Hay libros que uno no se cansa de leer, y sobre todo que no se cansa de recomendar. Este libro, obra cumbre de Francisco Candel armó tal alboroto que a continuación tuvo que escribir otro que se tituló «Dios la que se armó». Se lee solo. Cuando a uno le hablan de libros mediocres con gran tirada, como «Las cenizas de Ángela», tan promocionados y filmados, se pregunta qué hemos hecho para no merecernos conocer libros como este y en cambio que nos metan por los ojos obras como esa, de segunda fila, que no le llegan a esta de Candel a la suela de los zapatos, y que además habla de otras gentes y otras culturas que nos son ajenas, no como la historia de estos niños, y estos mozos de la guerra civil y su posteriores coletazos, de toda aquella misera y aquellos hambres. Porque es una novela histórica, de nuestra propia historia, veraz, sin doblez, sin maquillajes y a la vez tan tierna y divertida de leer, os animo a leer este libro.
Este libro trata de la vida de el Grúa. No, no señor, yo soy el Gafas, a mí siempre me han llamado así, pero al Grúa lo conocí de pequeño, bueno, desde que nació, éramos vecinos, claro que entonces lo llamábamos el Gruíca. El Grúa ya se llamaba el padre, que tenía a la mujer de parto cuando se largó y no se supo más de él, se ve que no quería cargas, mientras la mujer estaba frescachona, bien, pero a lo que se quiso ver con el crío, pues eso, que se largó y no se supo más. El Gruíca se crió en la calle, en la calle y en el campo, que entonces todo esto de ahí eran campos, oiga. Bueno, en la calle nos criamos todos, el Abrán, el Martos, que tenía otra banda y nos cascábamos, el Crescencico, el hijo el Crescencio que era de la CNT, el Raulito, todos en la calle, pero él más, porque ni al colegio fue, que no había dios que lo tuviera allí metido, y claro, como la madre andaba todo el día por ahí fregando casas y en mandados, quién iba a cuidar al chico. Eran otros tiempos, menos mal que pasaron. Entonces todo esto de ahí eran campos ¿sabe? de payeses, que tenían vigilantes con la escopeta al hombro, para que las gentes no fueran a robarles los melones o las acelgas, y si veían un bulto moverse por entre las matas a la noche no reparaban en si era mozo o chico ¡pun! tiro que te crió, y menos mal si era un cartucho de sal. Había mucha escasez, eso antes de la guerra, y en la guerra, luego ya no era escasez, era hambre, muchísima hambre, qué hambre pasamos, dios, qué hambre, que andábamos como los perros por las esquinas. Pero me parece que me voy de un lado a otro sin darme cuenta. ¿Le he dicho que antes todo eso de ahí eran campos? Quién nos iba a decir que ahora esto es como cualquier sitio de Barcelona, oiga. Antes se llegaba aquí sólo con una línea de tranvía que te dejaba cerca, y luego en el coche san fernando, esto eran, no ya las afueras, otro país como si dijéramos. Aquí se liaron a hacer casas para tanto emigrante que venía de Andalucía y de Murcia y de Extremadura, con una mano delante y otra detrás y se creían que era llegar y encontrar trabajo ¡anda ya! La mayoría se hacía una chabola en el monte con cuatro maderas y cartones, como buenamente podía, y algunos más afortunados o que llevaban aquí ya tiempo y tenían la cartilla en regla, a esos les daban una casa en la colonia. Sí señor, era colonia del noséqué pero todo el mundo las llamaba las casas baratas. Había alguna fuente, alguna farola, algún arbolico que no prosperó, mayormente porque la gente arrancó las fuentes y las farolas para vender el jierro, y los arbolicos para leña, o porque sí, por entretenerse. El Grúa vivía realquilado en una habitación con su madre, con derecho a cocina, y cuando fue mayorcico y ya tenía pelos allí, con derecho a cepillarse a la hijica, que tenía pocos reparos, y al fin y al cabo, como la mocica tenía que dormir con sus hermanos en la misma cama porque no había pa más, pues ya estaba bien experimentada. Qué hambre que pasemos. Que pasamos, digo. El Grúa iba con mi madre y conmigo y con alguno más al extraperlo, a comprar, o a robar por el extrarradio. Bajábamos en tren hasta donde fuera, y parábamos en los pueblos a comprar aceite y verduras. Como no te lo querían vender, lo robábamos, así, si nos cogían había que pagarlo, pero al menos tenías algo que llevarte a la boca. Cardos y borrajas por los