Soy humano, dijo, eso lo explicaba todo,
lo perdonaba todo.
Soy humano, como nudo de errores,
como tejer una camisa de disculpas y ponérsela a diario,
y lavarla, y tenderla, y plancharla, y remendarla,
y nunca cambiarla por una limpia, sin mácula.
Soy humano, dijo matando.
Soy humano, dijo quitando el pan de una boca,
dijo rompiendo huesos, dijo pateando culos,
dijo violando, dijo apagando el cigarrillo en un pecho,
dijo robando inocencias.
Dijo soy humano.
Los sabios gravemente inclinaron la cabeza.
Los prudentes, prudentemente, se apartaron.
Las arañas se fueron con sus telas a otra esquina.
Los perros metieron el rabo entre las patas.
Al nacer le pusieron boca abajo y le azotaron las nalgas,
lloró y gritó que era humano. Fue creído.
Le dijeron palabras que habrían derretido la nieve en las montañas,
palabras que curan, palabras para tejer y dar la mano,
palabras que soplan en el escozor y vendan la herida.
palabras que restañan y cicatrizan, que tocan las campanas
y silban los caminos y vuelan con los pájaros,
palabras que dicen las madres meciendo y las muchachas besando.
Solo sentía amor por los puñales.
Y escogió.
Las que son sal en los ojos y sangre derramada,
las palabras que enlodan los ríos y prenden fuego a la cosecha,
las palabras como granizo que todo golpea,
las palabras que van cuesta abajo, en esa sola dirección,
buscando un orgasmo que apenas dura lo que tarda en nombrarse.
Pero es el acto, la elección del idioma lo que determina al hombre.
Di madre, di mano, di el sol de mediodía.
Di gana, di sombra, di primero,
di eso tan intrínsecamente perverso: di yo.
Eso lo explica todo.
T. Galindo