Cómo el indiecito Buen Amigo Machimbarrena Marquina resultó ser español y con domicilio en Bilbao es una historia, y cómo estaba llorando en un banco de la plaza Moyúa, otra; pero como el indiecito Buen Amigo sólo tiene dieciséis o diecisiete años y hasta llegar a Bilbao fue toda su corta vida guía en las selvas amazónicas, tampoco hay mucho que contar, vamos, que se cuenta en dos patadas.
El indiecito Buen Amigo en realidad no supo nunca qué nacionalidad tenía, porque aunque en los mapas se ven claramente unas líneas muy definidas, allá donde el río Güepí desemboca en el Putumayo no hay líneas ni Cristo que lo fundó. Es un decir, Cristo que lo fundó sí que hay, uno muy feo tallado en madera de lupuna al modo indio, con un narigón tremendo y los brazos cortitos cortitos. El Cristo que lo fundó es el único ornamento de la capilla del difunto padre Iñaki Machimbarrena Marqueta, padre del indio Buen Amigo, y no piensen ustedes mal, que el padre Iñaki siempre fue un santo varón. Decía que el indiecito Buen Amigo nació en algún lugar indeterminado en el cruce de fronteras entre Perú, Colombia y Ecuador, aunque la capilla del padre Iñaki estaba en la reserva güepí en territorio peruano, él bien podía ser un secoya o un siona, incluso un cofán, su madre antes de morir no pudo pronunciar más de dos palabras, y estas fueron Buen Amigo. Se las decía al santo padre Iñaki, que la cuidó hasta que falleció, de una simple apendicitis, con el indiecito a su lado, entonces de cuatro o cinco años, y el padre Iñaki la bautizó in extremis y todo seguido le dio la extremaunción, y ya de paso bautizó también a Buen Amigo. El padre Iñaki hacía pocos meses que había llegado a una playita en el río Güepí donde había abierto la capilla, un dispensario con diversas vacunas, y buenas intenciones. Lo único que le sobraba eran buenas intenciones. Allí fueron acudiendo algunos de los esquivos indígenas locales para realizar intercambios con los comerciantes que se desplazaban desde Tarapoa, y hasta de Nueva Loja, porque bajo el amparo del padre Iñaki obtenían mejores precios en sus intercambios. Al padre Iñaki siempre le quedaba algún pedazo de pecarí o de tortuga, incluso de venado, con los que subsistía y socorría a quienes acudían a él en petición de ayuda, normalmente niños abandonados. El indiecito Buen Amigo tenía un instinto especial para orientarse, incluso allí donde no hubiera estado nunca, sabía dónde se encontraba, y hacia dónde caminar, conocía hasta los vados en ríos por donde nunca había pasado ¡sería cosa del instinto racial! El padre Iñaki, que siempre tenía que ir a cagar al mismo sitio, porque si iba a otro ya no sabía volver; dependía enteramente de Buen Amigo para ir a cualquier lado, y el indiecito reía, le cogía de la manita y le sacaba del laberinto selvático, por donde andaba como Pedro por su casa. El padre Iñaki, guiado por el indiecito Buen Amigo, que instintivamente conocía todas las trochas y senderos, visitaba los emplazmientos indígenas a lo largo del Güepí y el Putumayo, sin saber si estaba en Perú, en Colombia o en Ecuador, y llevaba a sus huerfanitos con familias que les pudieran, y quisieran, atender. Amén de ponerles vacunas para todo, por si acaso. El padre Iñaki no tenía conocimientos médicos, aunque se empollaba tremendos libros de medicina que nunca le sirvieron para nada, pero tenía vacunas a porrillo, en realidad era lo único que recibía de fuera, del arzobispado y las oenegés: vacunas y remedios contra el dengue y la malaria. Y es que al padre Iñaki se lo habían quitado de encima desde la diócesis de Loreto, por revoltoso, y antes de la de Iquitos, y antes de la de Manaus, ya en Brasil, diciéndole que allí ya podía revolver todo lo que quisiera.
El padre Iñaki descubrió su auténtica vocación en la soledad poblada de secoyas y sionas que no tenían ni idea de si eran peruanos, colombianos o qué, y, mira tú por dónde, fue feliz los últimos años de su vida en aquella playita del río Güepí y con el indiecito Buen Amigo llevándole (al principio de la manita) por las desdibujadas sendas amazónicas.
El padre Iñaki, viendo en sí los signos de la cercana muerte, agarró la canoa y al Indiecito Buen amigo y bajó con él a Loreto, donde aún le quedaban dos o tres amigos, fue a un notario, y lo adoptó, pasándose por el forro de los cojones todas las reglas de su orden. Luego se murió, pero no sin antes poner en la mano de Buen Amigo un pasaporte español, un billete para Barajas, y la recomendación de que fuera a parar a casa de su hermano Koldo, que regentaba un batzoki en Indautxu. Esto hizo que muriera entre estruendosas carcajadas.
Hacemos un salto de miles de kilómetros y nos encontramos al indiecito Buen Amigo llorando, embutido en un chubasquero, con chirucas, sentado en un banco de la Plaza Moyúa, en pleno centro neurálgico de Bilbao. El indiecito Lagunon Matximbarrena Markina (ahora euskaldunizado) se encontró con que era vasco y bilbaino ¡ahí es nada!. Y lloraba desconsolado en un banco de la plaza Moyúa de Bilbao.
-¿Y tú por qué lloras?
-Es que me pierdo, no sé orientarme. Todas las calles me parecen iguales, en la selva sabía siempre dónde estaba, cada trocha, cada río, cada piedra, me desían dónde estaba, siempre sabía por dónde andar; aquí todo son esquinas, muchas letras, y miro a la gente, no puedo dejar de mirar, hay tanta… y me desubico. Resién salgo de casa ya no sé dónde estoy…
Tomás Galindo ®