Pacita



-Pacita, hija, tráeme el chal
Y allá que iba Mari Paz, china chana china chana, arrastrando las pantuflas con forma de perrito lanudo, con dos bayetas debajo para no manchar el piso recién encerado, a ponerle el chal a mamá.
-Sí­, échamelo por los hombros.
-¿Te pongo un cojí­n, mamá?
-Ay, hija, Pacita, qué serí­a de mí­ sin ti. Cuando me vaya te vas a quedar muy ancha, hija, pero muy ancha, mira que te doy quehacer.
-Mamá, no digas tontadas, anda ¿te pongo ya la tele?
Y yo qué haré… y yo qué haré, pues yo qué sé, me compraré un perro, o me haré de una oenegé, o me echaré al chat, que dicen que es muy pecaminoso… Novio me tení­a que echar, caray, un novio es lo que me hace falta. Al menos en parte. Jaaaaaa, en esa parte. Ay madre, que mal voy yo de la cuestión sexual, joder. Un perrito. Pero luego qué hago yo cuando vaya a trabajar, y con la de horas que hago algunos dí­as… mejor un gatito, los gatos se apañan muy bien en la casa. Ya dicen que los perros son del amo y los gatos de la casa. Pues un gato. Así­ cambio mi habitación por la de mamá y le puedo poner un sitio para él en la de los trastos, sacando mi cama. Pero hay que ver… si mamá no se ha muerto, y yo qué haré el dí­a que se muera mamá… pues seguir, y hacer de mi capa una minifalda, caramba, que se me va a pasar el arroz aquí­ cuidando a mamá. Cuarenta. Se dice pronto, pero cuarenta. Y aquí­ con mamá y con O.T. Vamos que si se me ha pasado…
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Desencuentro


