Aquella niña tenía una bicicleta amarilla.
Una bicicleta amarilla, qué maravilla.
Aún me parece estar viéndola,
pasar lenta, seria, el pelo apenas movido por el viento,
erguida sobre el sillín,
pedaleando como deben pedalear los ángeles sobre las nubes
o los delfines en el fondo del mar.
Pedaleando como una reina
sobre una bicicleta de reina.
Y no sonreía.
No sonreía nunca.
Ni siquiera cuando, cansada, volvía por el sendero andando,
llevaba la bici por el manillar
y yo me ofrecía a ayudarla
y ella me dejaba conducir la bici
(nunca me atreví a pedirle que me dejara montarme).
Era una niña hermosa y,
aunque yo aún no tenía ojos para advertirlo,
verla pasar tan limpia, tan derecha,
con su vestido de alegres colores,
enseñando las rodillas tostadas y los calcetines blancos,
debía ser una estampa deliciosa para espíritus más sensibles
que el de un niño con tirachinas asomando del bolsillo.
Era una niña hermosa, eso sí lo veía.
Y seria. No sonreía.
Yo habría sido feliz con una bicicleta.
Yo habría sido superfeliz con una bicicleta amarilla.
Pero ella era una reina en un palacio
y tenía bicicleta. Y jardín con rosas,
en vez de huerto con judías y tomates como todos,
una tata con sombrero que la llevaba a misa
y leía un libro en un banco del paseo,
mientras la niña daba vueltas y vueltas a su alrededor,
paseo arriba, paseo abajo, paseando su bicicleta.
Hasta tenía un perrito que ni cazaba ni ladraba ni mordía,
pequeño y lanudo, ni siquiera iba detrás de las perras,
y llevaba un lazo ridículo en la cabeza.
Y ella también. Rosa.
A veces nos miraba al pasar, disimulando.
A veces venía el hombre,
la levantaba en sus brazos como un pelele
y le besaba las mejillas mientras ella seguía mirando a otro lado.
La mujer que iba con él se agachaba
y siempre tenía algo que limpiarle en la cara con el pañuelo,
aunque no puedo suponer qué,
y le decía que se portara bien.
¡Yo sabía que era un ángel… y le decían que se portara bien!
Cuando se iban, entonces sí, pedaleaba sin parar,
frenética, hasta más allá de la iglesia y el cementerio.
Y yo iba hasta mitad del camino
porque sabía que me dejaría cogerle la bicicleta y acompañarla de vuelta.
Olía muy bien, no a flores ni a campo
sino a algo que no era del pueblo.
Luego supe de perfumes en frasco y tampoco era eso.
Extrañamente silenciosos dos chiquillos
a los lados de una bicicleta una tarde de verano,
cigarras, gorriones, una cigüeña con una culebra en el pico,
las cañas que nacen de la acequia, un tilo
que además de sombras tiene luces de plata,
el dulce crepitar de las piedritas al paso.
La miré, me pareció que ir de la bici era como ir de la mano.
Me dijo «espera, no mires», se metió en la fronda,
oí un ruidillo de agua y me sentí muy hombre,
por primera vez una mujer confió en mí.
Aquella tarde regalé mi tirachinas.
Y otra tarde, después, recibí mi primer adiós
y los veranos ya no fueron igual. Nunca supe su tristeza.
Siempre que veo una bicicleta amarilla me lo pregunto.
Siempre, como si fuera algo tan importante al cabo de los años.
La infancia son huellas en la arena
que el mar es incapaz de borrar.
Tomás Galindo ©