Consejos higiénicos para los jóvenes

Nunca tomes el camino recto,
ve siempre por el equivocado.
Los caminos rectos son aburridos, planos,
carecen de interés.
En cambio el camino equivocado quién sabe qué puede depararte.
La sorpresa siempre es mejor que la certeza.
Un camino con charcos embarrados,
taludes al abismo,
arroyos que cruzar saltando piedras
resbaladizas.
Ya sabes la maldicion china:
ojalá tengas una vida interesante.
El camino recto se anda con zapatos de charol
del brazo de una muchacha de buena familia,
con cinta en el pelo y rebequita rosa,
y muchas semanas no tiene sábado.
El camino recto engorda y es muy posible
que mueras de un ataque de almorranas.
O peor aún: durmiendo. Y que te pierdas
el momento cumbre de tu vida.

. . .
Traiciona tus ideales,
no son lo que parecen.
Tampoco parecen gran cosa,
la lista de grandes principios a que consagrar uno la vida
es limitada. Limitadísima.
Ser bueno y útil es algo difusamente incierto
¿qué dictador no tenía buenas intenciones?
Y la lista de pequeños principios,
de metas minuciosamente seleccionadas entre las buenas obras de moda,
salvar los océanos, a la gente que muere en ellos,
salvar los bosques, a los animales que mueren en ellos,
salvar los parques de tu ciudad, a los sin techo que viven en ellos,
esos selectos propósitos, si te fijas y lo analizas,
son algo que pospones a cambio de una cita,
aunque sea con una muchacha de buena familia,
o de ir al partido con los amigos.
Tus ideales, considéralo friamente,
los escogiste en una cesta de eslóganes,
quizá en el bloc de la susodicha muchacha, anotados con letra redondita
y corazones en los puntos de las íes,
entre frases de Tagore
y reflexiones para la mujer de hoy de Cosmopolitan
(eso dice mucho de ti como hombre sin prejuicios).
Tus ideales, reconócelo, no son nada del otro mundo.
No morirás mártir, ni héroe.
Tus ideales son para cubrir el expediente de tu conciencia.
Quítate esa tonta carga de encima de una vez,
no hay nada tan satisfactorio como una buena traición,
sobre todo si es a tus principios.
Verás qué relax.
. . .
Aprovéchate de los demás para mejorar tu condición.
No, no es en realidad tan malo como suena.
Es seguir las enseñanzas de Darwin
donde el más fuerte debe prevalecer.
Permitir que los endebles, los menos hábiles o preparados,
los timoratos, los apocados, ostenten situaciones de privilegio
precisamente por su precariedad, es debilitar la raza humana.
¡Tienes que pasarles por encima,
tienes que auparte sobre sus cabezas!
A los animales les funciona.
La naturaleza así lo quiere.
¿Vas a permitir que la ética,
ese invento de filósofos holgazanes y hedonistas,
meta palitos en gran rueda de la evolución?
Utiliza a los demás, explótalos,
hazte una cartera con la piel del amigo,
triunfa. Vence. Siempre que se vence es a costa de alguien.
Siempre que se pierde es a costa de uno mismo.
. . .
Quítale los caramelos a los niños.
Diles que los reyes son los padres,
que el ratoncito Pérez es su mamá
y que podría haberle dejado un buen billete en vez de una monedita
y no quiso, la rácana. Que vayan dándose cuenta.
Dales de fumar hasta que se mareen y vomiten.
Esas lecciones no se las dan los maestros.
Es por su bien.
Y te diviertes.