La basca: Fenómeno ¡pasa pues!
La basca: Hosti, el guaperas.
La basca: Nene, que nos tienes nerviositos aquí­ esperándote, este ya se ha comido dos bolsas de cacahuetes de los puros nervios.
El chico: Qué pasa, ¿ha durado poco la misa hoy, era aburrido el sermón?
La basca: No escurras el bulto, tí­o, ven aquí­ y empieza a largar
La basca: Venga, que quedas un sábado con la rubia esa y apareces hoy a las mil, aquí­ se viene temprano, tí­o, a fichar, a dar el parte.
El chico: Pero si no hay nada que contar.
La basca: Huuuuy, este no ha mojao.
La basca: Y yo que creí­ que ibas a triunfar con la rubia.
El chico: Si es que cada dí­a entiendo menos a las mujeres, coño.
La basca: ¿Qué pasó pues?
El chico: Na… cenamos en un chino y me contó su vida…
La basca: …esa querí­a rollito, cuando te cuentan su vida es para tener argumento en la cama.
El chico: …y es una tí­a maja, con sus ideas. Bien. Que si la mujer hoy, que si la educación, que si la globalización. Y yo que bien, que bueno. A mí­ todo eso me parece muy bien, joer, pero me parecí­a un examen. No veas cuando le he dicho que no pertenezco a ninguna oenegé, me ha mirado mal.
La basca: Eso es un fallo, tí­o, tenemos que hacernos de eso de las ballenas o alguna cosa, que si no luego nos dicen que no hacemos nada útil.
La basca: Yo soy del Rayo, macho, eso es útil, nos oponemos a la tiraní­a del Madriz.
El chico: Pero bien, cenando y eso bien, y luego en el concierto joer… me cogí­a la manita, me abrazaba…
La basca: Tí­o… que en esos casos le tení­as que haber frotado la cebolleta, para que sopesara ¡para qué sirven los bailes si no!
El chico: Muy bien, muy cariñosa, y larga que te larga, no veas cómo larga la tí­a, no para, tiene argumento para cuatro documentales de la nasional yeografic… Así­ que yo me decí­a que menos mal que llevo la cajita Durex en el buga.
La basca: Si no mal rollito, mira lo que me pasó a mí­ con la Vane, cuando lo de la vomitona.
El chico: Pues na, luego la fui a llevar a su casa en el buga, y para ir al barrio… pasando por el parque, y la tí­a que si la fuente iluminada estaba muy bonita… Así­ que paro para mirar la fuente, los dos hablando, yo que también habí­a visto la de Maradentro… y la tí­a se me pone a hablar de Maradentro y yo digo, coño, como nos liemos con esa mierda le da una angustia y no se hace hoy aquí­ nada. Así­ que me acerco, joer, la tí­a, con lo rica que está y con la blusa esa…
La basca: Vaya pitones
El chico:…y le planto un beso en los morros.
La basca: Olé ¿Y qué pasa… no entendió la indirecta?
El chico: Que no entiendo a las tí­as, coño, va y se me echa a llorar…
La basca: Hostia, la jodimos
La basca: Cuando te lloran… ufs…
La basca: Yo cuando pasa eso me las piro, tí­o, no quiero malos rollos, que cuanto más lloran más quieren.
El chico: Que si no la habí­a entendido. Que si no era eso lo que querí­a de mí­. Que se habí­a llevado una decepción…
La basca: No te preocupes macho, si es que hagas lo que hagas siempre se van a llevar una decepción, así­ que para qué molestarse.
El chico: Y que si habí­a pensado que yo no era de esos que sólo quieren eso. Pero qué pasa tí­a, pero de qué vas, coño, venga a miraditas y venga a acariciarme la mano y a rozarme, pero qué pasa, y ahora te echas para atrás. No me jodas.
La basca: Hostia, este con el rabo tieso y la otra con filosofí­as.
La basca: Siempre igual, eh, siempre igual con ellas.
El chico: Y me dice que creí­a que era un alma gemela, tí­os, es que me desgüevo. Un alma gemela. Joder, si querí­as un alma gemela haberte ido con el Segis, que es de Grinpí­s, y escribe poesí­as, y lleva crí­os de excursión los domingos, coño.
La basca: Y tiene granos, y está gordofati y lleva gafas de culo vaso.
La basca: Macho eso es que ha detectado que eres su alma gemela cuando te ha visto el culo que sacas, y que estás cachas de gimnasio.
La basca: Asi son las tí­as, se fijan en un tí­o bueno y luego resulta que como no eres el Dalai Lama se decepcionan.
El chico: Me fui al Pachá que estaban la Vane y la Susi y estuve pensando si irme con la Vane al buga… pero joer… no me apetecí­a, tí­os. De verdad que no me apetecí­a hacérmelo con ninguna, en serio.
La basca: Eso es grave, tí­o, a ver si te has colgao con la rubia.
La basca: Eso se te pasa en cuanto te la chupe otra.
La basca: Pero la rubia tiene que ser una pasada, tí­o, con esas tetas. ¿Por qué siempre las tí­as más buenas tienen que ser unas calientapollas, coño?
El chico: Pues tiene un culo macizo…
La basca: ¡Tí­ooooo, eso no nos lo has dicho!
El chico: Na, bailando, que la cogí­a de la cintura y la tí­a me lo puso en la mano un par de veces con los meneos. Fijaos si no me tendrí­a salido. Y luego salirme con las almas gemelas. Coño, puta, cuando se me colgaba del brazo en el concierto la tí­a me sobaba el brazo, tí­os, me lo sobaba, vamos… De verdad que a veces me pregunto si las mujeres…. ¡coño pita falta el mamón! ¡Pero qué falta si se ha tirao a la piscina…!
La basca: Qué dices de las mujeres
El chico: Que tení­an que poner de esas tí­as como en la enebeá, que salieran bailando mientras ponen la barrera o hacen un cambio, y en los intermedios, ahí­ con la faldita… eso digo.
La basca: Muy bien dicho, chico.
La basca: Eres un filósofo.

Pero esto sólo es el punto de vista de él. Aquí puedes escuchar también el punto de vista de ella. Nada que ver.

