Las palabras las llevamos en una mochila,
esa mochila que echamos a la espalda y no ve nadie,
solo nosotros,
sobada, algo deshilachada, informe
y amoldada a los hombros, a la curva de la espalda.
Y pesa.
Ahí, ahí llevamos las palabras.
Surge la necesidad de pronunciarse y echamos mano,
a veces impetuosamente, a veces sin mirar,
un tanto al desgaire
y sacamos un elogio o un denuesto, según convenga.
Algunos las tienen muy bien ordenadas
y es maravilla con qué oportuna precisión las ponen sobre la mesa.
Otros las derraman de cualquier manera
dejando que salpiquen en los charcos
y enloden a quien tengan delante.
Yo estoy aprendiendo.
Ayer quise decir amor y saqué una flor.
No estuvo mal del todo, el gesto fue apreciado,
pero la flor era una margarita
¡con esa fama de dubitativas que tienen!
Debió ser una rosa.
Una rosa roja.
Quise decir sí y saqué un depende.
Quise saludar y saqué un dios le guarde.
Ay, las palabras, qué bien si uno pudiera
tenerlas en la boca como la lengua o los dientes
y no llevarlas en un costal a la espalda
para, cuando hiciera falta, escupirlas o besarlas
o beberlas con el amigo.
Si pudieran manar como una fuente las palabras
y fueran de cristal, de cristal transparente
que dejaran ver su contenido precioso
encerrando los pensamientos
y haciéndolos brillar saliendo a la luz.
Qué prodigioso entendimiento sobrevendría.
Pero llevamos las palabras a la espalda
siempre después de nuestros pasos,
siempre para volvernos y tantear
y ver que ya hemos vuelto a sacar un después
buscando un ahora.
T. Galindo ®