Los niños, esos futuritos indefinidos, necesitan de tus malos ejemplos.
Toda la vida se ha aprendido con ogros, brujas y lobos
¿o es que preferirías ser un Papá Noel? ¿en serio?
Reflexiona: ese gordo indolente da más disgustos que alegrías,
siempre te deja el regustillo amargo del libro de cuentos,
de la muñeca que no hace pis, del tren que no saca humo.
Con el sacamantecas uno sabe a qué atenerse,
no les defraudes.
. . .
Sé infiel en el amor.
Yo aún diría más: no llegues siquiera a ser fiel un minuto.
Yo aún diría más: no amor, lujuria.
El amor es algo incierto y evanescente,
el coito en cambio es palpable, cierto, de carne y pelo.
Siempre que veo un cuento de hadas le quito las enaguas al hada,
el corsé, el miriñaque, el justillo,
debajo suele haber una rubia con un cuerpo bien administrado y tetas duras
(¿tú también te habías fijado?).
El amor, dicen, te cae del cielo,
pero a las mujeres hay que ir a la calle a buscarlas.
Eso sí está en tu mano.
Cautívalas, engatúsalas, dórales la píldora,
eso les gusta. Si es preciso enamóralas.
Oh… entonces es magnífico.
Una mujer enamorada da mucho de sí, te satisfará un tiempo.
Y, reconozcámoslo, es un gozo que te miren con chispitas en los ojos
como si fueras un dios.
Cuidado, ahí es cuando debes cortar, cuando empiezas a aficionarte.
¡Hay más! Y cada una mejor que la anterior solo porque es distinta.
Muchas más. Y cada una con un tesoro que descubrir
y un país que conquistar.
¿Vas a dejar la hierba crecer bajo tus pies
con tantas flores por pisar?
Disfruta de las mujeres, es lo mejor que puedes darle a tu cuerpo,
mejor que la buena comida o las drogas blandas.
Iba a decir que mejor que el rock y el alcohol
pero tampoco hay que exagerar.
. . .
Incumple la ley. Sistemáticamente. Porque sí.
Si pone que a sesenta por hora, tú a ciento veinte.
Si dice que no pises el césped, tú lo pateas
y llevas a tu perro a que se cague allí.
Si dice «paga tus impuestos», haces como los ricos. ¿Ves?
Tú no vas a ser menos que los hijos de puta que no pagan sus impuestos.
Prohibido pasar. Tú pasas.
Aunque no necesites pasar, tú pasas, para ir acostumbrándote a incumplir.
Soborna, el soborno es barato. Si fuera caro la gente preferiría pagar.
Chantagea, seguro que sabes algo de alguien,
eso es como tener una herramienta en el bolsillo y no usarla,
y no la puedes sacar del bolsillo porque no puedes no saberlo. Úsalo.
Roba cuanto esté al alcance de tu mano, sin que se note, claro.
El estilo, la elegancia, no hay que perderlo nunca,
en las cárceles abundan los desastrados,
tú has de acudir al crimen de punta en blanco, con eso ya tienes mucho ganado.
Cuántas viejecitas caen por las escaleras accidentalmente.
¿me vas cogiendo la idea?
. . .
Miente. Esto quizá sea lo más importante.
La verdad está sobrevalorada.
La mentira es el aceite que engrasa las relaciones humanas.
Además, la mentira siempre está de tu parte
y la verdad siempre de la suya propia, nunca de la de nadie,
es agria y antipática.
Miente, adula, embauca. Di cosas como «me gusta su corbata»,
«confio plenamente en su buen criterio», «es honrado a carta cabal»,
y de ahí puedes pasar al «puede dejarlo en mis manos»,
tan útil.
El entendimiento social está basado en la mentira,
has de moverte en ella como pez en el agua,
