuela por las impurezas de mi cutis, que a estas alturas debe estar liso y terso cual busto de topmodel, cual culito de bebé, cual mejilla de macarena, cual…
– Qué difícil está este.
– ¡Ay!
– No te quejes tanto que aún no te he tocado. Este si no te lo quito se te infecta, sí, sí, vaya si se te infecta… ¡voy a coger las pinzas!
Cuando amenaza con las pinzas ya me sobrecojo. Noto cómo hurga despiadada en mis entrañas y temo que algún día en una de estas llegue hasta el hueso. ¿Serán imaginaciones mías o realmente oigo una risa brujil mientras disfruta lacerando mis carnes?
– Ajjj, vaya lo que llevabas ahí adentro, hasta pus ha salido, qué ajco, como que se te ha quedado un agujero en la espalda ¡anda que si no llego a quitártelo!
¡Y se va tan pimpante y toda satisfecha por su buena obra! Sin duda alguna este es uno más de los arcanos con que nos confunde a los varones el sexo femenino. ¿Qué las atrae así a procurarnos tales tormentos con la excusa de nuestra salud, y cómo nosotros, infelices, les damos nuestro beneplácito para tan crueles costumbres? Porque no es sólo mi mujer quien se da a estas prácticas, no, es un uso cotidiano del matrimonio. Creo que en tiempos, el cura al unir a una pareja preguntaba aquello de «la amarás, la protegerás, y dejarás que te reviente granos y espinillas…» que luego se perdió cuando se tradujo la misa del latín.
Desde un punto de vista antropológico este tipo de acciones provienen ya de cuando éramos simios y nos quitábamos parásitos de la piel; con la llegada del homo erectus y luego del sapiens, perdimos pelo donde esconderse los bichos, pero ganamos en granos, pústulas, barrillos, espinillas, habones, que la hembra de la especie debía erradicar del grupo, como parte de su función higienista; de la misma forma que el macho cazaba, la hembra reventaba granos. El porqué disfrutan con ello milenios después es algo que se me escapa. ¡Ah, cuán impregnados estamos de los hábitos ancestrales, cuán dentro llevamos el espíritu grupal primigenio, cuán cerca nos encontramos aún del homínido cazador y sus reacciones básicas!
Pero hay otro misterio en todo esto: ¿Y ellas por qué no tienen este tipo de impurezas cutáneas? Porque si pudiéramos pagarles con la misma moneda ya sería otra la historia.
– ¡Revienta, revienta, que luego te vas a enterar!
– Glups.
Pero no, ellas son perfectas, lisitas, ya puedes mirar con lupa que tienen una espalda como busto de topmodel, como culito de bebé, como mejilla de macarena… ¡qué injusticia! ¿Formará esto parte de la discriminación positiva?
Llevo mucho tiempo discurriendo algo con que defenderme de este hábito escrutador de mi mujer, pero nada, que no me sale. Aunque una cosa buena sí tiene: se siente uno miembro de pleno derecho de la tribu.
No es bueno ponerse a estudiar a la mujer, porque acaba uno sabiéndose mucho más tonto que antes de empezar y se deprime.
¿Y tú también eres víctimo o verduga?