Guí­a del lector


Lo primero que se necesita para hacerse lector es tener un libro. Yo tengo uno, pero tú quizá no tengas, en ese caso lo que te recomiendo es que pidas uno prestado. La gente que compra libros no suele ser muy lista, así­ que seguro que encuentras algún pardillo que te preste, jajaja, uno. Hay quien se ha hecho bibliotecas muy respetables (y variopintas) con este método. También los hay que van a la librerí­a del corti con un libro gordo gordo y muy sobado, pero que por dentro está vací­o, y meten dentro los libros que van pillando, pero este método es más propio de escritores que de lectores. Aquéllos siempre han tenido menos escrúpulos. Pí­delo de risa, de polis, o de alguien que hable mal de alguien. Esos son los que se leen con mayor facilidad, y vienen bien para empezar. Entre los útiles más …eso, para la lectura se encuentra el punto o guardahojas, que es una tarjetita que te regala alguien muy cursi, con versos y florecillas, y que sirve para saber que vas por ahí­ cuando te quedas sopa leyendo (tomad nota de esto también como regalo socorrido, fino y barato). El cojí­n también es muy recomendable y de múltiples usos, ora para asiento de cabeza, o de lo otro, o para recostarse y apoyar el libro. Los libros gordos se llaman mamotretos, de estos no leáis, que pesan mucho y sólo dicen cosas antiguas. Continuar leyendo «Guí­a del lector»

14 de febrero

Dedicado al Corte Inglés que tanto hace para que nos amemos.
Pa decirte que te quiero
te regalo este poema,
porque es que tengo el problema
de andar corto de dinero.
Pero sé que tú, mi vida,
con tu corazón amante,
como si fuera un diamante
lo aceptarás conmovida.
Con movida… porque esperas
menos verbo y más parné,
pero te dedicaré
estas palabras sinceras:
Chiquilla, me tienes loco,
estás que quitas el hipo,
pero no por tu buen tipo
¡que das susto como el coco!
Pero a mí­ eso me da igual,
lo que importa es lo de dentro,
y si tú eres un encuentro
entre humano y animal
no voy a fijarme en eso,
ni en que bizquees tampoco,
ni en que te laves tan poco
que siempre huelas a queso;
ni en que te cuelguen las tetas,
gracias no tengas ninguna,
que serí­as la vacuna
a la lujuria en porretas.
Aunque vomitar me hagas
cuando te voy a besar,
y se puedan proyectar
pelí­culas en tus bragas;
te quiero con tus defectos,
chilles como una olla express,
calces un cuarenta y tres
y te pedas con efecto.
Aunque tengas almorranas,
ojeras, granos, verrugas,
mollas, morreras, arrugas
y sudes a palanganas;
y se te caiga a puñaos
el pelo cuando te peinas….
para mí­ tú eres, mi reina
¡la que corta el bacalao!
Tomás Galindo ®

El vaso de noche


Este sucedido, que lo es, hay que oí­rselo contar a Ángel Mesado, relojero de la ciudad de Jaca, defensor vehemente de monumentos y tradiciones, prócer ilustre, y eximio y ultimí­simo entendedor de esos ingenios con tripa de muelle y ruedas dentadas que han sido barridos por la electrónica de usar y tirar. Este muní­cipe munificiente alberga en su tienda, en plena Calle Mayor, una rebotica a la antigua usanza, que es obligado lugar de paso de muchos de sus convecinos y no pocos foranos, donde se departe amigablemente sobre temas de interés general, y los particulares de la industriosa capital pirenáica, y cuanto le atañe en cuestiones del románico, el Camino de Santiago, y los muchos piedros más o menos vetustos y meritorios que ornan la comarca. Nada más lejos de ser un mentidero ni un conventillo de murmuraciones que esta trastienda ilustrada, por cuanto lo que aquí­ se escucha, bien podrí­a salir en el Espasa, cuando no en el BOE, y hemos de dar crédito, pues, a la veracidad de este singular episodio.


