La noche entre tus manos, qué de nardos,
qué sábanas de lava, cómo el gesto
del cabello a la luz y la ventana
revuelo de palomas ateridas,
la calle y su canción, cacofonías
de viento en las acacias, dulcemente
el ámbar de la gota en la mejilla
saladamente ungida, y en los párpados
temblores exquisitos. Te recojo
en un pañuelo, te recorro, busco
las hirvientes laderas de espumosas
fontanas manando vientre abajo,
vorágine del centro de las cosas,
vorágine del centro de las rosas,
un aleteo, un pulso, un pestañeo,
afirman las presencias, el contacto
gravitacional, somos dos planetas
girando satélites, dos cuerpos
celestes, que colisionan lentos
en un cielo tan blanco, tan süave.
Es un segundo apenas, un segundo,
es un blando big bang, una callada
tormenta azul de mansos alacranes
y vuelve y va y suspira y aún viene
marítima bonanza, olas sedosas,
saltarines delfines de los pechos,
y todo bajo el agua, submarino,
es otro mundo sin ruidos ni fronteras,
huída e inmersión, prófugos somos
del balcón, la puerta, la escalera,
con los ojos cerrados, con la boca
aspirando los vientos de otra boca,
entre peces y algas y almohadones
húmedos de sudor, saliva, sal
derramada del cuerpo y a los mares
que somos, pues somos mares también.
Las manos ya quietas, el suave viento
no suena ya las hojas, apagados
los ruidos se diluyen en lo oscuro,
la calma son dos pies entrelazados,
y la respiración de los cachorros.
La vida fue hasta aquí, llegó otra cosa
y nadie sabe qué. Luego amanece.
Tomás Galindo ©