Noviembremente

siempre era tarde y siempre era noviembre
las mañanas eran tardes y los abriles noviembres
y ese silencio con chirrido de tiza
los pájaros negros volando despacio
golpeándose contra los cristales sin ruido
había una carraca sonando eternamente
con un ruido de coches y campanas
de suaves llantos y murmullos quedos
las rayas azules y blancas corriendo sobre rayas amarillas
el papel milimetrado con dobleces
la letra blanca que escribía miedo sobre fondo negro
la letra blanca que decía muerte
el tres por el cuatro que da pérdida
los pronombres desposeídos el verbo amar
a dios sobre todas las cosas
y todas las cosas bajo el peso de dios
carry that weight carry that weight
apenas soportable como llevar a un enemigo a la espalda
ama a dios como a ti mismo y a veces
te odiabas para odiarlo embistiendo
contra los puños y los pies y los mordiscos
contra la mentira sangrante y visceral
con el olor de los miedos esparcidos los orines
la esquina del dolor y del rencor
una alfombra que no había que pisar
impoluta ventanas por las que no mirar
huecos de escalera a los que no asomarse
puertas impertinentemente cerradas
bocas como líneas y narices siempre goteantes
cada día abortaba por la misma cloaca
por donde ponen sus huevos las gallinas
cada día buscando la alegría por el suelo
el suelo era nuestro mundo todo lo de más arriba
era de pedir permiso y de saber que estaba
sin mirarlo mirar estaba mal visto
mirar algo es anticipar su mal es corroerlo
la mirada cándida quién sabe qué puede desbaratar
el suelo el mundo y la historia en las paredes
fragmentos frases palabras escondidas
caras con demasiados dientes nubes caídas
manos armadas con hachas heridas de cal y de pintura
sangre de yeso en la piel marrón de las paredes
cicatrices de horas y de días y de rabia
ira en rastros de uña arañazos de furor
y tantos puñetazos en el aire y tantos
hipos tragados sin un poco de azúcar esa píldora
¿has visto los polluelos en el nido
con el pico abierto los ojos desorbitados
exhaustos comidos por los piojos?
esa misma chicharra multiplicada por cien
por mil así sonaba siempre no sé
si era mi ruido o el de todos
rebotando sin fin por los pasillos
ave maría ave maría ave maría ave maría

