Odiaba a todos esos niños bonitos. Los miraba y los dientes me rechinaban de odio y rencor. Ahí estaban sus madres como gallinas entre sus polluelos presumiendo sobre quién llevaba a su nene mejor engalanado. Con dulces frases llenas de doble sentido se lanzaban acerbas críticas unas a otras sobre el inmaculadamente blanco delantalito de mi niña, o sobre los lacitos de mi Titín, o sobre que a tu Cuqui le han salido los dientes pero la mía ya se va solita y la tuya no.
Se los pasaban una a otra, los sobaban, los besuqueaban al grito de «ay mi niño qué guapo que es él», intercambiaban potitos y pañales y hablaban y no paraban de lo mal que llevaron el destete, y de las maravillosas y carísimas papillas que hacían engullir a sus mamoncetes como si fueran ocas cebadas para sacarles el foie.
Eran cuatro o cinco madres, día más día menos, que coincidían en la umbría del parque, donde las madres con hijos algo más mayorcitos los miraban deslizarse por el tobogán y reñir por el columpio.
Pero ellas debían contentarse aún con llevar a sus nenes de la manita en sus primeros pasos alrededor del banco, jaleadas por las otras madres que les decían lo bien que echa la piernecita tu niña y mira qué prisa se quiere dar, y monerías por el estilo.
Yo las odiaba, a ellas y a sus críos estúpidos y cabezones que aún no sabían hablar y hacerse entender. Sus críos vestidos de blanco inmaculado, de amarillo clarito, de azul pastel, de rosita de hada madrina, con profusión de lazos y baberos con patitos y gorritos de punto hechos por las amorosas manos de las yayas.
Pero yo esperaba mi venganza. Ellas me habían quitado mi banco, el banco en el que mejor se leía el periódico hasta que ellas lo descubrieron. Pero eso no iba a quedar así.
Esa mañana me había armado convenientemente y en cuanto se descuidaran me las iban a pagar todas juntas.
Aproveché el momento en que dejaban a sus rorros encima de un par de mantas, sobre el césped y se dedicaban a comentar los cotilleos televisivos. Entonces me acerqué a ellos y procedí a ejecutar mi artero plan, para salir a buen paso antes de que se dieran cuenta.
Al minuto comenzaron los gritos.
-¡Ay, hijo mío, pero cómo estás así!
-Jesús pero qué te ha pasado, mírate.
-¡Madre mía de mi corazón, pero quién te ha dado eso!
-¡Pero qué canalla se ha dedicado a repartiros chocolatinas!
-¡Madre de dios, pero cómo te has puesto, pero hasta arriba de chocolate!
-¡Mira el baby, y la chaquetita de angora, a ver cómo saco yo ahora el chocolate de la chaquetita de angora y la camisita de perlé!
-¡Vamos, si lo cojo lo mato, es que lo mato!
Si de esta no han aprendido, la próxima vez será mermelada de moras…
(Dedicada a Rochi)
Pero si todo el mundo sabe que no lees jamás un periodico…
Vaaa…menos lobos…¡¡¡
Con el Kalia, ni rastro….
Me ha gustdo muchisimo esta historia porque conozco una parecida. Mi madre le dio a los hijos de una amiga que iban almidonados como repollos unos trozos de bimbo bien cargaditos de nocilla.Esos niños que hoy son padres dicen que era la anecdota de la infancia que mas se recordaba en su casa.
jajajajjajajajajaj
buenisimo!!!! me cague de risa…gracias por la dedicacion…