Telón

No me puedo creer que te hayas muerto,
creí que el mundo pesaría menos
con tanta vida ausente de repente,
que un estremecimiento hacia las nubes
subiría del polvo repentino,
pisada de caballo gigantesco,
arrastrando al galope la carroza
que separa los muertos de los vivos.
Creí que el mundo se desharía en llanto,
que lloverían lágrimas celestes,
que bajarían del plinto las estatuas
a plañir sus mármoles opacos.
Pero qué poco sé de los trasuntos
de la muerte y su equipaje de rabia,
la muerte que te encuentras a la vuelta
de cualquier esquina y circunstancia,
no me había fijado en que apostada
está siempre al acecho de cualquiera.
Nunca me señaló su flaco dedo,
ni fijó en mí el hueco de sus cuencas
y cuando salta como los peleles
al abrir la cajita de sorpresas
con el muelle de los esqueletos,
abro los ojos porque me doy cuenta
de que es actriz principal de esta comedia,
de que está aquí, que viene en el libreto
con su nombre: La Muerte. Con su frase
que siempre la repite con gran éxito,
que cumple su papel y con aplausos
entra y sale del drama cotidiano.
Es la actriz secundaria imprescindible
para añadir intriga al argumento.
No lo puedo creer, que te hayas ido
sin avisarme al menos por teléfono
ni devolverme el libro de Pessoa,
la muerte es descortés con los que lleva
y les hace quedar como groseros.
Teníamos pendiente un té con pastas,
las cinco en el reloj, naturalmente,
que dilatabas, astuta como siempre,
temiendo que quizá te descubriera
mis sentimientos íntimos y aquello
pudiera quebrantar nuestra armonía,
debí dejarte claro que sé bien
el suelo que pisaba yo contigo,
y quedarme al albur de tus deseos
como fondo de armario de tus ansias.
Ya ves… o ya no ves, dónde se ha ido
lo que ni fue, ni pudo ni pasara
pues todo es humo ya sin importancia,
tras tanto emborronar en las pizarras,
tras tanto calcular la suma es cero.
Pero aun así creí que no te irías
sin la traca final, sin unos fuegos
artificiales asombrando al mundo,
sin una carcajada mientras baja
el telón y tu público entregado
al fin se pone en pie para aplaudirte.
Creí, como ya dije, que habría signos,
portentos en el cielo y que la tierra
se abriría mostrando sus entrañas,
que se irían las aves en bandadas
y en las calles los transeuntes todos
comentarían atónitos tu eclipse.
Me cogió por sorpresa lo poquísimo
que aullaron los perros esta noche,
la sola invocación con que brindamos
y el cómo del incómodo silencio
se pasaba a los temas perentorios,
a un abrazo de torpe compromiso
y el mismo adiós beodo de los sábados.
Aquí no pasa nada, tú te pudres
debajo de la tierra, yo prosigo
sintiéndome quizás abochornado
por la íntima vergüenza del alivio.
Ahí está el dolor, para qué sirve.

  T.Galindo ®

no todo son preguntas

no todo son preguntas, caminando
tan solo hay un vacío sosegado,
bajo las hojas pinchudas de los pinos
se celebran las acarameladas
ceremonias silentes del olvido,
a la sombra del pino no hay preguntas
la certeza que cae por su peso
cierra los ojos y abre los sentidos,
huele, se nutre, se palpita,
caen desde los cielos torbellinos
de verdad que son gotas de lluvia
que echan a cantar por los caminos,
cojo una piña en la mano, la contemplo,
la leo como si leyera un libro,
tanto futuro tienen los piñones,
tantas posibilidades, tantos siglos
de brotes que se tornan árboles,
escrito en el piñón están los signos,
como en los libros las explicaciones,
deletrean mañana con un mínimo
caudal en espirales de cadenas
que son razón, que son hito tras hito,
en el piñón, minúsculo, rotundo,
en ese huevo de árbol infinito
está la posibilidad redonda
de transportar un bosque en el bolsillo,
por eso siembro al caminar, despacio,
semillas de avellano, roble o tilo,
ay, si pudiera también sembrar las fuentes
que fueran el origen de los ríos
qué jardín no serían los desiertos,
pero sueño, soñar es un continuo
paseo por el parque del deseo,
no todo son preguntas, averiguo
que hay verdades tan tiernas y absolutas
como poner de pie, milagro, un pino.

