La Muerte vino despacio
con su vestido de sombras,
la luna la vio pasar
espantando a las gaviotas,
la luna bailaba lenta
en la falda de las olas.
Estaban quietos los peces
y mudas las caracolas
y el mar miraba a otro lado
por no ver la cara hosca
de petróleo y hollín
del vendedor de carroña.
La Muerte montó en la barca
y las ratas por la borda
huyeron entre chillidos
y desgarrones de estopa,
la Muerte que olía a brea
y sonaba a tripas rotas
al timón del leviatán
reía como una loca.
La barca no tiene un nombre
que la distinga en la proa,
ninguna barca lo tiene
que la distinga de otra,
ni nadie distingue a nadie
en esa negrura torva,
tienen un nombre común
y una común historia
y una casa en ningún sitio
y un horizonte de horas.
El cielo es puro carbón,
la luna, linterna sorda,
dibuja en una pizarra
contornos que se emborronan,
ojos brillando en lo oscuro
como si fuera un sola
criatura del espanto
incierta y temblorosa
que de repente se rompe
en cien siluetas brumosas.
Los niños crecen de golpe
con explosión silenciosa
de padres amordazados
y de madres que se doblan.
Son el peso de la carne
que hunde la barca en las ondas,
carga de desheredados,
equipaje de derrotas,
que por no tener, no tienen
ni cifra que los recoja.
Llevaban silencio al hombro
y una mochila de alondras,
la Muerte viajó con ellos
y los entregó a las rocas,
con su maleta de sueños
su ilusión, sus cuatro cosas,
sus verdades como puños,
nuestras mentiras piadosas.
Puestos a secar al sol
los niños parecen conchas,
los ojos llenos de sal,
la boca llena de Europa.
Tomás Galindo ©