Las mujeres son sabias


-¿Y esa llave inglesa encima de la mesa del comedor?
-Ah, es la que uso para sujetar el libro y poder leer mientras como.
Claro, ya sé que no es muy corriente tener una llave inglesa sobre la mesa del comedor, pero viene bien para eso y así­ no necesito un atril. Claro, eso no puede ser más que en una casa de soltero, en una casa con mujer serí­a algo impensable. Porque, desengañémonos, nuestras casas, amigos, esas casas que compartimos con ellas, a las que amamos, a las que entregamos nuestro corazón, no son nuestras, son de ellas. Ellas son las que dicen dónde van los muebles y qué muebles. Ellas eligen el color de las paredes (sí­, ya sé que siempre preguntan, pero no es para saber qué quieres tú, sino para reafirmarse en tu mal gusto). Ellas eligen visillos y cortinas. Ellas llenan de pañitos cada rincón vací­o de los muebles. Ellas colocan el ajuar en los armarios de la cocina y las habitaciones, cada cosa en su sitio. En «su» sitio, y «su» sitio es el que ellas dicen y eso es una verdad indiscutible, como la santí­sima trinidad, como el verbo que se hizo carne y habita entre nosotros. Ellas dictan la disposición de las cosas en el hogar y marcan la raya entre lo malo y lo bueno. Cierto que los hombres somos como somos y nos dejarí­amos caer en la desidia. Soy buena prueba de ello, sé cómo tení­a la casa. Pero las mujeres no admiten término medio. No, la casa no puede estar a mitad de camino entre como la quiere ella y como la dejarí­a él, no: la casa ha de estar como quiere la mujer. Como dios manda. Viven con el fantasma del mayordomo de la tele con su algodón pringado de polvo atormentándolas en sus pesadillas. Yo reivindico un término medio entre los chorros del oro de la mujer y la cuadra llena mierda del hombre. ¿Por qué la casa ha de ser territorio exclusivo de la mujer, eh? Pues porque las mujeres son sabias, y tú eres un bruto y un trogolodita.
Las mujeres son sabias, en serio, lo digo en serio. Tienen una ciencia que al hombre se le escapa y que consiste en atinar, como la cosa más sencilla, en cuestiones que al personal masculino dejan perplejo. Sin duda, la mujer está más anclada a las cosas de la tierra que el hombre, más volátil y espantadizo. Yo nunca sé qué cenar, en cambio mi mujer echa un vistazo en la cocina y zas, en un santiamén prepara algo rico rico y con fundamento como el Arguiñano. Cuando el hombre va, la mujer ya ha venido. Si yo no sé qué hacer este fin de semana, mi mujer tiene siete ideas. Si no sé dónde ir de vacaciones, mi mujer se debate entre cuatro destinos distintos a cuál más atractivo. Continuar leyendo «Las mujeres son sabias»

Gorditas


Nunca he atinado a comprender las veleidades de la moda, y, si acaso, puedo contemplar con una cierta displicencia las que atañen al aspecto exterior, vestido, calzado, peinado, pero se me hace muy cuesta arriba entender el por qué en un momento determinado de la historia vemos con ojos más complacientes un tipo de figura corporal que otro. En la antigüedad, y no hace falta irse muchos años atrás, primaba el gusto por la mollita, no se entendí­a como bella a la mujer que enseñase las costillas bajo la piel (o que se le supusiera tal desdoro, ya que ver, ver… no se veí­a nada). Después vino, quizá por contraste y rebelión contra el gusto establecido, el auge de la delgadez extrema, que me produjo incluso repulsión, y veí­amos como paradigma de lo hermosamente femenino a unas apenas muchachas de las que, con dos, podrí­amos haber hecho una que fuera bonita. Ahora ni lo uno ni lo otro, no nos vamos a las alfeñiques, pero tampoco a las rellenitas, que algo es algo, pero ahora se pide a la mujer que esté cachas. Que marque musculito, que el otrora redondo vientre se convierta en marcado musculamen con sus cuadritos como tableta de chocolate. Quizá esta sea la moda de la salud a ultranza, pero, o cambiamos el concepto de femenino por uno nuevo y que comprenda únicamente la psique, o, directamente, entendemos que el bí­ceps y el glúteo marmóreos son tan femeninos como el blando y maleable.
Mas hete aquí­ que, como era de suponer, la mayor parte de la población femenina no entra dentro del estándar de la belleza femenina actual, esa mujer purasangre, y en vez de ocultarse como antaño, o de darse al disimulo vistiendo ropajes que disfracen sus deméritos, se expone claramente y reivindica su derecho a decir que son bellas a su manera. Las gorditas, las dulces gorditas, las tí­midas gorditas, las amorosas rellenitas, las jamonas de toda la vida, las pizpiretas gordezuelas, las salerosas, ellas, hoy salen a la calle, muestran sin pudor sus lorzas, y nos dicen que la mollita es sexi. Ellas derraman sus generosos pechos ante nuestra vista en las playas para que les dé el sol, y hacen de sus ebúrneas carnes un reclamo de sensualidad a nuestra vista. Y uno, esteta por razón de nacimiento, no puede sino dar la razón a quienes así­ actúan. ¿No es, acaso, lí­cito que uno guste de la visión de la mujer entradita en carnes? ¿Ha de tomarse este gusto como una aberración sólo por ir contracorriente? ¿Ha de parecernos morboso apetecer de estas mórbidas carnes?
Pero la pregunta final es la de si ha de ser la ciencia la que determine qué ha de parecernos hermoso. La ciencia nos dice el peso que ha de tener la persona de una determinada talla, pero ¿es requisito sine qua non para poder empezar a considerar la belleza o fealdad de la misma?

