Historias tontas X – Hay que vivir

Clarita era la tí­pica mosquita muerta, algunos compañeros decí­an que tení­a su morbo, pero precisamente por eso, no se daba cuenta del botón desabrochado de más en el escote, o de que al sentarse enseñaba la parte esa de las medias que cambia de color o textura. Clarita tení­a los cuarenta recién cumplidos cuando el marido la plantó por el método clásico de marcharse a comprar tabaco y no volver. No se perdió mucho, la verdad, era un tarambana sin oficio ni beneficio que un dí­a andaba vendiendo seguros y al siguiente de camarero y al otro repartiendo paquetes. Pero al menos vení­a ejerciendo de macho proveedor. Y clarita se quedó con una mano delante y otra detrás como quien dice.
A Clarita la veí­amos a menudo porque viví­a encima de la oficina, el tí­pico caserón de antes de la guerra, con la oficina en la planta baja, un piso encima que nos serví­a de almacén y archivo, y dos plantas más donde viví­a el dueño de la finca un mes al año, cuando vení­a de vacaciones y, arriba del todo en una especie de buhardilla, Clarita. La veí­amos pasar tí­mida, con la cabeza gacha y el botón desabrochado de más inocentemente, pero a partir de la desaparición de su marido la comenzamos a ver en los lugares más insospechados, vendiendo libros a domicilio, repartiendo quesitos de oferta en el supermercado y, según decí­an quienes le vieron de madrugada, limpiar alguna oficina.
Al principio se comió los pocos ahorros con que contaba, pero luego parecí­a que iba ganándose la vida y de vez en cuando metí­a algún dinero en la cuenta, para ir pagando la luz, el teléfono y el alquiler. Se ve que viví­a a salto de mata, pero viví­a.
En la oficina un dí­a comenzamos a tener un problema de malos olores, se ve que debí­a ser algo de aguas residuales y que iba a más, hasta el punto de que un dí­a, al entrar por la mañana nos dimos cuenta de que olí­a como a cebollas podridas, algo muy feo, vamos, y llamamos a un fontanero. Llegó, vio, inspeccionó, y el diagnóstico fue que la tuberí­a del edificio estaba embozada, o sea, la bajante que comunicaba con la tuberí­a general, era algo raro, pensando en que sólo viví­a allí­ Clarita, y no habí­a más ocupantes que nosotros mismos, pero en el patio interior se acumulaban dos dedos de agua estancada y maloliente.
-¿No tiraréis papeles o colillas al váter, verdad?
-No señor, en la vida -mentimos como bellacos.
-Pues esto no lo puedo arreglar yo, hay que llamar al ayuntamiento, que manden un camión cisterna y un desatascador por presión que tienen, y con eso se limpia.
Al dí­a siguiente allí­ estábamos, asomados a la ventana del patio con un pañuelo tapándonos las narices. Clarita también asomaba desde arriba.
-A ver si lo limpian de una vez, que no puedo ni tener la ventana abierta.
Levantaron la arqueta y por allí­ metieron una especie de manguera gorda con una rosca y empezamos a oí­r un ruido como de un molinillo de café dentro de una piscina.
-Qué barbaridad, esto no es normal, eh.
-¿No?
-Quia, no sé qué será lo que hay ahí­, algo muy gordo, ya tení­a que haber salido, le estamos metiendo la máxima presión.
Mirábamos todos muy intrigados pensando en qué podí­a salir de allí­ cuando sonó un estampido como de abrir una botella de champán enorme… pero llena de mierda, porque el hedor nos tiró contra la pared. Cuando nos repusimos nos fuimos asomando a mirar el origen de todo aquello.
-Hostia… ¡condones!
Era un tapón de condones, montones de condones, docenas, quizá cientos de condones. Instintivamente miramos hacia arriba. Clarita, con la mano tapándose la boca y los ojos muy abiertos miraba estupefacta cómo flotaban por el patio los detritus finales de su secreta industria. A la mañana siguiente, visiblemente avergonzada, vino a decirnos que no se volverí­a a repetir algo así­, y a pedirnos por caridad que no lo fuéramos pregonando por ahí­.
-La vida está muy mal – nos dijo – Lo hago por necesidad, compréndanlo. No encontré otra salida.