ribazos no había ya, eso es lo primero que cayó, qué hambre, luego nos comimos… ¡todo! Aunque el Grúa, como era ratero y no conoció los escrúpulos en su vida, qué malo era, no lo pasó tan mal, siempre había uno más débil que él de quien abusar. En la guerra hasta disfrutó, yo le oí decir que le habría gustado ser mayor para poder ir a la guerra, y no un crío, y yo le pregunté ¿y para qué?, y qué se cree que me contestó: ¡Para matar!. Hostia, qué bruto y qué mala persona era. Pero bueno, era uno del barrio ¿sabe? uno de nosotros, un crío con el que nos descalabramos a pedradas y con quien compartimos mil veces el hambre y alguna el almuerzo. Cuando la guerra nos íbamos a ver a los afusilaos ahí cerca, que había un zanjón enorme y ahí los echaban, y también los mataban en las tapias del cementerio; les daban el paseo, eso hacían, los traían hasta aquí afuera en coche y les decían que los iban a soltar y una vez que echaban a correr les aplicaban la ley de fugas ¡pam pam! y al día siguiente los chicos íbamos a ver cuántos contábamos, y si había algo que llevarse. A los que despenaban en Barcelona los traían por aquí en carros de caballos, que iban dejando un rastro de sangre, y los chicos espantábamos a los perros a cantazos ¡luego se jartaban cuando los echaban a la zanja! hasta que les echaban la cal encima, y luego, otra capa de muertos. Un día quiso ir a tirarse una muerta, que la veíamos desde arriba y estaba desnuda y estaba muy buena, y bajó y todo, pero luego de llegar delante de ella se dio media vuelta y volvió corriendo ¡que no tenía cabeza, decía, que sólo un cachico cara! ¡Qué jodío, si no, ese se la tira, vaya que se la tira! Luego entraron los nacionales, Franco, ¿sabe? y todo eran arribaespañas y vivafrancos y caralsoles, y como no levantaras la mano y gritaras te ganabas una hostia, y eso si eras chico, que por menos, a los mayores, los llevaban a la cárcel. Y curas, muchos curas, yo que creía que los habíamos matâ… que los habían matao a todos, pues no, salieron de donde estaban escondíos, como personas normales que estaban algunos, y otra vez los rezos y las penitencias. Mi madre siempre fue muy santurrona, y en casa nos hacía rezar, y nos hizo ir a la catequesis, hasta que la quemaron y robaron todo lo que había dentro de valor. Pero luego cuando volvieron otra vez los meapilas al menos nos tenían bien considerados. Aquí en las casas baratas fue la desbandada, to dios escapó a Francia y muchos tardaron años en volver. Vaya purga hicieron, pero entonces ya no daban el paseo, estos ya fusilaban por lo legal, con juicios y con curas y eso, pero matar, mataban lo mismo o más, pero con orden. Por entonces el Grúa ya definitivamente se metió a ladrón, qué iba a ser, sin estudios ni oficio ni beneficio… ni ganas de trabajar, esa es la verdad. Pero no un ladrón de los de ganar para salir adelante, no señor, igual robaban una tonelada de cable, que vaya lo que tenían que sudar para arrastrarla, y luego la malvendían por cuatro duros y se la gastaban en cualquier gachupinada, por figurar, que al Grúa siempre le gustó mucho figurar y pretender ser alguien. Tuvo su mejor momento cuando se echó una querida que tenía un bar, yo creí que ya había hecho carrera con la del bar, allí tenía su dinerico que no le faltaba nunca en el bolsillo, lo llevaba bien trajeao, se podía pasar la tarde echando unas cartas allí con los clientes, y si quería un café o una coñá, pues venga, allí que se lo servía la otra que perdía el culo por él. Y la tuvo que cagar, yo no sé qué quería que cuando mejor estuvo en la vida peor cara ponía, como si le escociera, oiga, como si le escociera comer caliente, ir limpio y echar un polvo cada noche con una tía buena. Porque esa es otra ¡encima estaba buena!. Y él tuvo que dejar preñada a la Cirila, que no tenía na, ni culo ni tetas ni na, una cría. Se enredó con ella y no sé qué le dio que acabó haciéndose una chabola para vivir allí con ella y con el crío, y con cuatro cartones se la hizo aquí al pie del monte, porque aquí, aunque usté no se lo crea, todo esto, antes, eran campos, oiga, campos. Mal, muy mal acabó, qué quiere que le diga, como la madre, borracho, mendigo, qué pena, pero es lo que yo digo, que uno nace para lo que nace, y el Grúa cómo iba a acabar ¿eh? Pues eso.
Tomás Galindo ©