Tomás Galindo ©

La parte del milagro

Escúchalo aquí

¿No te ha pasado alguna vez que no te sientes tú?
Es algo repentino, quizá tomando un café en una mesa en la calle,
con el paisaje del tráfico y la gente pasando.
Me sucede muy de vez en cuando, pero me sucede.
Y me miro desde otra perspectiva, me sobrevuelo, digamos.
En esos momentos, curiosamente, no me siento persona,
me siento cosa.
Lo más extraño es que eso no me provoca temor o desazón,
sino una delicada, gaseosa, sensación de paz.
Me veo bien siendo cosa.
Las cosas, al fin y al cabo, tienen sentido,
un objetivo en el diseño del todo.
Las cosas… tienen su oficio, ninguna está de más.
Y yo en mi desempeño del papel de cosa me satisfago,
incluso sonrío, lo que reconozco que no es habitual en una cosa.
Las cosas ocupan su espacio y su tiempo y ninguna sobra o falta.
No es algo, ciertamente, que se pueda decir de cada persona.
El camarero, por ejemplo, cumple (y es otro decir) su función mucho peor que la mesa donde apoyo la tacita del café.
Es antipático, nunca una sonrisa, a veces se le vierte café en el platillo,
espera la propina con insolencia
y siempre, siempre, siempre, me sirve el café con el asa a la izquierda,
esto último sé que lo hace aposta,
le he visto darle la vuelta a la taza.
La mesita en cambio es una maravilla, para ser una mesita de café, ya me entiendes,
no cojea, se adapta a mí, permitiéndome poner el pie en la barra
y el codo sujetando el periódico.
Incluso está agradablemente fresca su marmórea superficie a pesar de este resol.
Otras cosas, claro, no están a su altura,
no hacen tan bien su oficio.
La fuente de la plaza tiene un chorrito que no funciona,
no le he visto funcionar nunca,
pero aun así cumple y da de beber a palomas y gorriones,
he visto a los ancianos empapar en ella su pañuelo,
y una noche, a una prostituta hundir una mano en ella, mucho rato,
y darle la vuelta con la mano en el agua y expresión soñadora.
No creo que el camarero fuera capaz de hacer soñar a nadie así.
Sí, yo me veo muy bien siendo una cosa,
algo sólido seguramente, que pueda seguir viendo pasar la gente y el tráfico,
más que una cosa transeúnte, más farol, o buzón que bicicleta o nube,
entendiendo las nubes como cosa y no como episodio temporal.
También hay personas que funcionan, no lo voy a negar,
lo que quiero decir es que las cosas, todas, cumplen su función,
porque una cosa rota quizá tenga la función de estar mal.
Eso no pasa con las personas.
Las personas, unas funcionan, y otras no.
Y lo peor de todo: algunas funcionan mal, que es peor que no funcionar en absoluto.
Ahí, reconócelo, las cosas nos ganan por goleada.
Hoy el camarero no me ha traído el azúcar.
¡Pero el terrón de azúcar estaba ahí esperando al camarero!
Ha pasado por delante del cajón de los azucarillos
que estaba con la boca abierta gritándole que no pasara de largo
y ahí se ha quedado el terrón de azúcar ocupando un volumen espaciotemporal que no le correspondía,
por culpa de una persona, un ser inteligente,
con capacidad motora y libre albedrío,
no limitado por una envoltura, ni estático.
¡Toda esa gran creación de la naturaleza desperdiciada en olvidar coger un terrón de azúcar y ponerlo en el platillo de mi café!
Por eso lustro con cuidado mis zapatos, les saco brillo,
les quito las piedrecitas que se les incrustan.
Hay que cuidar las cosas, ellas nos cuidan.
Bajo las escaleras siempre con la mano resbalando por el pasamanos, para hacerlo útil,
no está ahí de adorno,
más de una vez me ha salvado la vida,
cuando desde arriba miraba el hueco de la escalera que parece que te atrae,
que te invita a dejarte caer,
y ahí estaba la barandilla, de parapeto y diciéndome que dejara mi mano resbalar por ella,
como cuando era niño y me dejaba el fondillo de los pantalones
deslizándome.
Por eso le doy palmaditas al plátano que hay frente al zaguán de mi casa
y le deseo los buenos día,
aunque ya sé que no es propiamente una cosa, que tiene vida,
pero reconozcamos que plantas y animales… los tenemos cosificados también.
Me preocupo por el plátano, si no llueve siempre vacío una botella de agua en su alcorque,
y no me gusta nada ese nido, creo que de avispas, que le nace en el muñón de una rama.
Además tiene un corazón grabado con las clásicas iniciales
que no alcanzo a distinguir en lo rugoso de la corteza
y porque está muy alto.
Un enamorado de hace mucho tiempo lo bendijo con un corazón ¡así crece él de hermoso!
El árbol es incapaz de daño.
La naturaleza es incapaz de daño.
Los desastres naturales, la devastación del terremoto, la inundación,
el incendio del rayo, que tantas vidas pueden costar,
han de ser contemplados como ciclo vital, no daño.
Las cosas contemplan la muerte de los seres como parte del ciclo,
no como algo intrínsecamente perverso.
No hay algo intrínsecamente perverso.
Sí hay alguien intrínsecamente perverso.
El hombre sí puede dañar, sí puede meter palos en la rueda de la vida.
Sáquese aquí (y esto va a gustos) a Hitler, o la lista de papas, de borbones,
de presidentes de república, de enemigos públicos número uno,
de pederastas, de violadores, de malos músicos
y compárese con un paseo bordeado de plátanos,
incluso con fuentes a las que les falte un chorrito,
incluso con tazas de café sin azúcar,
incluso con el último tsunami.
Yo, como cosa, reconozco no servir de mucho,
apenas para transmitir algo de calor al mármol de la mesa.
Habría de preguntarme si como persona soy mucho más util
estudiado desde el concepto global de la suma de mundo más tiempo más humanidad,
y suponiéndole a esta suma una intención,
que quizá sea también mucho suponer,
quizá no haya intención, o meta, u objetivo, más allá del hecho de ser.
Así pues me planteo dos preguntas:
¿soy yo, como persona, útil, conveniente, bueno, etcétera, para el hecho global de la vida terráquea?
Y la segunda ¿importa mucho? porque como elemento mínimo y poco destacado del elemento humano,
soy seguramente inapreciable.
A la primera no sé qué contestar.
A la segunda sí. Y es que a mí me importa.
Puedo ser mínimo e inapreciable en el contexto general,
pero en el íntimo y propio soy máximo y casi plenipotente.
Me considero al menos más útil que el inepto camarero,
yo nunca tendría el feo detalle de servirte un café con el asa a la izquierda,
salvo que me asegurara de que fueras zurdo,
y no cometo faltas de ortografía,
que es el equivalente, en letras, a servir un café y dejarse el azúcar.
Así que, como persona, y por mejorar mi prestación,
estoy estudiando muy seriamente pasar al estado de cosa.
Lamentablemente no puedo hacer de mí un farol ni un buzón
ni, mucho menos, una estatua de prócer en plaza de parque con plátanos y palomas,
que es, desde mi perspectiva, el summum de ser cosa,
a la vista de lo cual, yo, contumaz, persistiré en el error de seguir siendo persona,
hasta que el ciclo vital me cosifique en algo que no quiero ni pensar,
ya que atenta contra mi pudor y el acendrado sentido estético de mí mismo.
Y también disfrutaré de estos momentos pasajeros que me asaltan a veces de sentirme cosa
y que son, al cabo, una especie de comunión,
de inmersión en todo lo que me rodea, íntima, visceral si se quiere,
con el mundo considerado como un todo que me engloba,
y me imagino a mí mismo dentro de ese mundo
como alguno de los virus y bacterias que me pueblan,
como alguno de los millones de seres mínimos que habitan mi cuerpo
y que, de repente, por no se sabe qué milagro,
cobra conciencia de mí y se siente parte de esta persona que te habla
y ve por mis ojos y siente el frescor del mármol en la yema de mis dedos.
Y es un milagro, pero no un milagro mío,
no un milagro en mí,
sino mi parte del milagro.