esto también es supervivencia.
Siempre puedes contar conmigo.
Te he tenido siempre por una persona de grandes convicciones morales.
¿Vas al gimnasio? te veo muy bien.
Cuántas puertas se abren con la blanda ganzúa de la mentira.
Y, sobre todo, cuántas garras y colmillos oculta,
cuántas lenguas bífidas y escamas resbaladizas.
Qué distinto sería el paisaje interior si tuviéramos que ver a la gente tal como es,
con su verruga peluda en la nariz,
con su joroba y sus uñas largas,
con sus tetas caídas y sus dientes podridos y sus culos de mandril encendidos en rojo.
Ampárate en la mentira, madre amantísima que eleva al mediocre,
que venderá siete veces tu virgo y solo se quedará un módico tanto por ciento,
que te pondrá el abrigo de otro cuando tirites
y en la silla de otro en los banquetes.
Ten siempre una mentira a mano y un amigo al que vender y una moneda falsa para dar el cambio.
. . .
Véndete. Y si no te compran, al menos, alquílate.
Siempre hay alguien que necesita prosélitos, seguidores, fans. Cómplices.
Y puedes vivir momentos en los que no sea bueno que estés solo.
Las hienas atacan en manada. El tigre solo.
Pero ya sabes, hay situaciones en las que uno querría ser manada,
para esas ten una palanca de alarma, un a mí la legión,
eso se consigue de muy diversas formas, entonando un himno,
llevando un distintivo, una camiseta, una pancarta,
da igual, considéralo una necesidad y tenlo previsto.
Pertenecer a algo es al mismo tiempo cubrir una necesidad
y una salvaguarda.
Elige algo que al menos te distraiga. O te dé dinero.
Otros lo hacen por su trabajo, viven para su empresa, para su familia,
ya sabemos cómo responden,
por eso hay juzgados de lo laboral y lo familiar.
En las manadas solo ladridos, algún mordisquito, algún rabo entre patas,
las hienas no son tan cruentas como los magistrados.
Pero imagina que miras a los lados y ves a otros como tú,
con tus colmillos y tu mirada ladina,
eso puedes comprenderlo ¡sabes que te morderían!
pero lo manejas con naturalidad.
Venderse no está tan mal, si sabes, si comprendes que eso es que alguien quiere comprarte…
¡a ti! Que no eres una ganga.
. . .
Ten siempre la maleta hecha. La casa, el hogar, la familia,
eso son ataduras.
Uno entra en una casa y nunca sabe si va a salir.
En cambio uno coge un camino y nunca sabe si va a parar,
y no parar es conocer. Y no salir, desconocer.
La casa es la maleta que te lleva a ti dentro y no va a ninguna parte.
Tienes que poder desprenderte de todo, cambiar, irte.
Tú eres tú donde vayas.
Los árboles se quedan donde nacen y los muertos donde los dejan.
Tú debes ir y venir, pero no volver o serás parte del paisaje, como los árboles.
Mucha gente es paisaje, viven inmóviles, parecen su propia foto,
son como las rayas en el suelo o las esquinas.
Tener la maleta hecha es saberse independiente y libre,
eso te permite ver las cosas con desapego,
porque una montaña no se ve desde esa montaña,
sino desde la de enfrente.
Quedarse en esa montaña es querer algo que realmente no ves.
Y dar por sentado que te van a querer ahí, siempre.
Y eso es mucho suponer.
Tener la maleta hecha es mejor que pedir explicaciones.
O que darlas.
. . .
Bebe.
Esto no necesita de muchas aclaraciones.
Bebe. Sin más.

