Contracorriente

Siempre camino contra la corriente,
siempre por la acera inversa, no soporto
andar mirando siempre la misma gabardina
delante de mis ojos, el mismo balanceo
del mismo paraguas. Prefiero las caras,
me gusta encontrarme a la gente de frente,
cambiante, rápida, distinta.
Las caras siempre me parecieron el mejor paisaje.
Pasaría horas viendo a la gente lenta, apresurada,
deambulando tranquila, ante mis ojos
quizá en un banco, apoyado en árboles y barandas.
Entonces no los miro como caras sino como historias,
cada uno pasa con su historia, su camisa, sus zapatos.
La historia no la vemos, pero está ahí,
lo más intrascendente va por fuera, los colores
de un pañuelo, un pantalón remendado,
la camiseta con mensaje social,
visten el sufrimiento, la alegría, los amores.
Yo juego a ver en los detalles los amores.
Las siete esclavas de oro tintineantes
de la amante entregada; las gafas de sol
para ocultar ojeras; el jersey tejido a mano
que uno no compraría en una tienda;
las medias con costura; y el llavero
con iniciales de plata; todo dice,
todo se lleva encima y va diciendo amor,
desidia, olvido, prisa, esperanza.
Voy fabulando en las miradas, como otros
lo harían mirando las montañas, mirando amaneceres
y escuchando sonido de campanas. Yo tacones
poniendo telegramas en la acera; labios
despintados por los besos dados, me figuro;
palabras de metal junto al oído oídas
con dolor y con frenazos, con cláxones y rabia.
Alguien tropieza y veo en esos ojos
casi lágrimas, por casi nada. Pienso que traía
el tropiezo en el bolsillo ya de casa, como otros
salen a la calle con el sueño puesto, con las ganas
de comerse el mundo o vomitarlo, con hambre,
con liberación, con miedo a rebosar en la mochila,
con bragas de repuesto, con navaja.
Y yo allí quieto y es el mundo el que pasa.
Con sus perros sujetos con correa, con patines,
botando una pelota, de a uno, en pareja o en manada.
Aún hay niños que corren y niñas que saltan
a la comba igual que sus abuelas, y hay ancianos
de pañuelo en bolsillo de pecho, con elegancia.
Y parejas de viejos muy viejos que van de la mano
y les va la vida en ello y caminan despacito,
despacito y en silencio en medio de la riada
que sale a chorro del metro. Y que casi se me lleva
a mí, que estoy en las nubes y eso que miraba al suelo,
y me tropieza una joven que huele a limpio y a nuevo,
que tiene los ojos dulces y un caballito en el pelo
y en su camiseta pone «Ojo conmigo que muerdo».
Y por estas y otras cosas voy siempre en sentido inverso.

Tomás Galindo ©

Marina

Cuando miras el mar no ves lo hondo,
solo su cara azul, sus cejas blancas,
apenas el pañuelo que lo cubre,
apenas la puerta ni cerrada
ni abierta que golpea los quicios
de la tierra. Cuando miras la playa
y coges con la mano ese puñado
de arena, no sigue siendo playa,
pierde su pertenencia, o eso crees,
o quizá tú allí de pie ahora eres playa.
Cuando miras el mar no ves tus ojos
y estás sobre la arena junto al agua
mirando el oleaje, el horizonte,
sin ver que eres parte de la estampa,
que otro que mira el mar te está mirando,
te tiene junto al mar en su mirada
y lo mismo que tú no ves el fondo
el que te ve a ti no aprecia nada
diferente de concha o alga muerta
que la marea allí dejó varada.
Eres paisaje, vertical figura
con el mar, con las olas, con la playa.

