-¿Y esa llave inglesa encima de la mesa del comedor?
-Ah, es la que uso para sujetar el libro y poder leer mientras como.
Claro, ya sé que no es muy corriente tener una llave inglesa sobre la mesa del comedor, pero viene bien para eso y así no necesito un atril. Claro, eso no puede ser más que en una casa de soltero, en una casa con mujer sería algo impensable. Porque, desengañémonos, nuestras casas, amigos, esas casas que compartimos con ellas, a las que amamos, a las que entregamos nuestro corazón, no son nuestras, son de ellas. Ellas son las que dicen dónde van los muebles y qué muebles. Ellas eligen el color de las paredes (sí, ya sé que siempre preguntan, pero no es para saber qué quieres tú, sino para reafirmarse en tu mal gusto). Ellas eligen visillos y cortinas. Ellas llenan de pañitos cada rincón vacío de los muebles. Ellas colocan el ajuar en los armarios de la cocina y las habitaciones, cada cosa en su sitio. En «su» sitio, y «su» sitio es el que ellas dicen y eso es una verdad indiscutible, como la santísima trinidad, como el verbo que se hizo carne y habita entre nosotros. Ellas dictan la disposición de las cosas en el hogar y marcan la raya entre lo malo y lo bueno. Cierto que los hombres somos como somos y nos dejaríamos caer en la desidia. Soy buena prueba de ello, sé cómo tenía la casa. Pero las mujeres no admiten término medio. No, la casa no puede estar a mitad de camino entre como la quiere ella y como la dejaría él, no: la casa ha de estar como quiere la mujer. Como dios manda. Viven con el fantasma del mayordomo de la tele con su algodón pringado de polvo atormentándolas en sus pesadillas. Yo reivindico un término medio entre los chorros del oro de la mujer y la cuadra llena mierda del hombre. ¿Por qué la casa ha de ser territorio exclusivo de la mujer, eh? Pues porque las mujeres son sabias, y tú eres un bruto y un trogolodita.
Las mujeres son sabias, en serio, lo digo en serio. Tienen una ciencia que al hombre se le escapa y que consiste en atinar, como la cosa más sencilla, en cuestiones que al personal masculino dejan perplejo. Sin duda, la mujer está más anclada a las cosas de la tierra que el hombre, más volátil y espantadizo. Yo nunca sé qué cenar, en cambio mi mujer echa un vistazo en la cocina y zas, en un santiamén prepara algo rico rico y con fundamento como el Arguiñano. Cuando el hombre va, la mujer ya ha venido. Si yo no sé qué hacer este fin de semana, mi mujer tiene siete ideas. Si no sé dónde ir de vacaciones, mi mujer se debate entre cuatro destinos distintos a cuál más atractivo.
Si yo no sé lo que llevo en el bolsillo, ella suma mentalmente los tíquets de la compra y sabe al dedillo el gasto doméstico. Vale, hasta ahí todo idílico. Pero el caso es que esta ciencia infusa femenina no para en lo meramente expositivo, ella sabe que no hay que votar a fulanito, sino a menganito, digan lo que digan ambos. ¿Qué político no va a mandar un mensaje hermoso, esperanzador y bien argüído? Pero ella detecta y conoce las miradas huidizas, los tonos enfáticos y los descuidados, lo que se dice al desgaire y lo que se acentúa. Y sabe distinguir al que habla con sinceridad del que falsea por medio del tono de la corbata, por el collar de perlas, por el color del lápiz labial. Hace bien. Al fin y al cabo, yo me quedo en las palabras, que se las lleva el viento, que dijo el poeta, pero el lápiz labial, hoy, es indeleble. Por eso son temibles las mujeres en la clase política o directiva. Uno ve a un fulano de uñas largas, mirada ávida, colmillos afilados, y ya va prevenido acerca de sus aviesas intenciones. Pero ante una dama que enseña las rodillas, que sonríe deliciosa, que huele bien… ¿quién toma precauciones? Mujeres… de ellas va a ser el mundo, ahora que no tienen que andar con los hijos a cuestas, y a nosotros nos van a dar mucho por saco. Dentro de cuatro días, o de cuarenta años, van a hacerse con la gobernación de la cosa pública, como se han hecho ya con la de la esfera familiar. En fin, peor que con la manu militari del hombre no nos puede ir. El gobierno femenino llevará a un mundo mejor. Mientras nos dejen el deporte…
(Todo esto viene a cuento de una cosa en la que acabo de caer: He pasado muchos años viviendo solo y de forma un tanto silvestre, hacía lo que quería, cuando quería, como quería; vestía de cualquier manera, comía lo que había en la nevera, y había en la nevera cualquier cosa que me cayera a mano en el supermercado; no tenía horarios, ni calendarios; la casa, mi casa, sirvió de ejemplo para el libro «Cómo tener la casa como un auténtico cerdo». Yo era el tipo que creía que las cortinas no había que lavarlas. Nunca. El que un día descubrió que los cristales de sus ventanas ya eran translúcidos en vez de transparentes. El que tenía los libros apilados en el suelo. El que se hacía la cama una vez a la semana. El que fregaba una perola cuando la necesitaba para guisar. El de la arruga es bella. Y ahora he descubierto que necesito la mano directriz de mi mujer para ser feliz. Ahora sé que se duerme mejor de noche que de día, y que lo de planchar las sábanas da luego mucho gustito. He aprendido que se pueden fregar los cacharros mientras cuece la verdura. Que no hace falta desperdigar la ropa sucia por el suelo. Que la mesa no se raya si se pone un mantel. Que en compañía y en sexo, cotidiano no es lo mismo que rutinario. Que prefiero discutir con ella que conmigo -es más comprensiva que yo-. Que existe la escobilla del váter. Cosas tan tontas, tan nimias, y sin embargo, con qué efecto alegre actúan sobre el ánimo. Todo globo necesita una cuerdita que lo ancle a la tierra, o acaba yéndose por las nubes, perdiéndose. Si la cuerdita no es tan corta que lo ate, si no es una cadena que le impida volar, si no le dan tirones… funciona. Porque, como he dicho al principio, las mujeres son sabias. Al menos la mía. ¡Menos mal!)
«su» casa, «su sitio»…. «tu mujer»
Precioso y transparente sin mas…no dejas de sorprenderme.