Tomás Galindo ©

Sinfonía en mí

¿Tú te das cuenta? Mira:
la música hay que oírla andando,
pararse a escuchar es un error,
el ruido de los pasos, la hojarasca,
las piedrecillas que ruedan,
todo eso forma parte de la música,
la respiración, el latido, a lo lejos una campana.
No hay música dentro del silencio,
en la iglesia y el anfiteatro,
como no hay sardinas en una lata, hay cadáveres,
cadáveres de música.
Oigo la música, brota de alguna parte,
suena a cuerdas rasgadas o golpeadas, voces, palmas,
pero también a sillas que se corren,
a golpe de vaso sobre mesa, cerillas que se encienden,
toses y puertas. Así oigo la música.
Suena en las hojas altas de la acacia,
en las bajas de la caña y el junco,
en el chorreo incesante de la fuente.
Y me llevo la música conmigo caminando,
así se puede sentir.
¿Te das cuenta? No oír. Sentir.
En algunos sitios dicen sentir por oír:
te he sentido entrar, he sentido llorar a un niño,
yo siento la música conmigo, me la llevo,
la dejo sobre la servilleta orilla de la acequia
y saco el queso y la navaja,
el pan y la botella, oyéndola,
mezclándose con el borboteo del agua,
zumba con el tábano, grazna, pía,
guitarrea la rana y palmean aladas las urracas.
Es canción sencilla que se canta
para que te oiga el vecino y el perrillo
se te quede mirando rabialegre
levantando el polvo y las orejas.
¿te das cuenta?
Hay que oír la música con todo lo que le quitamos a la música.
El silencio es un error.
El silencio es un invento horroroso.
El silencio es un brazo manco y un pie cojo y un ojo ciego,
solo existe en la muerte.
¿Quieres oír la muerte? Oye el silencio
y ponle música, música de muertos,
música de oír sentado y mudo, a oscuras.
Date cuenta, oír la música como esos retratos sin paisaje
que solo son una cara ante una pared,
como si para retratar a una persona
la tuvieras que extraer con pinzas de su casa,
ocultar sus estantes con sus libros,
sus jarrones, los retratos de sus abuelos
y dejarla vacía en una cárcel sin horizontes.
¿Te das cuenta?
Por eso me dan miedo las fotos de carné,
está uno ahí tan sin nada,
tan sin gesto y la mirada vacía,
cómo vas a querer decir algo con la mirada en una foto de carné,
¿quién iba a mirarla y preguntarse qué me dicen esos ojos,
los del número diecisiete millones y pico letra erre?
Las fotos de carné deberían poder hacerse abrazando a tu mujer,
llevando de la mano a un niño,
asomando el hocico del perro por la esquina,
leyendo «La voz a ti debida» para que la gente supiera con quién trata,
quién eres tú de parte a parte.
Qué identidad te da el carné que no te muestra
sino la cara de repente y el despeine,
totalmente vacío, desentimismado.
¿Te das cuenta?
Por eso no pongo música, me la encuentro,
o me encuentra, guitarras o tambores,
trompetas o violines, si se vienen conmigo bien sonamos.
Yo también sueno, silbo, tarareo,
muevo en la boca el tallo de la espiga,
choco en el bolsillo las monedas,
tamborileo el camino con el paraguas,
dan las doce, chirrían las cigarras,
la persiana metálica del taller,
la noria del agua y una voz robótica de radio
nasal y entrecortada canta
una canción que apenas se distingue
bajo otra voz de una mujer que tiende, las pinzas en la boca,
en una terraza blanca.
Baja, Beethoven, que te enseño cómo sonó una palmada en su muslo,
cómo se hizo su risa un clarín, una campana, un arpa,
cómo sonó al abrir la cremallera y al cerrar la ventana.
Así que de paseo con la música,
no sé oírla en mi sillón de orejas,
y me niego a guardarla en un montón o en una lista,
me gusta encontrármela, quizá soy yo, andando,
quien atraviesa sus ondas y las hago sonar,
pero trae todo lo que suena, el grano y la paja,
la piedra con la piedra, el viento con la rama,
la madre en el balcón, la nana, y la llantina
que poco a poco cesa y un turbión de gorriones
y niños en la plaza y viejas donde el pan
y el naipe que dispara sordas puñadas al tapete,
palabras altas y el chiflo del que vuelve del trabajo
y el timbre de la bicicleta. Un coche arrastrando a Coldplay
con las ventanas abiertas se come todos los ruidos
y cuando pasa, un segundo de vacío
pero que pronto se llena de los reniegos de algunos
y de risas, y de muchachas silbadas
que se vuelven y se burlan sonoramente contentas.
¿Te das cuenta? No es música pautada,
no es solfeo, no hay metrónomo que iguale
mi corazón, a mi paso, mi allegro molto vivace
cuando se abre mi puerta, que chirría en mi bemol,
los besos en sol mayor en las mejillas
y Papageno y Papagena (mis gatos) en el balcón
ronronean a ese sol, el otro, que se va marchando
pero no en silencio, con la música a otra parte.
¿te das cuenta?