Tomás Galindo ©

Ser poeta

Lo importante, me dijo, no es ser poeta,
lo importante es beber con los poetas ¿tú me entiendes?
mear contra la misma pared con el concepto en la boca,
birlarles las novias, pobrecitos, a los que tengan,
ahí radica el arte.
No, no es la grave reflexión ante la cuadrícula,
es sacar de fumar y decir pestes de este o aquel,
o elevar a las parnásicas nubes al elevable.
Sobre todo bendecir al maldito
y abrir bien la boca cuando se trate de comulgar con sus piedras de molino.
Amigo ¿a quién le importa un papel que vuela,
una hoja que cae en cualquier suelo desconocido,
una palabra que oirá seguramente un sordo?
Somos lobos y nos olemos y nos mordemos y nos seguimos fieles,
las ovejas no son familia, de ellas simplemente nos alimentamos.
De qué te serviría que te balaran, eso a los perros
que las llevan y las traen.
Aunque se han dado casos, el poder del aullido es notable,
de ovejas que lo oyeron y devinieron tórtolas, raposas o musarañas.
Tú tienes que vivir como lobo, como poeta, es lo mismo.
De qué te serviría vivir como mecánico, funcionario, conductor del bus
y escribir poesía ¡vívela!
Serías un médico que vive pintando paredes y no curando,
un pescador vendimiando, una puta rezando el rosario.
Fuma, maldice mirando a los ojos, inclínate la boina,
quémate la bufanda con el cigarro en un gesto airado,
jura en alta, clara, campanuda voz, que no estás en venta,
escribe en márgenes y servilletas,
pinta flores en manos diminutas y bésalas en la palma,
abraza a las muchachas oscuras y mira displicente a las claras,
mata al maestro y véngate en el alumno (sabes lo que te hará).
Arrastra un carro de palabras a empujones
de manera que se te caiga alguna y písala con indiferencia.
Quémate los ojos leyendo sin luz,
date golpes en el pecho por ir tan tarde, tan atrás entre todos
que solo descubres lo descubierto y piensas lo pensado
y quieres decir lo que ya han dicho mejor. Jódete.
Eso es vivir en el verso. Ven.
Serás uno de los nuestros, también te insultaremos,
diremos que equivocas culos y témporas, que regüeldas metáforas,
que pedes prosopopeyas proparoxitonantemente,
que salseas la urdimbre argumental con parásitos rimbodianos,
lorquianos, nerudianos, lo que sea que te parasite.
Serás estigmatizado, vapuleado, pateado en los huevos, besado con lengua,
dado por culo y sacado en hombros y dado vueltas a la fuente.
Alguno te prologará.
Alguna se te abrirá de piernas (o alguno también, no lo desdeñes).
Te morirás de gusto y de disgusto, según días.
Y tendrás un nombre escrito en algún lado y serás feliz y aborrecerás todo eso
porque no es lo que tú imaginabas de niño, ni remotamente.
Un día, quizá no por casualidad, bajará el ángel y te dará un beso en la frente
y pondrás un milagro en un papel, más bonito que un San Luis,
más profundo que las tripas y los pozos,
más alto que las torres y las cimas nevadas,
¡un milagro en un papel!
y seguramente con los vapores del vino y el humo no nos demos cuenta,
o quizá alguno sí y llore, llore con el hallazgo,
porque esas cosas aún nos hacen llorar,
por eso somos lo que somos, lo que eres, lo que morirás siendo.
Es poco, pero es todo lo que queremos conseguir al fin y al cabo.
Y ahora ráscate el bolsillo y paga esta ronda, te toca, poeta, capullo.

T. Galindo

Explicación

Soy humano, dijo, eso lo explicaba todo,
lo perdonaba todo.
Soy humano, como nudo de errores,
como tejer una camisa de disculpas y ponérsela a diario,
y lavarla, y tenderla, y plancharla, y remendarla,
y nunca cambiarla por una limpia, sin mácula.
Soy humano, dijo matando.
Soy humano, dijo quitando el pan de una boca,
dijo rompiendo huesos, dijo pateando culos,
dijo violando, dijo apagando el cigarrillo en un pecho,
dijo robando inocencias.
Dijo soy humano.
Los sabios gravemente inclinaron la cabeza.
Los prudentes, prudentemente, se apartaron.
Las arañas se fueron con sus telas a otra esquina.
Los perros metieron el rabo entre las patas.
Al nacer le pusieron boca abajo y le azotaron las nalgas,
lloró y gritó que era humano. Fue creído.
Le dijeron palabras que habrían derretido la nieve en las montañas,
palabras que curan, palabras para tejer y dar la mano,
palabras que soplan en el escozor y vendan la herida.
palabras que restañan y cicatrizan, que tocan las campanas
y silban los caminos y vuelan con los pájaros,
palabras que dicen las madres meciendo y las muchachas besando.
Solo sentía amor por los puñales.
Y escogió.
Las que son sal en los ojos y sangre derramada,
las palabras que enlodan los ríos y prenden fuego a la cosecha,
las palabras como granizo que todo golpea,
las palabras que van cuesta abajo, en esa sola dirección,
buscando un orgasmo que apenas dura lo que tarda en nombrarse.
Pero es el acto, la elección del idioma lo que determina al hombre.
Di madre, di mano, di el sol de mediodía.
Di gana, di sombra, di primero,
di eso tan intrínsecamente perverso: di yo.
Eso lo explica todo.

