apriétame la mano, yo te dije,
volvías de la vida y de la noche
desasida, flotante, ennubecida,
como carreta que va perdiendo carga
dejando atrás un rastro de minutos,
pesando cada vez un poco menos,
y en esa levedad que da al vacío
al absoluto cero de los astros,
te disolvías como un azucarillo,
apriétame la mano, te ofrecía,
súbete al tren en marcha decidida,
nunca más esperar en los andenes
bajo un reloj parado contemplando
cómo los besos son siempre despedida,
y llorar y llorar y los adioses,
no poder comenzar porque no acabas
nunca de abandonar los equipajes,
la impedimenta, fotos, los diarios,
apriétame la mano, deja el luto,
las lágrimas en los escaparates,
los paquetes de cartas, las promesas,
las flores secas en los libros mudos,
los muertos en su armario, las banderas
que nunca mueve el viento en la derrota,
apriétame la mano, esta que lleva
tu colorido pañuelo en la muñeca
para no parecer un clavo ardiendo
Urbanos como yo, los plataneros,
cuyo fruto es la sombra y los gorriones,
desfilan mayestáticos, serenos,
por entre la vorágine de coches.
Parece que están presos, pero no,
sin poder escaparse de su alcorque,
esa suerte de cárcel de los árboles
que consigue convertir a nuestras calles
en antónimo triste de los bosques.
Mas no, los plataneros no están presos
que por la noche los plataneros corren,
bailan, se citan en las plazas
se dan la rama como el brazo, se oye
un aleteo apenas de murciélago
que es toque de silencio, y a ese toque
saltan y vuelan y caminan
y danzan sin parar toda la noche.
Cuando amanece, ya se van parando,
donde puede cada uno ya se duerme,
nunca nos damos cuenta que cambiaron
de un sitio a otro mágicamente,
y eso es porque no tiene nombre
cada cual, que no se esconden.
El mío sí, se llama Margarita,
puede no parecer muy pertinente
poner nombre de flor a un árbol grande,
pero le gusta, me lo dijo un día
que entró por mi balcón su rama verde
y me dejó de regalo un pica-pica
simpática bolita de juguete.
Bolas de platanero, perdigones
de jugar a vaqueros y a piratas,
inocua munición, ojalá fueran
las balas de verdad así de blandas.
Con cariño de chucho o de paloma,
amo a los plataneros locamente,
me fascina su piel impresionista
jirafa de madera que imponente
se asoma a mi ventana y me depara
cada día un cuadro diferente.
Yo sí que los distingo, el de la plaza
suele ir a beber donde la fuente,
el de la fuente, en cambio va a la iglesia,
le gusta conversar con los cipreses.
No son iguales no, fijaos bien,
los árboles urbanos se parecen
como nos parecemos las personas
pero iguales no, son diferentes,
los hay alegres con mirlos o estorninos,
los hay tristes, podados con muñones,
hasta los hay enamorados que te enseñan
un par de entrelazados corazones,
o le tapan los ojos al semáforo,
o les gusta jugar con los faroles
a hacer sombras chinescas en las tapias
y asustar a las viejas con el roce
del viento silbando entre las ramas.
Amo a los álamos, los robles y los tilos
los arces, robinias y las hayas,
pero lo mío con el plátano es tan bello
que me da por cantarle «Algo contigo».
Hay en el sueño la chispa de esperanza,
el olor a posible. Ese sueño candente
que traza futuros y acerca fortunas,
el que atrae deseados iconos, tótems
del imaginario colectivo a tu alcance,
metas inalcanzables alcanzadas, sobrepasadas,
sobrevoladas, dejadas allá abajo vistas
tan pequeñas desde la nube de lo onírico.
Y todo con el marchamo de la realidad, el albur.
Cierras los ojos y caminas por un mundo irreal,
solo tuyo, con esa puerta que cierras
cuando cierras los ojos y la ventana abierta
al espacio sideral de lo escogido,
fabricado por el pensamiento, lo subjetivo
hecho colores, caras, situaciones.
Es el sueño. Es la vida, la otra vida
que lleva cada cual y no conoce nadie.
El sueño es vida ¿quién dice que menor,
quién dice que los juegos infantiles,
quién que evitar la adicción a lo onírico?
Tanto ha nacido del sueño, tanta verdad,
tanta gloria. Del sueño brotaron manantiales,
del sueño llovieron maravillas, del sueño
figuras de humo se hicieron realidad
y el mundo primero se soñó redondo y era plano
y la persona se soñó cuando era cosa y pertenencia
y la cadena rota y las piedras pared
y se soñaron hechos las palabras.
Es el sueño tractor de mil vagones
de ese tren que siempre va al oeste
a descubrir las tierras y los mares
y deshacer fronteras, vallas, límites.
Es un tren de juguete para el niño
que gusta regalar a los mayores, ponerle pinos,
piedras, estaciones, un paisaje de imagen inventada.