Sexo visto desde enfrente

Una mujer (no se da cuenta pero actúa)

Una mujer me mira por la calle,
me mira como no miraría a otra mujer,
hay un distingo sutil,
hay una vibración de comisuras,
un velo en el vaivén de la melena,
que no tiene uñas ni arañazos
pero me pone banderillas en la sombra
y burladeros en todas las esquinas.
No soy de su ¿camada? ¿su junta de vecinas?
ni tordo de su olivo ni grano de su era.
Una mujer me mira y yo la miro
y hay un brazo más de distancia en la distancia.
Las mujeres me miran siempre desde enfrente,
desde la otra orilla de sus equis y sus equis,
no codo con codo, ni muslo contra muslo en la bancada,
siempre hay una coma, un guión entre palabras,
un tabique del ancho de una pincelada de rimel,
una no declarada contraluz en la silueta
un aire al caminar no compartido.
Una mujer me mira por la calle,
saca de su bolso el metro, la balanza,
soy medido, pesado, me olfatea,
me cuenta los cabellos uno a uno,
me sopesa la voz en la garganta,
siento en la entrepierna como un soplo,
soy identificado, mi nombre puesto al debe
en un parpadeo todo, en un latido.
Ya estoy en el saco de los hombres,
confundido con la gran mayoría, con aquellos
que desfilan, marciales por las calles,
soldados de algún ejército
donde se supone que militamos,
un dos un dos un dos, el sable saludando,
todo muy fálico.
. . .
Algunas mujeres (que despiertan admiración)

Una hilera de madres
y de abuelas de abuelas y de madres,
lavando lutos y pañales, las manos doloridas
del frío del torrente
y tanto esparto y tanta arena
fregando las manos sarmentosas,
encorvadas, arrodilladas.
Un hilo, un ovillo, una madeja
de madres y sus madres,
una mitad de mí, oh, qué mitad de mí tan poderosa.
Qué desatino callar la voz de tanto útero,
tanto grito pariendo,
tanto gemido sorbiendo la semilla,
tanto partirse en dos y en dos para lograrme.
Las madres de las madres que me hicieron
maravillosamente macho me contemplan
preguntándose si al fin lo consiguieron,
si tendré algo más que su mirada,
el filo del perfil, el andar ágil,
si sacaré la flor de su ternura,
si daré a la luz al hombre terso
que pueda sentarse entre mujeres
y sin alzar la voz sepa diluirse.
Las madres de las madres se preguntan
por su mitad de mí en la balanza.
. . .
Ninguna mujer (pero yo insisto)

Yo quise entrar allí, en aquel corro
de mujeres que hablaban de sus cosas,
de cosas de mujeres, qué misterio mayor y más oculto,
qué continente de enigmas un corro de mujeres,
qué arcano bajo falda y yo sin descifrarlo,
!un alma simple como yo dejar puertas cerradas!
¡no meter el dedito en la compota!
¡yo que tengo vocación de gusano de manzana,
a mucha honra!
Es que tengo que entrar y averiguarlas
porque me pica el bazo y las meninges,
porque sin ser ni centro ni costura
no soporto estar fuera del paréntesis
¡soy multiplicador, no soy cociente!
Yo quiero estar donde no quieran,
donde me den la espalda allí me meto,
mi forma de ganar todas las guerras
es amigarme con el enemigo. De momento
me he puesto el manto de la virgen del pilar,
me emboté los colmillos, me limé las aristas,
me he metido colmenas como senos,
me he afeitado hasta pulirme las ideas,
me he sangrado, empapado y tirado pañuelos a los ríos,
me he planchado el alma y la camisa
y he parido un papel, un monigote,
pero tiene mis ojos, y lo quiero.
¿Me harán un huequecito en ese corro?
(Deseadme suerte).