T. Galindo

Lo que sueñan las uvas en la siesta

Estoy mirando el racimo, colgadizo de la parra.
A ver qué aprendo.
Son hermosas las uvas, doradas,
solo con verlas se adivinan dulces, justamente ácidas,
llenas de verano, alguna lluvia, mucho sol.
Han sabido subir desde la tierra con su carga de azúcar
y su presentimiento de vino.
El mosquito se afana en un pámpano.
Yo leo.
Tú cantas.
Una canción de agua y de jabón, de niños y limones,
de pinzas en la boca y ropa blanca.
Estoy en la escena de sabores, de lo lento,
somos la gota de miel que nadie sabe
si está cayendo o es así, perfecta,
inanimada teta de diosa rubia.
Estoy suspendido en el aire de una canción del agua.
Estoy midiendo el vuelo del mosquito que despega del pámpano.
Aprendo despacio a deletrear golondrinas,
a sumar dos y dos uvas, dos y dos hormigas en el tronco,
dos y dos niñas regándose en el patio.
Aprendo que no hay prisa.
Aprendo que la prisa tiene agujeros, como un colador,
donde echas el tiempo y sale en mil, como hilos,
y el tiempo ya no se nota, ya ha perdido su peso grave,
ya no mueve molino ni impulsa nave,
está difuso en la prisa, nebulizado,
es una niebla de días y de edades.
Al trasluz eres un ser de otro mundo.
Tiene tu aura calidades de ala de libélula
y luz de sol poniente.
Más allá de ti, el diluvio.
Cerca de ti lo tibio de la carne,
el sol que se recoge en tu vestido,
el agua que cuelga de tus manos como joyas,
diamantes del cubo de la colada,
humedades de sábanas que olieron a nosotros
cuando éramos gacelas en la sabana,
el agua que te resbala los tobillos
y deja besos de pie en las baldosas coloradas
que se difuminan deprisa con el sol y mueren.
Cada nave deja su estela y tú los cinco dedos de agua
que te siguen y al calor desaparecen.
Te metes en mi sombra y me estremezco.
El canto de las niñas no dice nada, es así de sabio.
Es una risa pura, sin trastienda. No tiene explicación.
Yo les doy una uva a cada una, se la pongo en la mano y se la cierro
como si fuera un tesoro.
Cómela en el columpio, te sabrá dulce cuando estés arriba,
ácida cuando estés abajo. Es una uva mágica.
Ellas me regalan una mariquita, se la pasan de mano en mano
y va como un perrito, haraganeando, por esos dedos chiquitos
por esas manos de mazapán, traviesas,
que me roban mi sombrero de paja y van riendo
y mirando hacia atrás y riendo.
Nunca las niñas serán tan bellas como en columpio,
con el pelo persiguiéndolas, con los pies descalzos,
el vestido de flores, de camuflaje
delante del jardín y de la parra, de la ropa tendida.
Y yo soy una uva de todo este racimo,
concentro en mí los soles del verano con sus lluvias,
con todas las verdades y las cercanías de la tierra roturada,
ese olor a ozono que el rayo desgaja del oxígeno
yo lo he sentido, ese hierro fresco en la nariz
ante el mar de hierba que se moja, ante el relámpago,
y cómo asciende casi visible a la raíz del ojo,
penetra en los pulmones diciéndote cosas,
cosas presentidas, no sabidas, que suenan familiares,
que suenan a fruta que se pudre en el suelo,
a hombre que se pudre en el suelo y es embebido naturalmente,
y de ahí nace el nutriente,
lo que será y aún es un poco presentido, humus y turba,
viva tierra, humedad,
vida del hombre y pestañeo del valle fértil.
Aprendo a quedarme quieto en el paisaje,
a volar con las hojas y posarme
conscientemente hombre en mi parte de barro,
conscientemente barro siempre en mis inteligencias,
siempre, siempre, recordando raíces y principios,
sorbiendo de la tierra y los contactos del habla,
los demás, que son como yo y somos hierba,
somos pasto, pero no somos pasto porque lo sabemos,
lo pensamos y vamos más allá del crecer como la hierba,
crecemos como números sagrados, como dioses nuevos y reales,
en campos de metal y páginas y humo,
gritando, aullando, y siendo silenciosamente fuertes,
torciendo audaces o imprudentes los senderos trazados por el dios creador
de todo esto que quizá nos ve, nos tiene que ver,
como su error o quizá el temor de tenernos en su nuca, acechando,
cercando su poder, pudiendo lo imposible,
al borde de todos los abismos.
Soy uva de un racimo que se mece mientras cantas,
soñando que cantas, sabiéndote en sueños,
transparente al trasluz tras la sábana blanca
más bella que lo real porque el sol te llena.
Soy uva que es el mundo de un mosquito que no sabe de mundos
ni de hombres, sabe ser mosquito y zumbar, alimentarse,
y dormir en el pámpano.
Soy hombre bajo un racimo y te pienso,
bajo un racimo y en la siesta solo se puede pensar en la desnudez,
y en las verdades, no hay mentiras bajo un racimo,
solo aterradoras verdades que se miran al trasluz de la uva
y se convierten en esclarecedoras aceptaciones,
la vida es aceptarlo y todo lo demás morir en vano
y escupir la uva y matar mosquitos a palmetazos
y cerrar el libro y dejar que se enfríe el café,
el sorbo de café dulce y fuerte, caliente, da vida, da certeza,
hace subir la cabeza y que dé el sol en los ojos y deslumbre,
eso no tiene precio, el sol en los ojos
que solo se puede ver algunas veces, deprisa, porque hiere
pero entera, entera de que hay tanta fuerza que nos es ajena,
tanta luz que no se puede ver. Tanto que temer y que averiguar.
Soy una uva de raíces aéreas,
en mí estallan las luces doradas de la tarde,
los sueños dulces de la siesta con algarabía de niñas en voz baja,
el dejarse vencer en la incierta sombra de la parra
digiriendo y siendo digerido con cierta lentitud agradable.
Qué regalo soñar bajo la parra con un libro abierto
y la camisa abierta y aceptando el tributo del mosquito,
la sangre regalada, su calor que sube por los dedos.
Solo me queda morir para ser vino.
Por eso escribo.

Tomás Galindo ©