Historias tontas V – Azúcar


Cuando yo era muy pequeño, pero muy pequeño mi abuelo me contaba cuentos que no eran cuentos, sino historias de viejos, de un pueblo lejano donde tení­a una mula y ovejas, que a mí­ me parecí­an animales fantásticos, mucho más que el perrito de la vecina de arriba o las palomas que vení­an a comer las migas que les echábamos en el parque. El abuelo sabí­a matar al mosquito que querí­a picarme y me poní­a mercromina en las rodillas cuando me caí­a, y soplaba y no me escocí­a. Por la noche me llevaba de la mano a la cama, me daba el vaso de leche y me arropaba. Una vez me vio metiendo el dedo en el azucarero y chupándomelo y se echó a reí­r. Entonces cogió una cuchara, la llenó de azúcar y me dijo -«Verás lo que voy a hacer», y abrió la ventana y ¡zas! lanzó al aire el azúcar y me dijo: -«¡Mira, mira!» Y yo miré al cielo y allí­ estaban todos los granitos de azúcar brillando en la noche arriba arriba. Abrí­ tanto la boca que se me cayó el chupete.

Historias tontas IV – Malditos dulces bebés


Odiaba a todos esos niños bonitos. Los miraba y los dientes me rechinaban de odio y rencor. Ahí­ estaban sus madres como gallinas entre sus polluelos presumiendo sobre quién llevaba a su nene mejor engalanado. Con dulces frases llenas de doble sentido se lanzaban acerbas crí­ticas unas a otras sobre el inmaculadamente blanco delantalito de mi niña, o sobre los lacitos de mi Tití­n, o sobre que a tu Cuqui le han salido los dientes pero la mí­a ya se va solita y la tuya no.
Se los pasaban una a otra, los sobaban, los besuqueaban al grito de «ay mi niño qué guapo que es él», intercambiaban potitos y pañales y hablaban y no paraban de lo mal que llevaron el destete, y de las maravillosas y carí­simas papillas que hací­an engullir a sus mamoncetes como si fueran ocas cebadas para sacarles el foie.
Eran cuatro o cinco madres, dí­a más dí­a menos, que coincidí­an en la umbrí­a del parque, donde las madres con hijos algo más mayorcitos los miraban deslizarse por el tobogán y reñir por el columpio.
Pero ellas debí­an contentarse aún con llevar a sus nenes de la manita en sus primeros pasos alrededor del banco, jaleadas por las otras madres que les decí­an lo bien que echa la piernecita tu niña y mira qué prisa se quiere dar, y monerí­as por el estilo.
Yo las odiaba, a ellas y a sus crí­os estúpidos y cabezones que aún no sabí­an hablar y hacerse entender. Sus crí­os vestidos de blanco inmaculado, de amarillo clarito, de azul pastel, de rosita de hada madrina, con profusión de lazos y baberos con patitos y gorritos de punto hechos por las amorosas manos de las yayas.
Pero yo esperaba mi venganza. Ellas me habí­an quitado mi banco, el banco en el que mejor se leí­a el periódico hasta que ellas lo descubrieron. Pero eso no iba a quedar así­.
Esa mañana me habí­a armado convenientemente y en cuanto se descuidaran me las iban a pagar todas juntas.
Aproveché el momento en que dejaban a sus rorros encima de un par de mantas, sobre el césped y se dedicaban a comentar los cotilleos televisivos. Entonces me acerqué a ellos y procedí­ a ejecutar mi artero plan, para salir a buen paso antes de que se dieran cuenta.
Al minuto comenzaron los gritos. Continuar leyendo «Historias tontas IV – Malditos dulces bebés»

Tres historias tontas I

Ella y él estaban hechos el uno para el otro. Tení­an los mismos gustos, las mismas aficiones, ambos eran jóvenes, decididos, inteligentes. Y guapos. Ella, una real hembra, rubia de ojos azules, piernas largas y bien torneadas y pecho exhuberante; él un morenazo con cuerpo de atleta, recio y viril. Tení­an amigos comunes que, varias veces, intentaron juntarlos para que se conocieran, porque se hací­an cruces acerca de las muchas similitudes de su carácter y lo bien que podí­an casar juntos, pero por una u otra razón ese encuentro siempre se frustraba. Los dos eran excelentes estudiantes, perseverantes, trabajadores, incansables en su quehacer; los dos tení­an un genio vivo y eran muy despiertos. Ambos habí­an ganado una importante beca de investigación, cada uno en su campo y allí­ se conocieron, en el acto de presentación, durante el clásico vino español en la facultad. Sus amigos presumí­an que allí­ se iba a producir el flechazo. No les dijeron nada, prefirieron esperar a que saltara sin interferencias ajenas esa chispa que forzosamente tení­a que brotar entre los dos apenas se conocieran.
Ambos se vieron de lejos y sí­, él nunca habí­a visto una mujer tan guapa ni con esa mirada inteligente; a ella él le pareció el hombre más atractivo que habí­a visto nunca. Se miraron, se sonrieron, se acercaron, comenzaron a hablar y comenzaron a sentir un mutuo hechizo. Coincidí­an en todo, reí­an por las mismas cosas, demostraban interés por lo mismo. Ambos pensaban que el otro tení­a la sonrisa más encantadora que jamás habí­an visto en nadie.
-Bueno, dime ¿cómo te llamas?
Preguntó él, tras un carraspeo y poniéndose nervioso por primera vez en la conversación. Ella, también dudó un poco, tragó saliva y dijo:
-Basilisa ¿y tú?
-Homobono.
Se miraron fijamente, hicieron ambos el mismo mohí­n de desprecio, dieron media vuelta y se fueron cada uno por su lado.
-«Será gilipollas… a reí­rse de su puta madre. Qué coñazo que siempre me saquen el chistecito de mi nombre, y parecí­a buena persona, para que te fí­es…»- Y se alejaron pensando cada uno exactamente lo mismo del otro…

