Yonqui
En todas partes sigue considerándose la drogadicción como un delito y no como una enfermedad, aunque una y otra vez se diga lo contrario desde las instituciones, lo cierto es que el tratamiento que se da a los enfermos no es el de tales, sino el de delincuentes. Quiero poner el ejemplo de dos hermanos, gemelos, Pedro y Pablo, eran chicos jóvenes, de una familia de clase media, alegres, algo alocados, chicos como tantos otros. Pedro, andaba con malas compañías, una noche, tras salir de una discoteca, iba bebido, cogió el coche sin estar en condiciones de conducir -lo que constituye un delito- y se lanzó a 150 por hora provocando un accidente con muertos. í‰l quedó parapléjico en una silla de ruedas de por vida. La Seguridad Social le concedió una pensión vitalicia, con un tratamiento fiscal muy beneficioso, por lo que no tendrá problemas económicos. La justicia ha desistido de actuar contra él por el accidente debido a su estado de salud. Las indemnizaciones que ha de pagar no pueden ser retraídas de su pensión ya que es una pensión de gran invalidez, no le pueden embargar ni para pagar por los daños que causó. La Seguridad Social gastó millones en él, estuvo en un centro especializado en accidentados como él, donde le enseñaron a valerse en su silla de ruedas y a poder llevar una vida, dentro de su discapacidad. El tratamiento médico a que fue sometido fue altamente especializado y de elevadísimo coste. La familia se volcó en el cuidado de Pedro, todo es poco para él, le cuidan con especial mimo. Los amigos le visitan y a veces hasta le sacan a dar algúnpaseo. Los familiares están apenados por su enfermedad y comprometidos en su cuidado. A todo esto, recuerdo que la causa desencadenante de la desgracia fue un acto no sólo irresponsable, sino ilegal… Continuar leyendo «Yonqui»
Sin palabras (habanera despiadada)
Juan conoció a Teresa
una tarde de abril.
Se le cayó el pañuelo
y él se lo dio gentil.
Y se quedó extrañado,
pues ella nada dijo,
pero encendió en su pecho
su sonrisa un hechizo.
Y cuando la veía
le saludaba,
en cambio, no sabía
cómo abordarla.
Mas, cuando llegó el día
en que se decidió,
Ella, en lugar de hablarle,
esto escribió:
-«Yo no quisiera herirle,
por su finura,
mas quisiera advertirle,
soy sordomuda.
Si lo que usted pretende
no es burlarse de mí,
gustosa de su brazo
me encantaría ir»
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Gafas
La primera vez que la vi ya me llamó la atención. Tenía pinta de rubia natural, no de las de bote, de esas que abundan, no, esta parecía de las que pueden desnudarse en el gimnasio y dejar que las compañeras de sauna comprobaran la autenticidad de sus rubios bucles. Un color cerveza de lo más castizo. Sí, no parecía una rubia teñida, llevaba una gabardina marrón sobre un traje sastre de ejecutiva. Y gafas negras. Gafas de alguien a quien le molesta vivamente la luz. Gafas, quizá, de mujer que quiere poner una separación, una distancia, entre ella y el mundo. Luego volví a verla con otros atuendos, siempre, eso sí, formales, y siempre con sus gafas negras. Pantalones vaqueros azul oscuro, chaqueta de terciopelo negro, blusa blanca y el pelo recogido en una larga cola dorada con un lazo también de terciopelo negro era su vestimenta más informal. Al parecer trabajaba en el mismo edificio que yo, quizá en alguno de los bufetes de abogados que hay allí. No parecía tener muchas amistades; pese a su gran belleza comía cada día sola, como yo, en Mario’s, en una de las muchas mesitas individuales, e incluso en un taburete en la barra. Uno de esos ligeros almuerzos a la europea, ligeros y escasos, nada de las opíparas comilonas españolas merecedoras de reparadora siesta. Cuando estaba en el interior del restaurante gastaba unas gafas más ligeras, de montura fina y un poco a lo matrix, pero exactamente tan oscuramente impenetrables como las que se calzaba en la calle. Y en el metro. Hacíamos un par de paradas juntos, desde donde yo hacía el último transbordo; lo que significa que ella vivía en las afueras, o bien, esto último parecía más probable, en la parte alta, cara, pija y elitista de la ciudad. Yo, al poco de fijarme en ella, reconozco que la miraba con bastante desparpajo. Es que es una mujer que tiene mucho que ver, esa es la verdad. Delgada pero sin escaseces, alta,bien formada, con un pecho generoso, ofrecía una estampa de rotundidad femenina, algo descarada, dentro de una imagen de reserva y sobriedad de movimientos y atuendo. Conforme iba coincidiendo más veces con ella procuré sér más discreto en mi… Continuar leyendo «Gafas»
La sillica
Tenías una sillita de madera muy bonita. Al principio no te separabas de ella ni al sol ni a sombra; ibas por toda la casa con la silla a rastras como Charlie Rivel, no tanto para sentarte como para poder acceder a todo aquello que, por tu enanez, te estaba vedado. Sobre todo te era imprescindible para poder lavarte en el lavabo, y al decir lavarte debe entenderse jugar con el jabón y salpicar a todo lo que se hallara a menos de tres metros en rededor tuyo.
Aconteció pues un día, que andabas trajinando con el tetrápodo artilugio, que mamá te llamó al orden y te dijo que la guardaras en tu habitación. Apenas habías acabado de dejarla junto ala puerta de tu cubil, yo la cogí y la llevé al comedor para darte en ella tu habitual pitanza. Pero mamá te dijo que antes te lavaras las manos, así que, toda decidida, te dirigiste a tu cuarto a coger la silla para auparte. Yo, al verlo, te dije que la silla estaba en el comedor; pero tú, convencida de lo contrario, continuaste impertérrita hacia tu habitación. Lo que sigue se desarrolló más o menos de la siguiente forma:
-¿Anone etá a sillica? Continuar leyendo «La sillica»