Me morí y nada fue como había pensado.
Hubo llanto, sí. Es lo obligado.
Hubo pena y refrescos y algo de picar.
Yo, todo hay que decirlo, fui un muerto muy aparente,
tan bien afeitado como no fui nunca,
con todos los botones abrochados, los zapatos limpios,
con calcetines… con corbata
(eso no estuvo bien) pero muy en mi papel.
La cara no me quedó de gárgola como otros que sufrieron
sino como de sorpresa, como de ¿ya, de verdad?
Los deudos contuvieron sollozos dignamente
y las visitas fueron más de las pensadas
-no, no habrá misa ni responso, ya sabe cómo era él-
y decían que sí o qué me va a contar,
él (yo) nunca conté nada de eso porque no tenía nada que contar.
Son cosas que se dicen los que no tienen nada que decir
y aparecen y firman y miran como preguntando si ya cumplieron,
si ya se pueden ir, que tienen mucho que hacer.
A otros en cambio los vi afligidos
y habría abierto mucho los ojos si no hubiera estado muerto.
Luego cerraron el cajón y creo que me quemaron, lo supongo,
digamos que ya la cuestión material dejó de interesarme,
era todo muy carnal, muy como de ser animal y carroña, desagradable.
No quise mirar atrás por no guardar mala estampa de mí.
El túnel blanco, la luz al fondo.
Nada.
Pensé que habría algo.
Todo se va como difuminando, haciéndose gaseoso, pálido,
creo que yo también.
¿Será esto de verdad morirse?
¿Por qué me siento extrañamente conforme?