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Contra las rubias de bote

Veo la foto de una amiga, casualmente, y observo horrorizado que es rubia. Santo cielo, una morena de nacimiento y ahora es descaradamente rubia. Ello me llama la atención y me pregunto por qué este desmedido afán por clarear el pelo. ¿Qué ventaja obtiene la mujer rubia ante la morena? ¿Qué superior condición ejerce la una sobre la otra? ¿Cuáles son los méritos del cabello rubio o los deméritos del castaño o negro? ¿Qué hace que una mujer se vea impelida durante casi toda su vida a vestir su cabello con un color que le es ajeno? Muchas y muy oscuras incógnitas que no atino a despejar. Dicen que los caballeros las prefieren rubias, para a continuación aclarar que «pero se casan con las morenas», seguramente por algo que, al fin, he descubierto. Al fin, cayó la venda de mis ojos. Después de lo de los reyes magos, después de lo de la cigüeña, después de lo del ratoncito pérez, he llegado a la conclusión de que las rubias, sí­, las rubias… ¡no existen! No hay mujeres rubias, son una invención, un mito, una fábula. Son como la esfinge, el grifo, el unicornio, personajes acendrados de nuestra cultura, pero inexistentes. Quizá el hombre de cromañón o el neandertal ya comenzaran a suspirar por una hembra de imagen distinta a la propia (cosa frecuente en la persona, que siempre ansí­a aquello que no tiene y desdeña lo obtenido) y, por dotarla de atributos con que distinguir el sueño de lo palpable la hicieron con el cabello rubio y no oscuro. Una ensoñación, un juego, una parábola, eso es la rubia, la mujer capaz de contener en sí­ la belleza de lo etéreo. El pobre neandertal era un poeta que envolví­a a su mujer en el aura de lo sobrenatural y la clarificaba, y en sus aspiraciones le salí­a rubia, veí­a a esa compañera suya admirable como algo que lo superaba; esa persona capaz de engendrar, de asir su humanidad a la tierra; de unirle con lo infinito, como una cuasi diosa que hubiera descendido y condescendido a convivir con él y, asombrado, la contemplaba babeante, enamorado, y la magnificaba como podí­a: envolviéndola en un aura irreal, y así­, le veí­a el pelo claro. Y la mujer, incapaz de sublimarse fí­sica y mentalmente hasta tan altas metas, se tiñó. No, no alcanzó la deidad, no se hizo hada, no se transformó en la ninfa soñada: se tiñó. Hete aquí­ que el hombre, tonto de sí­, se conforma con su sueño de bote y con su rubia de bote y no quiere ir más allá buscándole a la parienta calidades oní­ricas, ni está para esos trotes metafí­sicos cuando vuelve del taller o la oficina. El homo actual se enciende mirando pasar las rubias huidiza y distraidamente, cuando no se da cuenta la parienta, y se las imagina rubias naturales, y no como la suya, y por eso apaga la luz en el lecho, para no verle el felpudo tan terrestre y veraz, y hacer cisco su fingimiento de dicha.
Por ello, os prevengo contra las rubias de bote y os aconsejo que os prendáis, como yo, de una buena morena de las de toda la vida. Una morena va por ahí­ diciendo que es como es, y la tomas o la dejas, pero sabiendo lo que tienes entre manos. Ser morena y llevarlo con desenvoltura es como ir por la vida diciendo «menuda soy yo». Las rubias de bote no pueden sino ser simuladas y descontentadizas, una persona llana y sincera difí­cilmente puede casar con un espí­ritu que propende al disfraz y la tintura. ¿Rubias? No, gracias.

La dolorida rosa

aquí­ está aquí­ la dolorida rosa
que nace entre la raya de tus pechos
y vierte sus caudales satisfechos
de la ambarina luz que le rebosa
aquí­ se estremeció la poderosa
masculina flor de mi derecho

aquí­ fui cobijado por tu seno
imantado quedé de tus mejillas
aquí­ se me ofrecieron maravillas
todo lo que en amor hallé de bueno
lo llevo navegado en tus orillas
y todo mi equipaje en ti lo lleno

aquí­ mordí­ tus lóbulos y luego
cerré a besos el gris de tus pupilas
y temblaron para mí­ como dos lilas
tus sienes encendidas en el fuego
primitivo y mortal en que me asilas
y gustoso a incendiarme te me entrego

en este mapa de tu anatomí­a
hallé mi voluntad y hallé mi centro
aquí­ me sofocó desde tu adentro
la salina caricia que salí­a
de mieles y limones al encuentro
a juntarse gozosa con la mí­a

cuando esa laxitud que paladeo
para mi tallo plantar reverdecido
qué silencio gusté sobrecogido
el aliento el pulso el pestañeo
sonaban como obuses de deseo
y cuánto por tu boca fui invadido
* * * Tomás Galindo ®