Tomás Galindo ©

Estampa de niña en bicicleta

Aquella niña tenía una bicicleta amarilla.
Una bicicleta amarilla, qué maravilla.
Aún me parece estar viéndola,
pasar lenta, seria, el pelo apenas movido por el viento,
erguida sobre el sillín,
pedaleando como deben pedalear los ángeles sobre las nubes
o los delfines en el fondo del mar.
Pedaleando como una reina
sobre una bicicleta de reina.
Y no sonreía.
No sonreía nunca.
Ni siquiera cuando, cansada, volvía por el sendero andando,
llevaba la bici por el manillar
y yo me ofrecía a ayudarla
y ella me dejaba conducir la bici
(nunca me atreví a pedirle que me dejara montarme).
Era una niña hermosa y,
aunque yo aún no tenía ojos para advertirlo,
verla pasar tan limpia, tan derecha,
con su vestido de alegres colores,
enseñando las rodillas tostadas y los calcetines blancos,
debía ser una estampa deliciosa para espíritus más sensibles
que el de un niño con tirachinas asomando del bolsillo.
Era una niña hermosa, eso sí lo veía.
Y seria. No sonreía.
Yo habría sido feliz con una bicicleta.
Yo habría sido superfeliz con una bicicleta amarilla.
Pero ella era una reina en un palacio
y tenía bicicleta. Y jardín con rosas,
en vez de huerto con judías y tomates como todos,
una tata con sombrero que la llevaba a misa
y leía un libro en un banco del paseo,
mientras la niña daba vueltas y vueltas a su alrededor,
paseo arriba, paseo abajo, paseando su bicicleta.
Hasta tenía un perrito que ni cazaba ni ladraba ni mordía,
pequeño y lanudo, ni siquiera iba detrás de las perras,
y llevaba un lazo ridículo en la cabeza.
Y ella también. Rosa.
A veces nos miraba al pasar, disimulando.
A veces venía el hombre,
la levantaba en sus brazos como un pelele
y le besaba las mejillas mientras ella seguía mirando a otro lado.
La mujer que iba con él se agachaba
y siempre tenía algo que limpiarle en la cara con el pañuelo,
aunque no puedo suponer qué,
y le decía que se portara bien.
¡Yo sabía que era un ángel… y le decían que se portara bien!
Cuando se iban, entonces sí, pedaleaba sin parar,
frenética, hasta más allá de la iglesia y el cementerio.
Y yo iba hasta mitad del camino
porque sabía que me dejaría cogerle la bicicleta y acompañarla de vuelta.
Olía muy bien, no a flores ni a campo
sino a algo que no era del pueblo.
Luego supe de perfumes en frasco y tampoco era eso.
Extrañamente silenciosos dos chiquillos
a los lados de una bicicleta una tarde de verano,
cigarras, gorriones, una cigüeña con una culebra en el pico,
las cañas que nacen de la acequia, un tilo
que además de sombras tiene luces de plata,
el dulce crepitar de las piedritas al paso.
La miré, me pareció que ir de la bici era como ir de la mano.
Me dijo «espera, no mires», se metió en la fronda,
oí un ruidillo de agua y me sentí muy hombre,
por primera vez una mujer confió en mí.
Aquella tarde regalé mi tirachinas.
Y otra tarde, después, recibí mi primer adiós
y los veranos ya no fueron igual. Nunca supe su tristeza.
Siempre que veo una bicicleta amarilla me lo pregunto.
Siempre, como si fuera algo tan importante al cabo de los años.
La infancia son huellas en la arena
que el mar es incapaz de borrar.

