La luna, mi padre y el devenir de lo importante

– Levanta, levanta, que ya van a llegar.
Me incorporé frotándome los ojos y aparté la sábana decidido para levantarme, por una vez sin remolonear.
– ¿Pero aún no han llegado, verdad?
-No, venga, venga.
La casa estaba oscura y sólo se veí­a el resplandor a lo lejos del televisor encendido. Mi padre se sentó en su sillón de orejas, muy parecido al que tengo yo ahora, y yo en mi silla. En el televisor, un Vanguard que costó una pequeña fortuna, se veí­an fotos en blanco y negro (¡claro!) y se oí­a, muy bajito para no despertar a nadie, la voz del locutor español, y otra apenas audible en inglés. Ya sabí­amos que apenas se iba a poder ver nada, aquello no era una peli del Capitán Marte y el XL5 con sus naves espaciales de cartón piedra, sino de verdad, pero habí­a que verlo, habí­a que estar allí­ presenciándolo, participando, para poder decir y decirse uno mismo que habí­a asistido a uno de los sucesos más importantes de la historia.
Eso era importante.
Han pasado cuarenta años. Lo cierto es que no recuerdo nada de la transmisión de televisión, pero nada. La llegada a la luna tampoco parece que fuera el hito que todos pensábamos, que iba a marcar un antes y un después en los avances cientí­ficos, que luego fueron por otro lado. Hoy no tengo muy claro si fue más importante llegar a la luna o que se inventara el velcro y es que la perspectiva te hace ver las cosas de otra manera.
Lo realmente importante hoy para mí­, lo que sí­ recuerdo, es a mi padre levantándome de madrugada, ilusionado más por ver la ilusión que me hací­a a mí­ ver aquello que por propia curiosidad. La misma cara de ilusión con que me traí­a mis tebeos favoritos. Mi padre, en penumbra diciéndome «Mira, mira ya están, ya», y luego desde la puerta de mi habitación «Sssht, a dormir, va».
Eso es lo importante.

Addenda: Habí­a por ahí­ también un hermanico pequeño de sueño intermitente que al grito de «Yo también, yo también» se unió a la vela. Los hermanos pequeños, ya se sabe… ¡tendré que regalarle un blog sólo para lo que yo olvido!

Un viejo reloj de plata

Caí­a a plomo ese sol de verano que deja las calles vací­as a la hora de la siesta; el alcalde conduciendo su todoterreno por la gravilla que rodeaba la casa, se detuvo, bajó, y cuando ya se disponí­a a abrir la puerta se quedó parado con la mano en el pomo viendo cómo llegaba tras él el coche de la Guardia Civil.
-Buenas tardes, señor alcalde -saludó el guardia Gutiérrez con un dedo en la visera- Venimos en visita oficial.
-Buenas tardes Gutierrez, qué sucede, Marta -dijo dando un beso en la mejilla a la cabo que comandaba aquella pareja de civiles- Entrad, que nos vamos a quedar aquí­ como pajaritos con este sol. Preparo un café y me contáis qué ha pasado.
-¿Recuerdas a un indigente que llevaba en el pueblo unos meses, que pedí­a en la puerta de la iglesia y que no sabí­amos nadie cómo habí­a venido a parar aquí­?
-Sí­, claro, le daban vales de comida en lo de transeuntes, que se sepa no tení­a filiación, y aunque le dijeron varias veces que se fuera a una ciudad más grande, que aquí­ no iba a poder vivir del limosneo, por aquí­ seguí­a.
-Pues se ha encontrado su cadáver en una caseta de aperos abandonada que hay donde la explotación ganadera.
-Vaya por dios ¿y qué tiene que hacer el municipio en un caso así­?
-Nada, sólo darle tierra. Dice el médico que ha muerto de muerte natural, medio de viejo medio de miseria, no es preciso hacerle autopsia ni nada.
-Bueno, daré orden a la secretaria, que se ocupe.
-Pero no es por eso por lo que hemos venido a verte -le miró fijamente la cabo, al tiempo que le tendí­a un sobre de papel de estraza en el que abultaba algo en su interior- sino por esto.
El alcalde volcó sobre su mano el contenido del sobre, que resultó ser un panzudo reloj de bolsillo, de plata vieja. Le quedaba un trozo de cadena de cuatro o cinco eslabones, también de plata, al final de los cuales habí­a un imperdible de tamaño mediano.
-Llevaba el reloj colgado de los ropajes por dentro, no tení­a otras pertenencias. Ábrelo y mira dentro.
-Lleva mi nombre.
-Y tu apellido, fí­jate bien, se ven las primeras letras, aunque el resto esté más desgastado. ¿Tú sabes algo de esto? ¿Se trata de un robo?
El alcalde sopesó el reloj, lo miró fijamente, como haciendo memoria y luego desvió la mirada a un viejo retrato del abuelo que reposaba sobre una mesita llena de pequeñas fotos con artí­sticos marcos de plata.
-No, me parece que ya sé quién es el mendigo y qué reloj es este. Luego me pasaré a ver si lo puedo identificar, aunque se trata de alguien a quien no he visto en la vida, quizá le saque un parecido familiar.
-¿El fallecido es de tu familia?
-Sí­, creo que sí­, y este reloj tiene una vieja historia que contar.
-Pues me la cuentas. Y usté, Gutiérrez, dé aviso de que estaré aquí­ y váyase a dormir la siesta y me viene a buscar a las siete, que es viernes y esta noche tendremos faena.
-A la orden mi cabo. Muy rico el café. Que ustedes lo pasen bien. Continuar leyendo «Un viejo reloj de plata»