  T. Galindo ®

Letanía de la acacia

Yo me quedé dormido
lo mismo que una acacia.
Dormir como una acacia
es dulce y divertido.
Yo me quedé dormido.
Venían las hormigas,
trepaban y me hacían
cosquillas con sus patas,
sus patas diminutas
subían y bajaban
y yo qué bien dormía.
Soñé que me peinaban
y que el peine tenía
púas como pestañas,
así de tiernamente
soñé cuando era acacia.
El sueño de los árboles es más lento que el agua,
más lento que las nubes que apenas ves que pasan.
Los árboles se duermen porque tienen la almohada
de la tierra esponjosa que es cálida y blanda.
Pasó un niño corriendo
jugando a la pelota,
una niña cantando
y saltando a la comba.
Y pasó un marinero
con un nombre en la gorra,
dos viejos compartían
la merienda a la sombra,
él le iba dando el pan,
ella abría la boca,
él la miraba tierno,
ella miraba absorta
a través de las gentes
y a través de las cosas
igual que una muñeca
queda como la pongan;
y pasó un perro solo,
y pasó una paloma,
y pasó una muchacha
con un nombre en la gorra
del brazo de un marino
más hueco que una esponja.
Los niños son un libro que ya lo hemos leído
aunque ellos no lo saben, porque aún no lo han escrito,
les vemos las estampas y nos son conocidos
los temas, las intrigas, cada uno de los giros.
La acacia da una sombra
tal que todo lo calla.
Se tienden los amantes
y no se dicen nada,
miran por los bolsillos
y no encuentran palabras.
Esos claros discursos
que en surtidor brotaban
de su pecho anhelante
no hacen ninguna falta
cuando de un labio al otro
la misma sombra salta
diciendo su caricia
todo lo que callaban.
Hay sombras que enmudecen,
otras en cambio hablan;
las sombras de los árboles
al aire de su danza
hablan con un lenguaje
directo a las entrañas.
Los perros siempre están de vacaciones
y siempre celebrando todas las ocasiones
son como una familia hasta en las discusiones,
ya querría la gente sus preocupaciones.
El viejo y su muñeca
se van hacia la plaza,
qué tierno la sujeta,
qué blanda se le agarra
como quien lleva un niño
que tan apenas anda.
El mochuelo en la torre
se despereza y baja,
hace guardia de noche,
trabaja aquí en mi rama.
Se encienden las farolas
y las fuentes se apagan.
En un rincón los novios
repiten las palabras
de ilusión y promesas
que hace siglos sonaban,
oyéndolos parece
que no inventaron nada
solo suenan distintas
las notas de su habla.
Ha llegado un silencio
poblado de cigarras,
de concilio de gatos
y sombras alargadas,
hora es de que durmamos
nuestro sueño de acacias.

   T.Galindo ®

apriétame la mano

apriétame la mano, yo te dije,
volvías de la vida y de la noche
desasida, flotante, ennubecida,
como carreta que va perdiendo carga
dejando atrás un rastro de minutos,
pesando cada vez un poco menos,
y en esa levedad que da al vacío
al absoluto cero de los astros,
te disolvías como un azucarillo,
apriétame la mano, te ofrecía,
súbete al tren en marcha decidida,
nunca más esperar en los andenes
bajo un reloj parado contemplando
cómo los besos son siempre despedida,
y llorar y llorar y los adioses,
no poder comenzar porque no acabas
nunca de abandonar los equipajes,
la impedimenta, fotos, los diarios,
apriétame la mano, deja el luto,
las lágrimas en los escaparates,
los paquetes de cartas, las promesas,
las flores secas en los libros mudos,
los muertos en su armario, las banderas
que nunca mueve el viento en la derrota,
apriétame la mano, esta que lleva
tu colorido pañuelo en la muñeca
para no parecer un clavo ardiendo

    T. Galindo ®

Canción de amor a un plátano de ciudad

Urbanos como yo, los plataneros,
cuyo fruto es la sombra y los gorriones,
desfilan mayestáticos, serenos,
por entre la vorágine de coches.
Parece que están presos, pero no,
sin poder escaparse de su alcorque,
esa suerte de cárcel de los árboles
que consigue convertir a nuestras calles
en antónimo triste de los bosques.
Mas no, los plataneros no están presos
que por la noche los plataneros corren,
bailan, se citan en las plazas
se dan la rama como el brazo, se oye
un aleteo apenas de murciélago
que es toque de silencio, y a ese toque
saltan y vuelan y caminan
y danzan sin parar toda la noche.
Cuando amanece, ya se van parando,
donde puede cada uno ya se duerme,
nunca nos damos cuenta que cambiaron
de un sitio a otro mágicamente,
y eso es porque no tiene nombre
cada cual, que no se esconden.
El mío sí, se llama Margarita,
puede no parecer muy pertinente
poner nombre de flor a un árbol grande,
pero le gusta, me lo dijo un día
que entró por mi balcón su rama verde
y me dejó de regalo un pica-pica
simpática bolita de juguete.
Bolas de platanero, perdigones
de jugar a vaqueros y a piratas,
inocua munición, ojalá fueran
las balas de verdad así de blandas.
Con cariño de chucho o de paloma,
amo a los plataneros locamente,
me fascina su piel impresionista
jirafa de madera que imponente
se asoma a mi ventana y me depara
cada día un cuadro diferente.
Yo sí que los distingo, el de la plaza
suele ir a beber donde la fuente,
el de la fuente, en cambio va a la iglesia,
le gusta conversar con los cipreses.
No son iguales no, fijaos bien,
los árboles urbanos se parecen
como nos parecemos las personas
pero iguales no, son diferentes,
los hay alegres con mirlos o estorninos,
los hay tristes, podados con muñones,
hasta los hay enamorados que te enseñan
un par de entrelazados corazones,
o le tapan los ojos al semáforo,
o les gusta jugar con los faroles
a hacer sombras chinescas en las tapias
y asustar a las viejas con el roce
del viento silbando entre las ramas.
Amo a los álamos, los robles y los tilos
los arces, robinias y las hayas,
pero lo mío con el plátano es tan bello
que me da por cantarle «Algo contigo».

   T. Galindo ®