Ver también «Gorditas II»
Ver también «Gorditas III»

Contra las rubias de bote

Veo la foto de una amiga, casualmente, y observo horrorizado que es rubia. Santo cielo, una morena de nacimiento y ahora es descaradamente rubia. Ello me llama la atención y me pregunto por qué este desmedido afán por clarear el pelo. ¿Qué ventaja obtiene la mujer rubia ante la morena? ¿Qué superior condición ejerce la una sobre la otra? ¿Cuáles son los méritos del cabello rubio o los deméritos del castaño o negro? ¿Qué hace que una mujer se vea impelida durante casi toda su vida a vestir su cabello con un color que le es ajeno? Muchas y muy oscuras incógnitas que no atino a despejar. Dicen que los caballeros las prefieren rubias, para a continuación aclarar que «pero se casan con las morenas», seguramente por algo que, al fin, he descubierto. Al fin, cayó la venda de mis ojos. Después de lo de los reyes magos, después de lo de la cigüeña, después de lo del ratoncito pérez, he llegado a la conclusión de que las rubias, sí­, las rubias… ¡no existen! No hay mujeres rubias, son una invención, un mito, una fábula. Son como la esfinge, el grifo, el unicornio, personajes acendrados de nuestra cultura, pero inexistentes. Quizá el hombre de cromañón o el neandertal ya comenzaran a suspirar por una hembra de imagen distinta a la propia (cosa frecuente en la persona, que siempre ansí­a aquello que no tiene y desdeña lo obtenido) y, por dotarla de atributos con que distinguir el sueño de lo palpable la hicieron con el cabello rubio y no oscuro. Una ensoñación, un juego, una parábola, eso es la rubia, la mujer capaz de contener en sí­ la belleza de lo etéreo. El pobre neandertal era un poeta que envolví­a a su mujer en el aura de lo sobrenatural y la clarificaba, y en sus aspiraciones le salí­a rubia, veí­a a esa compañera suya admirable como algo que lo superaba; esa persona capaz de engendrar, de asir su humanidad a la tierra; de unirle con lo infinito, como una cuasi diosa que hubiera descendido y condescendido a convivir con él y, asombrado, la contemplaba babeante, enamorado, y la magnificaba como podí­a: envolviéndola en un aura irreal, y así­, le veí­a el pelo claro. Y la mujer, incapaz de sublimarse fí­sica y mentalmente hasta tan altas metas, se tiñó. No, no alcanzó la deidad, no se hizo hada, no se transformó en la ninfa soñada: se tiñó. Hete aquí­ que el hombre, tonto de sí­, se conforma con su sueño de bote y con su rubia de bote y no quiere ir más allá buscándole a la parienta calidades oní­ricas, ni está para esos trotes metafí­sicos cuando vuelve del taller o la oficina. El homo actual se enciende mirando pasar las rubias huidiza y distraidamente, cuando no se da cuenta la parienta, y se las imagina rubias naturales, y no como la suya, y por eso apaga la luz en el lecho, para no verle el felpudo tan terrestre y veraz, y hacer cisco su fingimiento de dicha.
Por ello, os prevengo contra las rubias de bote y os aconsejo que os prendáis, como yo, de una buena morena de las de toda la vida. Una morena va por ahí­ diciendo que es como es, y la tomas o la dejas, pero sabiendo lo que tienes entre manos. Ser morena y llevarlo con desenvoltura es como ir por la vida diciendo «menuda soy yo». Las rubias de bote no pueden sino ser simuladas y descontentadizas, una persona llana y sincera difí­cilmente puede casar con un espí­ritu que propende al disfraz y la tintura. ¿Rubias? No, gracias.