No fui yo quien la alumbró en la noche,
la llevó a casa de madrugada entre sombras bailando,
oscuros corredores de indistinguibles ruidos,
adoquines brillantes sin luna y sin estrellas.
No fui yo quien la besó en la boca
y se dejó besar tan blandamente, tan cerrados los ojos,
tan ardiente y despeinada
y la boca borrada en un carmín corrido.
No fui yo quien la miró subir, sus piernas
tan largas que llegaban hasta el cielo,
la quebradiza cintura en la penumbra,
la ceñidas caderas,
la silueta de fruta de su pecho al volverse
y mirar atrás y abajo invitadora, incitadora, iniciadora.
No, no fui yo quien se envolvió con ella
en el lienzo blanquecino que dibujó la ventana abierta,
no fui quien le envolvió los muslos con los muslos,
no fui yo quien le sacó el gemido que llevaba
atorado en la garganta tanto tiempo.
No fui yo quien le encendió el cigarrillo,
sirvió el vino en el vaso, le enjabonó la espalda,
le tendió la toalla y la mirada
franca, desnuda, disponible.
No fui yo quien la mató despacio sorbiéndole el aliento
con la rabia reptil que tienen los amos,
con la furia del niño que destroza su castillo de arena.
Yo solo fui quien la lloró y la llora.
Tomás Galindo ©