La vida alrededor, los árboles, las nubes,
los huéspedes inquietos del agua y de la flor,
la vida derramada en noches somnolientas
en luces de neón.
El agua de la acequia le canta su canción
a la tarde que plácida se apaga en un rincón
de mi memoria. Dulce insomnio el que lleno
de juncos y licor.
Alrededor el verde contaba hasta un millón,
un verde de persianas embebidas de sol,
el verde de las parras, las voladizas hadas
del diente de león,
de unos ojos mirando en una deflagración
de aceite, en la pronunciación
del verde en las llanuras, y en las arquitecturas
del mínimo piñón.
Y la vida amasaba la noche y el farol,
la niña con la comba, la vieja en el balcón,
el asiento a la fresca, los hombres que enhebraban
el hilo del porrón.
Y una callada noche desconocida hoy
de buhos y polillas y del grillo cantor
enmarcando el silencio o subrayándolo
para oírlo mejor.
Son hojas de un cuaderno y de un sauce llorón,
bajo el que una muchacha lee versos de amor.
Atardece. Está todo tan limpio.
En el aire un olor
a jardines de otoño, para siempre quedó
mudo en aquella estampa. Recuerdo que llovió
y la hierba cortada, y los pasos que dimos
presurosos los dos.
Era todo tan nuevo, bordado con primor
dibujaba el paisaje en trazo seductor,
niñas enamoradas de blusas empapadas
y un halo de rubor.
Los zapatos, camisa, chaqueta y el reloj,
las abejas, el trigo, el vuelo del gorrión,
un zumbido de abejas. Lo que se enmudeció
reverbera en los sueños, prístino consuelo
de otro tiempo y despierta, en la calle desierta,
el ruido de un motor.
La vida es el cadáver del niño que te mira
al fondo de un cajón, en una desvahída
foto de escolares al sol.
La vida es esa cosa alrededor que intentas
agarrar y es sombra, aire, dolor.
La vida es ese sueño que te dice que no.
Una niña a lo lejos diciendo adiós, adiós.
Tomás Galindo ©