La piscina de papá


Lo cual que iba yo en el bus, poquita gente, menos mal, con una madre y una hija en los asientos de delante. La madre joven y la niña de las de dedo en la nariz y lazo rosa en la cresta, de esas que un día aprenden a hablar de sopetón y no paran ya nunca. Llueve, apenas se ve tras el cristal, pero la nena atisba un gran edificio de oficinas en una plaza por la que pasamos y entusiasmada, agarra a su madre levantándose para seguir viendo el edificio y exclamando:
-Mira, mamá, la piscina de papá.
-No, no, ahí está la oficina de papá.
-Sí, sí, la piscina de papi.
-Oficina.
-¿Oficina? ¿No es la piscina?
-No, es una oficina.
-¿Y qué es una oficina?
-Un sitio donde hay muchas mesas con señores trabajando.
-¿Entonces papá no tiene una piscina?
-No, cariño, es una oficina y ahí trabaja papá escribiendo muchos papeles.
-Oh… yo creí que tenía una piscina y que un día me iba a llevar. -Dijo la niña ya haciendo un pucherito, toda acongojada de pena-
-¡Ay mi amor!
-¡Buaaaa!
Y yo detrás poniendo cara de póquer y sin saber si partirme de risa o echarme a llorar, porque la niña desilusionada daba auténtica pena. Es lo que tienen los niños, que se desilusionan de tantas ilusiones como se hacen.
Bueno, menos la de los reyes magos ¡esa dura!

Carnaval 2011

El Carnaval atacó de nuevo este año, más colorido que nunca y con más imaginación que en ediciones anteriores, será cosa de la crisis, que hace que la gente espabile para no gastar demasiado en su atuendo. Con todo, nuestros chicos y chicas, se han lanzado a la calle con su acostumbrada alegría en un interminable repertorio de piratas, hadas, moros, vikingos, chinitas y otros entrañables personajes, embobamiento de abuelos y pesadilla de maestros. Vamos a echarles un vistazo, como siempre, delante el cuadro de honor con las fotos que mejor expresan el ambiente festivo y los atavíos y maquillajes.

Las temidas preguntas de los niños

Así­ pintaba, así­, así­
Ayer le di una lección a mi hija, no todos los padres podrí­an decir lo mismo. Tiene diez años y un millón de preguntas capaces de atropellarme. Los años y las preguntas. Se las contesto con más voluntad que pericia, cuando las sé, o intuyo, o por lo menos le doy mi versión y siento muchí­sima vergüenza cuando no, porque, aunque me mire como diciendo “pobre papá qué esfuerzos hace”, a mí­ me parece haber perdido capa y espada y yo mismo haber caí­do del brioso corcel. Pero ayer me hizo una que me dejó más perplejo aún:
-¿Y por qué tú no me haces preguntas a mí­? -dijo desde sus diez años sabios.
Es evidente que no hay razón alguna, por qué no hacerles preguntas a los niños. Es estupendo, y le hice la primera:
-¿Y tú qué crees que hace falta en este mundo?
Sopló, y fue contundente:
-Hace falta cariño alegrí­a trabajo libertad y sobre todo amor.
-Te dejas lo principal -niña- ajá, te atrapé.
-¿Ah sí­, y qué es?
-Lo que más falta hace en el mundo son niños que hagan muchí­simas preguntas.
Me dio un beso en el brazo y dijo:
-Qué papá tan bueno.
Y con estas y otras disquisiciones filosóficas se me acabó haciendo mayor.

La guarderí­a de Silvia.


Ella era la Silvia la del tontico, luego el hijo, el tontico, era eso: el tontico; y el marido, y padre de inocente era el Juanito el de la Silvia. Se ve que el que menos pintaba en la familia era el varón. La Silvia la del tontico, que todo el mundo la llamaba así­ menos a la cara, claro, era una mujer de esas que salen movidas en las fotos, ya se lo decí­a su abnegada madre cuando aún era una crí­a.
-Ay, esta crí­a no para quieta un momento, parece que tenga azogue.
Ahora no se le llama azogue, ni baile de san Vito, no, ahora serí­a una niña hiperactiva y la llevarí­an al psicólogo. Antes con una torta de vez en cuando se suplí­a perfectamente. Silvia es grande y tirando a gorda, aunque, no hace tanto, era lo que se llama una jamona, una real hembra, una mujer de buen ver, hermosota, rubicunda, coloradota, de no haber tenido esa cara de pan habrí­a sido musa del gremio de la construcción en el barrio. El Juanito en cambio era bien poca cosa, de carnes escurridas, le llegaba a ella a la nariz y pesaba un par de arrobas menos. Seguramente lo del niño serí­a culpa de su fí­sico enfermizo y escuálido, y no de ella, una mujer tan sanota. La Silvia y el Juanito se pegaron la mar de años queriendo tener un hijo y sin conseguirlo. Qué tristes estaban. Los dos, eh, eso que quede claro, estaban tristes los dos, porque en eso, y en todo lo demás, eran un matrimonio muy unido. Ella mandaba y él decí­a amén, que también tiene su mérito. Fueron a médicos, que no les vieron nada de particular, hicieron novenas y rogativas, vigilaron la temperatura basal… (-¿Cuálo? -¡A ver si estaba caliente ella para preñarse, coño! -Ah, bueno, así­ sí­ se entiende.) Y cuando estaban pensando en ir a una piedra muy famosa que hay en Galicia, que dicen que si se tumba en ella la mujer, se queda, zas, que la rana dijo que sí­. Después de tantos años, qué contento en esa casa. Luego salió el niño tonto, vaya por dios, qué pena, pero ya ven, ellos lo llevan tan ricamente, no se puede decir que tuvieran un momento de tristeza o de arrepentimiento. Continuar leyendo «La guarderí­a de Silvia.»

La sillica

Esta es Ofelia, la primera ví­ctima de la interfecta.
Tení­as una sillita de madera muy bonita. Al principio no te separabas de ella ni al sol ni a sombra; ibas por toda la casa con la silla a rastras como Charlie Rivel, no tanto para sentarte como para poder acceder a todo aquello que, por tu enanez, te estaba vedado. Sobre todo te era imprescindible para poder lavarte en el lavabo, y al decir lavarte debe entenderse jugar con el jabón y salpicar a todo lo que se hallara a menos de tres metros en rededor tuyo.
Aconteció pues un dí­a, que andabas trajinando con el tetrápodo artilugio, que mamá te llamó al orden y te dijo que la guardaras en tu habitación. Apenas habí­as acabado de dejarla junto ala puerta de tu cubil, yo la cogí­ y la llevé al comedor para darte en ella tu habitual pitanza. Pero mamá te dijo que antes te lavaras las manos, así­ que, toda decidida, te dirigiste a tu cuarto a coger la silla para auparte. Yo, al verlo, te dije que la silla estaba en el comedor; pero tú, convencida de lo contrario, continuaste impertérrita hacia tu habitación. Lo que sigue se desarrolló más o menos de la siguiente forma:
-¿Anone etá a sillica? Continuar leyendo «La sillica»