Tres historias tontas II

José Luis era el alma de todos los saraos, el tipo simpático que cae bien a todo el mundo, tiene amigos por todas partes y todos le conocen. José Luis, antes de que le pasase aquello, era un poco veleta, un poco bebedor (pero con un beber alegre y jaranero), y un poco disperso en sus atenciones, pasaba de contar un chiste a fulano, a pegar la hebra con mengano, a decirle a Mari Pili lo jamona que se estaba poniendo y que qué lástima que tuviera novio, o a echarle un brazo por encima a Pepe y soltarle aquello de que «ella no te merecí­a y verás que te salen mujeres a patadas». A todos les caí­a bien el simpático de José Luis, aunque el juicio era unánime: un chico de esos desbaratados, majo, pero sin seso. La mitad de nosotros esperaba que un dí­a José Luis asentara la cabeza, se formalizara, se dejara de tener una novia cada mes (o más) y cobrara fama como vendedor o relaciones públicas o algo en lo que ejercitar su don de gentes. Y la otra mitad esperaba que un marido cornudo le partiera la cara, o que se metiera en asuntos de drogas o que acabara siendo un borrachí­n sin oficio ni beneficio. Pero mientras, no habí­a fiesta a la que no se invitara a José Luis, ni jolgorio en el que no hiciera alguna de las suyas. Se hizo muy famoso cuando inventó lo del corrillo.. ¿que en qué consiste lo del corrillo? Pues cuando habí­a un corrillo nutrido de gente hablando de algo muy interesada, él se sumaba al mismo, se acercaba, se poní­a, atendiendo muy serio, se bajaba la bragueta, se sacaba la polla y se la poní­a en la mano a la chica que tuviera más cerca, con el consiguiente escándalo, gritos, carreras y risotadas de unos y otros. ¡Lo que no se le ocurra a este José Luis!
Aquello le sucedió en Baqueira, o en Astún, no recuerdo bien, pero sí­ que era un fin de semana de esquí­, y concretamente el bailongo que se monta después de pasar el dí­a en la nieve, con todos los chicos con jerseys coloridos y todas las chicas con pantalones tan tan ceñidos. José Luis andaba un poquito más alegre que de costumbre, marcándose unos bailes sincopados al estilo de los zombis de Michael Jackson y, como siempre, llamando la atención. Ella estaba en un rincón algo más oscuro, moviéndose sinuosamente, con los ojos entrecerrados, sintiendo la música. Enseguida llamó su atención: «Vaya tetas, se dijo», y se le acercó bailando a su loca manera. A los cinco minutos charlaban animadamente, ella parecí­a fácil de convencer, es más… ella parecí­a que estuviera deseando dejarse convencer. Minutos más tarde sonaba una lenta, y él y ella se apretaban en un abrazo sensual que poco o nada tení­a que ver con la música. José Luis bajó su mano y empezó a tocar con descaro, ella, sorprendida, se le quedó mirando con los ojos muy abiertos, y se abandonó a sus caricias. Al acabar la canción él le dijo un escueto
-Vamos. – y ella, curiosamente, le preguntó –
-¿Estás seguro?
A él le hizo gracia la pregunta, y por toda respuesta tiró de su mano y la condujo a su habitación. Al pasar por la salida al pasillo dijo a algunos amigos que allí­ habí­a, medio fanfarrón, medio avisando para que no les molestaran.
-Psss, chicos, vamos a colgar el cartelito de no molesten, eh, hale.
Y salió con ella de la mano, sin darse cuenta de que a su paso se formaba un extraño silencio entre los presentes, que los miraban ir sorprendidos y preocupados.
Pocos minutos después se oyeron gritos, llantos, réplicas a viva voz y gran confusión. La gente se fue acercando al oí­r el estrépito y los alaridos. Se abrió la puerta de la habitación y salió José Luis abrochándose los pantalones, con la cara encendida de rojo y tropezando con el quicio.
-¡Coño, tiene una pata de palo, joder!
-Tú eres gilipollas, macho ¿es que no lo sabí­as?
A ella tuvieron que asistirla por una crisis nerviosa. í‰l tuvo que desaparecer varios meses porque los hermanos de ella iban buscándolo para ajustarle las cuentas. Estuvo mucho tiempo que no se le levantaba.
Para que te fí­es de los que conocen a todo el mundo.