El infartito (Historias Tontas IX)


(puedes escucharlo aquí­)

…pues que estaba yo de guardia y que nos llama mi tí­a Micaela, que al tí­o le dolí­a mucho la mano, y la muñeca, y que, claro, que estaban muy preocupados, porque como ya le han dado dos infartos, pues eso. Así­ que se lo digo a la médica, lo de mi tí­o, que habí­a llamado, y cogemos la uvimóvil y salimos para allí­, claro, deprisa, con la sirena a to meter subiendo al pueblo, porque decí­a la médica que con esos antecedentes, deprisica, que los infartos si avisan hay que aprovecharlo, que la mayorí­a la gente se te va por cinco minutos que tardan en llamarte. Así­ que venga, además yo conduciendo, claro, hola, que conociendo a mi tí­o que no es de los que se quejan, pues preocupao, claro. Así­ que llegamos a la casa y allí­ estaban los dos, el tí­o con la mano en la mesa camilla,
-Que mire, que me duele aquí­ lo que es la mano y la muñeca, señorita.
Y la otra que se lo queda mirando, hay que joerse, y le dice.
-Pero esa es la mano derecha ¿no es la izquierda la que le duele?
-No señorita, esta, esta – decí­a el tí­o – to esto de aquí­ de la mano y la muñeca ¿ve? y como ya me han dau dos infartos…
-Mire, Dimas ¿se llama Dimas, verdad?
-Sí­ señorita.
-Tiene usted los ojos rojos… ¿qué ha estado haciendo esta tarde?
-Hola pues… na, en el casino, que son fiestas y habí­a torneo de guiñote, que hemos quedau terceros yo y el hermano de esta.
-En el casino, eh… bien…¿Y qué ha tomado?
-Na, señorita, que yo ni fumo ni bebo, sólo un descafeinau y luego jugando «sol y sol» na más.
-¿Sol y sol?
-Sí­, en lugar de sol y sombra – le suelta el tí­o – Que como no me dejan beber me pido un vaso grande de agua con yelos y unas rodajas de limón, y le echan una gotica, pero sólo una gotica, eh, de aní­s, pa que no empache. Pero no bebo, eh, qu’es una gotica -gotica, pa que sepa el agua.
-A ver, que nos entendamos, Dimas… ¿así­ que ha pasado usted la tarde en el casino jugando un torneo de guiñote?
-Sí­ señorita, pero na más eh.
-Ya… y lleva los ojos rojos, porque estaba todo aquel ambiente lleno de humo.
-Ah, eso será pues.
-Y se ha pegado la tarde jugando al guiñote.
-Con el hermano de esta, mi cuñao, que hemos llegau a las finales, pero nos han ganau Matarratas y el Andresico el primo d’este pardal, que güen pardal s’ha echau usté de chófer.
-Damián…
-Dí­game, señorita.
-Damián, que la mano que tiene que doler cuando te da un infarto es la izquierda, no la derecha. A que usted es de los que cogen la carta cuando arrastran o cuando van a cantar y le casca un sopapo contra la mesa…
-Hola, a veces…
-Damián, que se ha hecho usted un esguince de muñeca arreándole barajazos al tapete.
Se queda el tí­o todo serio…
-Qué bruto soy, señorita…
-Ande, traiga la muñeca, que le voy a poner un vendaje compresivo, y mañana vaya al ambulatorio que se lo miren.
-Ay qué vergüenza, señorita…
Yo me escojonaba, chico, anda que vaya infarto de habas ¿se habrá visto tí­o más bestia? La tí­a Micaela el sofocón que se dio, luego lo cogió por banda y le dijo de todo mientras lo vendaba, que si eres un esbolutrau y un pezolaga, que el sí­ncope se lo iba a llevar ella de lo esmanotau y esbocarrau que es… En fin.
-Que menos mal.
-Que menos mal, sí­.

A las chicas de la Cruz Roja
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Historias tontas VIII – La señora Nati la boticaria