Es el sueño del niño que se mueve
o es el sueño del niño el que lo mueve,
suéñase grande, hombre y mujer como una estatua
que miras desde abajo con asombro.
Por eso cuando llega ese momento
en que despojas al sueño de esperanza
y lo conviertes en droga aletargante
y la luz se marchita y no es posible
otra vez volar sobre las nubes y no,
no puedes volver a inventar besos,
a gozar los amores ideales, a esperar
con ninguna ilusión las explosiones,
los brincos del corazón, lo palpitante
que te cobraba vida y te la daba
en la escondida casa de lo íntimo,
cuando ese momento llega, mejor, digo,
empezar a morir mirando al cielo.
Las palabras las llevamos en una mochila,
esa mochila que echamos a la espalda y no ve nadie,
solo nosotros,
sobada, algo deshilachada, informe
y amoldada a los hombros, a la curva de la espalda.
Y pesa.
Ahí, ahí llevamos las palabras.
Surge la necesidad de pronunciarse y echamos mano,
a veces impetuosamente, a veces sin mirar,
un tanto al desgaire
y sacamos un elogio o un denuesto, según convenga.
Algunos las tienen muy bien ordenadas
y es maravilla con qué oportuna precisión las ponen sobre la mesa.
Otros las derraman de cualquier manera
dejando que salpiquen en los charcos
y enloden a quien tengan delante.
Yo estoy aprendiendo.
Ayer quise decir amor y saqué una flor.
No estuvo mal del todo, el gesto fue apreciado,
pero la flor era una margarita
¡con esa fama de dubitativas que tienen!
Debió ser una rosa.
Una rosa roja.
Quise decir sí y saqué un depende.
Quise saludar y saqué un dios le guarde.
Ay, las palabras, qué bien si uno pudiera
tenerlas en la boca como la lengua o los dientes
y no llevarlas en un costal a la espalda
para, cuando hiciera falta, escupirlas o besarlas
o beberlas con el amigo.
Si pudieran manar como una fuente las palabras
y fueran de cristal, de cristal transparente
que dejaran ver su contenido precioso
encerrando los pensamientos
y haciéndolos brillar saliendo a la luz.
Qué prodigioso entendimiento sobrevendría.
Pero llevamos las palabras a la espalda
siempre después de nuestros pasos,
siempre para volvernos y tantear
y ver que ya hemos vuelto a sacar un después
buscando un ahora.
Hay un hombre en mí que desconozco:
ese que ven los ojos de los otros.
Esa persona, habitual y ajena,
me sorprende a veces reflejada
en el espejo de un escaparate
y lo miro como a un desconocido
vagamente familiar que me cruzara
por la calle y me sonara de algo
y me obligase a hacer memoria.
Está mayor, apenas lo conozco,
yo que me sé tan joven e inseguro
no comprendo su aplomo y parsimonia,
el hablar lento y grave que la gente
confunde con mesura y raciocinio
y que yo sé, desvelaré el secreto,
que no es más que el esfuerzo
de un pensamiento que gotea apenas.
No obstante tiene suerte, reconozco
que yo no conseguí lo que disfruta.
Sin duda bendecido por los dioses
alcanzó muchas metas impensadas
por simple vocación de tentetieso,
ni más mérito que dejarse guiar
por quien le quiso. Albricias.
Tiene los movimientos de mi padre,
por eso algunas veces lo confundo,
con aquel que me llevaba de la mano
y me compraba pipas y tebeos.
Por eso le perdono algunas cosas
que en otros miraría displicente,
pero ahora sé que ser condescendiente
conmigo mismo me hace dormir mejor
y a estas edades es gran filosofía
ceder por un buen sueño los principios.
Reconozco que a veces no se viste
todo lo conjuntado que debiera,
que va sin calcetines, despeinado,
con una cierta pinta de ir sin gafas
palpándose el bolsillo por si hubiera
olvidado las llaves o el dinero.
A veces lo descubro en una foto
sonriendo en medio de los suyos
y yo, siempre en penumbra y zozobrante,
capitán de un barco que naufraga,
me ilumino y me agarro al salvavidas
de verme en una foto donde algunos
me han hecho sonreír y sosegado
suspiro con alivio y me concilio.
No comprendo muy bien a ese sujeto,
sus maneras a veces me incomodan,
a veces hace cosas sin pensarlas,
su sombra no le sigue y me doy cuenta
de que su mano izquierda es mi derecha.
Algo brilla en sus ojos y no sé
si será una bombilla desde enfrente
o se siente observado y es travieso
y me devuelve el estupor de verle,
lo mismo que en el zoo cuando miras
a los gorilas y ves que ellos te miran
y ya no sabes bien quién mira a quién,
los dos miramos al otro en su reflejo
un poco disgustados, pero un poco,
como diciéndonos al cabo: no es mal tipo.