Tomás Galindo ©

Seguramente son las once

a veces uno cae hacia adentro
ya no es estatua blanda en la hornacina de los ascensores
ya no figura en los listines ni le llaman de usted
es algo oscuro
oscuro de sin luz
entonces se es un territorio un nudo de caminos
es frontera y muro de lo ajeno como campo que se mira desde este lado del abismo
no se comprende el otro lado y sus extrañas luces
a qué los ruidos de motores de músicas de alaridos
en este silencio íntimo de la propia víscera
a veces uno pierde los relojes y se mira la muñeca desnuda
y en la ventana ve al sol correr en círculos
la gente abajo moviéndose acelerada como en esas películas rápidas
y en un latido tomas el café lees el periódico escuchas las noticias sin oírlas
y en el siguiente estás sentado en tu trabajo preguntándote cómo fue el viaje
vuelves a mirarte la muñeca y es de noche
una puerta cerrada te ampara
fuera está el tiempo con sus dientes y sus garras
sus dieciocho cigarrillos sus cuatro cápsulas sus dos platos postre pan y vino
aquella muchacha aquella muchacha hermosa qué te decía
por qué te miró con dulce tristeza
por qué no pudiste apartarle el pelo de la cara decirle hace buen día
mirarla como si te dieras cuenta
pero no
te comiste hace tiempo los ojos y los síes
y en una lenta digestión de culebra sólo te alimentas de tu carne
reposada entre almohadones apelmazados y un sofá que no sabe contenerte
un sofá triste ni perro ni gato de aquella color
que está enfrente de todo porque después ya no tienes nada
a veces uno está así desnudo en el sofá enhebrando certezas
porque ni el perro muere ni la rabia acaba
y mañana
ah… mañana
será el mismo día que hoy con sus goces importunos y alguna que otra miseria cultivada
habrá que regar el árbol de las traiciones
y matar a alguien siempre hay que matar a alguien para pasar el día
es una tradición inoportuna el darse cuenta como que falta azúcar al café
ir corriendo a ninguna parte y llegar pero no del todo
como si un hombro o una rodilla aún no se hubieran presentado
nunca hay que estar enteramente entero siempre impreciso
con la media sonrisa de fondo de armario
que viste tanto como un traje gris
en la media docena aún tienes un sitio
luego te difuminas en la cola allá atrás entre los jubilados y la gente de uniforme
cuánto hace que no ves un niño
¿has visto que ahora los maniquíes en los escaparates no tienen cabeza?
asomado a la ventana fuma que te fuma
seguramente son las once

Tomás Galindo ©

Pan

yo no comprendo el pan pero lo como
el pan es un misterio en una mano
en que concurren las lluvias y los soles
cómo será que se confundan tanto
cómo será que todo se comprime
y penetra en la espiga y en el grano
que acuna el día en su calor tan suave
y que la noche cuaja en su descanso
y es una flor de harina que se empapa
en una artesa del arroyo calmo
y da ese fruto que trabaja el hombre
de fuego y tierra y agua y brazo
de tantos días y de tanto viento
tantas abejas tan poco artefacto
comer el pan es comulgar un poco
volver lo natural en un ensalmo
que extiende sus bondades desde el vientre
pues siempre fueron simples los milagros

  T. Galindo ©