La señora Nati estaba muy bien conservada, vamos, lo decí­a todo el mundo en el barrio, las mujeres con evidente envidia y un cierto retintí­n, como preguntándose qué pacto tendrí­a hecho con el diablo, y los hombres relamiéndose. Porque la Nati andaba por los cincuenta y. Cincuenta y, son muchos años para andar suscitando miradas rijosas y/o celosas, eh. La señora Nati era viuda, viuda viudí­sima, casi nadie recordaba a su difunto ya, ella habí­a entregado su vida al cuidado amoroso de sus hijas, cuatro, que salieron guapas unas, como ella, e inteligentes otras, como ella también, y que ya viví­an todas su vida, casadas o con oficio. La última habí­a dejado la casa materna hací­a escasos meses y a Nati se le habí­a caí­do la í­dem encima. La casa. Nati, que siempre habí­a sido muy leí­da, estaba empezando a dejarse una pasta en libros, y a chatear (¡huy!) con el mésenguer, pero eso sí­: con sus hijas, que así­ no gastaban en teléfono y las veí­a con la camarita esa, que hay que ver lo que inventan. La señora Nati, hay que decirlo, tení­a la farmacia del barrio «Castaño e Hijos, Farmacia, especí­ficos, fórmulas magistrales», fundada por su padre, y que llevó con su hermano hasta que éste se estableció por su cuenta en otro barrio, y como era una mujer bastante desenvuelta y popular (y emprendedora y moderna), formaba parte de la junta directiva de la asociación de comerciantes del barrio, que fomentaba todo lo fomentable en ese reducido ámbito.
Lo que nadie, pero nadie, sabí­a, es que la señora Nati era una romántica. ¡Ay! Nati devoraba novelas con heroí­nas y amores turbulentos, se grababa todas las pelí­culas lacrimógenas que echaban por la tele, y hasta escribí­a malos ripios en una especie de diario que tení­a, y que, por vergüenza, nunca iba a leer nadie. Además, con quién iba a hablar de sus inquietudes espirituales mientras expendí­a laxantes, pí­ldoras del dí­a después, lubricante vaginal y otras mercancí­as vergonzantes. Otra cosa que nadie sabí­a, y en la que, incluso ella, se negaba a pensar claramente o a planteársela sin tapujos propios, era que le tení­a el ojo echado a un señor.
Concretamente a señor José Antonio, el lotero, hombre de posición acomodada, mayor, pero bien conservado Continuar leyendo «Historias tontas VIII – La señora Nati la boticaria»

Historias tontas VII – Por los pelos


En la panda, por aquello de que se llamaban igual, a Ángel Marí­a y Marí­a Ángel siempre los acababan poniendo juntos. Ellos dos no tení­an mucho contacto, se conocí­an a través de amigos comunes, pero tení­an otra cosa en común, además de algunos amigos y el nombre: los dos eran introvertidos y andaban siempre un poco cada uno por su lado, vamos, a su bola que se dice.
Una noche que fueron a un cine de verano también acabaron sentándose juntos, al final de la fila, y mientras se sentaba la gente, abrí­an los paquetes de palomitas y pateaban algunos aquello de «que empiece ya que el público se va», él se quedó mirando detenidamente la larga y oscura melena de ella, una melena que le llegaba hasta más abajo de la cintura.
-¿Qué me miras, chico?
-Tu melena, qué larga es. Tienes un pelo muy bonito.
Bajó un poco la mirada y se decidió a confesarle un secreto.
-Es que de niña una vez tuve piojos y mis padres se asustaron, me cortaron el pelo y me hicieron llevarlo siempre corto por si acaso me volví­a a pasar. Y como iba a un colegio de niñas siempre me tocaba hacer de San José. Me daba mucha rabia, y encima despertaba envidias porque a otras les tocaba hacer de pastorcillas y el mí­o era un papel más importante. Me poní­an una barbita… ufs, no quiero ni acordarme. Así­ que en cuanto pude me dejé crecer el pelo.
-¿En serio? – dijo él abriendo unos ojos como platos – Hostia, a mí­ me pasaba al revés. Como era un niño rubito, a mi madre no se le ocurrió mejor idea que llevarme siempre con melenita ¡y siempre me tocaba hacer de paje!, siempre iba por ahí­ con los reyes magos llevando medias y trajecitos ridí­culos. No veas cómo se metí­an todos conmigo, me llamaban la sota y angelito y, vamos… por eso ahora llevo el pelo tan corto.
Se apagaron las luces, empezó la pelí­cula, y en la oscuridad de aquel cine de verano se dieron, por primera vez, la mano.

A Marigé

Historias tontas VI – Nunca hace buen tiempo para el campo.

En memoria de Manuel Serrano Garcí­a, guardia urbano, que lo contaba mejor y con menos palabras.

El duro sol se estrella sobre las boinas de dos viejos sentados a la puerta del casino del pueblo. Boinas caladas hasta los ojos, chaquetas de pana, camisas blancas abotonadas en el cuello, alpargatas de cáñamo, teces curtidas y renegridas, barbas mal afeitadas, manos huesudas sosteniéndose en sendas gayatas de boj. Uno saca el Celtas, otro el yesquero de mecha y fuman con la mirada negra y acerada perdida en un horizonte salpicado de carrascas y parches de trigo. Zumba un tábano. Cruza la calle una mujer con un cántaro en la cadera. Pasa un rato. Y un perro.
Uno de los dos levanta apenas la vista y mira al cielo:
-Pues mañana pue ser que llueva… y pue ser que no llueva.
-¡No quia Dios!