   Tomás Galindo ©

Lo importante

Las cosas sin importancia son las realmente importantes.
Los aspectos más severos de la vida son los mismos para todos,
va, digámoslo otra vez:
quiénes somos, adónde vamos, de dónde venimos,
qué hay más allá de la muerte si hay algo,
básicamente eso,
y cosas sobre la liberté, egalité, fraternité,
blablablá,
pero ¿cuándo piensas tú en eso?
además, seguro que hay un sanedrín de sabios tratando de ponerse de acuerdo desde hace siglos
¿qué vas a descubrir tú que no se le haya ocurrido ya a Sócrates, Freud o Kierkegaard?
(sí, he tenido que mirar cómo leches se escribe)
Y es que lo realmente importante es que se ha puesto a llover y no llevas paraguas.
Lo realmente importante es si le viene la regla,
que no sabes cómo quitarte esos kilos,
que ya no la quieres con la insensatez de un primer amor aunque te siga gustando su culo,
pero no es lo mismo.
¿Quieres saber lo realmente importante?
Que volverías atrás
porque no ves hacia delante nada mejor que lo que tuviste.
Que eras más feliz en tranvía que en coche.
Que estudiar era mucho mejor que saber.
Que no importaba si llovía y no llevabas paraguas
y saltabas los charcos con un libro sobre la cabeza.
Pensemos en las ballenas, en las abejas, en los refugiados.
Ahora pensemos en el fin de mes.
¿Ves a dónde quiero llegar?
Un buen café por la mañana, fuerte y dulce,
algún conocido cerca que te informa del tiempo que hará hoy.
Una palmadita en la espalda de alguien que pasa y te sonríe.
Una llamada, una noticia esperanzadora.
Una pequeña noticia pequeñamente esperanzadora.
Un cigarrillo mirando a los gorriones,
aborreces a las palomas pero los gorriones te llenan de alegría
y hay un nido, que no acabas de ver, ante tu ventana
y van y vienen y les supones un trabajo como el tuyo
pero volando.
Ah… volando.
Alguien explota una bomba en algún sitio y mueren docenas.
Cuando la gente se cuenta por docenas siempre piensas en huevos,
nunca en un ramo de rosas,
ni en personas,
sino en docenas, arcaica unidad de medida que sobrevive a los decimales y los binarios
porque señala bien los huevos, las flores y las víctimas,
en ese limbo entre asesinato y guerra tan difuso.
De esto sabes mucho después del almuerzo,
hoy el peligro está en la salsa de tomate del almuerzo,
es mucho más posible que te salpique
que la sangre y las vísceras y la metralla.
Todo es cuestión de prioridades
primum vivere, deinde…
vivere,
a ver por qué philosophari va a compararse ni remotamente.
De filosofar solo pueden ocuparse los desocupados,
los que llevamos entre manos el pan y el vino y el queso no.
Los que llevamos las tres pelotitas que lanzamos al aire no.
Los que llevamos al hijo de la mano al colegio no.
Los que viajamos aprovechando para leer novelas no.
Los que otra vez vamos a llegar tarde no.
Los que afortunadamente caminamos detrás de una muchacha con andares de pantera no.
Las cosas sin importancia amueblan cada uno de tus días,
llenan cada rincón de tu pensamiento.
Llegas a la plaza, te sientas, pides tu cerveza.
Enfrente está la estatua del gran hombre,
el prócer, el héroe, el vate,
aquel que dio su vida por la libertad, quizá.
El que tiene a sus pies escrito en mármol el pensamiento,
la vida, la muerte, el amor.
El que señala con su dedo de piedra el camino a los hombres,
hacia el futuro, hacia dios, hacia la sabiduría.
Eso enfrente.
Tú tienes otro mármol, este con una cerveza fresca,
con un platillo de olivas.
Con una mujer que te dice algo alegremente con unos labios llenos y blandos
que sigues amando y deseando aunque ya no como a un primer amor,
y que te dice algo a ti,
a ti con tu nombre, con tu apelativo cariñoso
y no al público en general y a la opinión mayoritaria de la nación,
que bebe su cerveza y mientras
admiras cómo se le frunce deliciosamente el canalillo entre los pechos,
que señala con el dedo y lo sigues
y su dedo no es de piedra
y había un amigo a lo lejos mirando y saludando con la mano al final de su dedo
y no un futuro de paz y concordia universal,
no el camino a la hermandad de los pueblos,
no el fin de la violencia y el principio de la justicia.
Y tú, en un arrebato te levantas y le atrapas ese dedo
y se lo besas
y ella te mira ¡estás loco!
y se ríe maravillosamente sana con toda la boca y todos los dientes.
Y a ver cómo le explicas que con ese dedo estaba señalando hacia todas las cosas sin importancia,
que son las que, día a día, mueven el mundo.
Que te ha bendecido alegrándote,
porque alegrar a otro es lo mejor y más heroico que se puede hacer en la vida.
Y la cosa más importante.

Tomás Galindo ©