Tres historias tontas III


Mariko Sato era una japonesita de anuncio, metro cincuenta escaso, muy pocos kilos, flequillo negro y coleta, tení­a una sonrisa encantadora y simpática y por cualquier cosa bajaba los ojos avergonzada en un delicioso mohí­n. Iba siempre acompañada por otras dos compatriotas idénticas a ella, tanto que yo sólo las distinguí­a porque Mariko era la única que chapurreaba algo el español. Estaban las tres estudiando español en la universidad de verano de Jaca y Mariko, la más aventajada al parecer, llevaba las finanzas de las tres y vení­a casi cada dí­a a mi oficina a cambiar moneda, a poner faxes a su paí­s y a interesarse por los pagos de matrí­culas, estancias y otros menesteres de su grupo de alumnos. Su estado natural era el de la risa, siempre siempre iban las tres riendo, cualquier gesto, cualquier palabra, cualquier expresión les causaba la más alegre sorpresa, que manifestaban en aquellas risitas infantiles tan graciosas. Eran un trí­o encantador. Pero Mariko y sus compañeras tení­an una pena, un disgusto que hací­a que no les fuera tan grata como esperaban su visita a España.
-Comida mucho mala – decí­a con su media lengua – Todo mucho gordo, mucho aseite, mucha carne; y pescado poco y mucho quemado pescado, mucho duro ¡pescado no así­ en Japón!
Y sus compañeras asentí­an fijando sus negros y rasgados ojos en mí­ como si yo tuviera la culpa de que en España se comiera mucho y bien.
-¿Y ya habéis probado la tortilla de patatas, la paella, las costillitas de ternasco a la brasa?
Tras conferenciar entre ellas, Mariko, la que llevaba siempre la voz cantante sentenció.
-Totilla mucho gordo, mucho aseite. Pae -ia mala mala ¡no hase bien alós! Alós no aseite, alós palese totilla. Y canne quemada no buena.
-¿Y habéis ido al restaurante chino que hay aquí­ al lado?
Se me quedaron mirando como si me hubieran pillado violando a una viejecita y una de ellas resumió lo que pensaban todas de mi sugerencia con el universal gesto de meterse dos dedos en la boca y provocarse el vómito.
Aquella misma tarde las vi en el restaurante, delante de sendas rodajas de merluza, mirándolas apesadumbradas, y quitando con el tenedor los pequeños daditos de ajo picado.
-¿Tampoco os gusta el ajo?
-¡Nosotlas no coleanas! – protestaron.
Al dí­a siguiente era sábado y decidí­ ir de excursión, aprovechando el excelente tiempo que hací­a. Cogí­ mi coche y anduve por esos caminos hasta que a la hora del vermú paré en un pueblo, y me senté en una mesita de un velador a tomarme mi cervecita con olivas rellenas. En estas estaba cuando oí­ unos grititos de alegrí­a, de sorpresa, en un idioma extraño y oriental. Se sucedí­an los gritos, las risas, y también se oí­an otras risotadas de fondo, estas provenientes de los lugareños sin duda, que estaban en el interior del local. Como aquella algarabí­a me sonaba familiar decidí­ entrar a echar un vistazo, y allí­ estaban las tres. Allí­ estaba Mariko devorando con fruición una banderilla de boquerones, y sus amigas no se quedaban atrás. Por los restos, parecí­a que hubieran dado buena cuenta de medio mostrador del bar… ¡habí­an descubierto los pinchos! Quisieron decirme algo, pero no les salí­a en castellano; se les veí­a emocionadas y sólo atinaban a decir «mucho bueno, lico lico», y saltaban a señalar con el dedo otra bandeja, de bonito en escabeche, de sardinas, de gambas a la plancha, de mejillones con cebollita, de pulpo a la gallega, para que siguieran sirviéndoles raciones.
-¿Qué tal ayer, Mariko? ya vi que estabais comiendo a gusto por fin.
Y una de las amigas que jamás habí­a pronunciado una palabra en castellano se adelantó a las otras para decirme, definitoria y con un exquisito acento aragonés
-De puturrú de fua.
Y todos reí­mos, eso sí­, tapándonos la boquita con la mano, como en Japón..