Estoy mirando el racimo, colgadizo de la parra.
A ver qué aprendo.
Son hermosas las uvas, doradas,
solo con verlas se adivinan dulces, justamente ácidas,
llenas de verano, alguna lluvia, mucho sol.
Han sabido subir desde la tierra con su carga de azúcar
y su presentimiento de vino.
El mosquito se afana en un pámpano.
Yo leo.
Tú cantas.
Una canción de agua y de jabón, de niños y limones,
de pinzas en la boca y ropa blanca.
Estoy en la escena de sabores, de lo lento,
somos la gota de miel que nadie sabe
si está cayendo o es así, perfecta,
inanimada teta de diosa rubia.
Estoy suspendido en el aire de una canción del agua.
Estoy midiendo el vuelo del mosquito que despega del pámpano.
Aprendo despacio a deletrear golondrinas,
a sumar dos y dos uvas, dos y dos hormigas en el tronco,
dos y dos niñas regándose en el patio.
Aprendo que no hay prisa.
Aprendo que la prisa tiene agujeros, como un colador,
donde echas el tiempo y sale en mil, como hilos,
y el tiempo ya no se nota, ya ha perdido su peso grave,
ya no mueve molino ni impulsa nave,
está difuso en la prisa, nebulizado,
es una niebla de días y de edades.
Al trasluz eres un ser de otro mundo.
Tiene tu aura calidades de ala de libélula
y luz de sol poniente.
Más allá de ti, el diluvio.
Cerca de ti lo tibio de la carne,
el sol que se recoge en tu vestido,
el agua que cuelga de tus manos como joyas,
diamantes del cubo de la colada,
humedades de sábanas que olieron a nosotros
cuando éramos gacelas en la sabana,
el agua que te resbala los tobillos
y deja besos de pie en las baldosas coloradas
que se difuminan deprisa con el sol y mueren.
Cada nave deja su estela y tú los cinco dedos de agua
que te siguen y al calor desaparecen.
Te metes en mi sombra y me estremezco.
El canto de las niñas no dice nada, es así de sabio.
Es una risa pura, sin trastienda. No tiene explicación.
Yo les doy una uva a cada una, se la pongo en la mano y se la cierro
como si fuera un tesoro.
Cómela en el columpio, te sabrá dulce cuando estés arriba,
ácida cuando estés abajo. Es una uva mágica.
Ellas me regalan una mariquita, se la pasan de mano en mano
y va como un perrito, haraganeando, por esos dedos chiquitos
por esas manos de mazapán, traviesas,
que me roban mi sombrero de paja y van riendo
y mirando hacia atrás y riendo.
Nunca las niñas serán tan bellas como en columpio,
con el pelo persiguiéndolas, con los pies descalzos,
el vestido de flores, de camuflaje
delante del jardín y de la parra, de la ropa tendida.
Y yo soy una uva de todo este racimo,
concentro en mí los soles del verano con sus lluvias,
con todas las verdades y las cercanías de la tierra roturada,
ese olor a ozono que el rayo desgaja del oxígeno
yo lo he sentido, ese hierro fresco en la nariz
ante el mar de hierba que se moja, ante el relámpago,
y cómo asciende casi visible a la raíz del ojo,
penetra en los pulmones diciéndote cosas,
cosas presentidas, no sabidas, que suenan familiares,
que suenan a fruta que se pudre en el suelo,
a hombre que se pudre en el suelo y es embebido naturalmente,
y de ahí nace el nutriente,
lo que será y aún es un poco presentido, humus y turba,
viva tierra, humedad,
vida del hombre y pestañeo del valle fértil.
Aprendo a quedarme quieto en el paisaje,
a volar con las hojas y posarme
conscientemente hombre en mi parte de barro,
conscientemente barro siempre en mis inteligencias,
siempre, siempre, recordando raíces y principios,
sorbiendo de la tierra y los contactos del habla,
los demás, que son como yo y somos hierba,
somos pasto, pero no somos pasto porque lo sabemos,
lo pensamos y vamos más allá del crecer como la hierba,
crecemos como números sagrados, como dioses nuevos y reales,
en campos de metal y páginas y humo,
gritando, aullando, y siendo silenciosamente fuertes,
torciendo audaces o imprudentes los senderos trazados por el dios creador
de todo esto que quizá nos ve, nos tiene que ver,
como su error o quizá el temor de tenernos en su nuca, acechando,
cercando su poder, pudiendo lo imposible,
al borde de todos los abismos.
Soy uva de un racimo que se mece mientras cantas,
soñando que cantas, sabiéndote en sueños,
transparente al trasluz tras la sábana blanca
más bella que lo real porque el sol te llena.
Soy uva que es el mundo de un mosquito que no sabe de mundos
ni de hombres, sabe ser mosquito y zumbar, alimentarse,
y dormir en el pámpano.
Soy hombre bajo un racimo y te pienso,
bajo un racimo y en la siesta solo se puede pensar en la desnudez,
y en las verdades, no hay mentiras bajo un racimo,
solo aterradoras verdades que se miran al trasluz de la uva
y se convierten en esclarecedoras aceptaciones,
la vida es aceptarlo y todo lo demás morir en vano
y escupir la uva y matar mosquitos a palmetazos
y cerrar el libro y dejar que se enfríe el café,
el sorbo de café dulce y fuerte, caliente, da vida, da certeza,
hace subir la cabeza y que dé el sol en los ojos y deslumbre,
eso no tiene precio, el sol en los ojos
que solo se puede ver algunas veces, deprisa, porque hiere
pero entera, entera de que hay tanta fuerza que nos es ajena,
tanta luz que no se puede ver. Tanto que temer y que averiguar.
Soy una uva de raíces aéreas,
en mí estallan las luces doradas de la tarde,
los sueños dulces de la siesta con algarabía de niñas en voz baja,
el dejarse vencer en la incierta sombra de la parra
digiriendo y siendo digerido con cierta lentitud agradable.
Qué regalo soñar bajo la parra con un libro abierto
y la camisa abierta y aceptando el tributo del mosquito,
la sangre regalada, su calor que sube por los dedos.
Solo me queda morir para ser vino.
Por eso escribo.
Tomás Galindo ©