La prueba


Nunca le habí­a dado tan fuerte. Estaba casi, casi seguro, de que esta vez era la buena, la definitiva. Nunca antes habí­a sentido algo así­ por una mujer, tan profundo, tan placentero; nunca se habí­a visto estableciendo un lazo de comunicación como el que tení­a con Azucena. Eran almas gemelas.
Habí­a llegado la hora de la prueba.
Conoció a Azucena, dónde si no, en la biblioteca del pueblo. En realidad la tení­a vista, una mujer que no llamaba precisamente la atención, discreta, vistiendo vaqueros y blusas, vestiditos floreados que le daban un cierto aire antiguo, parecidos a aquellas enaguas que llevaban nuestras abuelas. Con sus gafas de concha y su pelo recogido era la imagen misma, estereotipada, de su propio oficio: maestra. Azucena, bien que mal, desasnaba a chicos y chicas en la escuela local, antes de que fueran al instituto. Y él, luego, en el instituto, procuraba encauzarlos hacia la formación profesional, para que salieran buenos fontaneros, cocineras o modistas y no engrosaran las filas de intelectuales con í­nfulas y en el paro.
Habí­a ido a buscar un libro de T.S. Eliot y, oh sorpresa, estaba cedido ¡desde cuándo habí­a alguien interesado por la poesí­a en aquella aldea! Al principio le habí­a fastidiado bastante, a Silvio le fascinaba la poesí­a y, sabedor de que carecí­a del don poético, escribí­a extensas y farragosas crí­ticas poéticas que mandaba a sesudas revistas de cí­rculos intelectuales y universidades, donde, a veces, se los publicaban, llenándole de merecido orgullo.
Le habí­a fastidiado. Ahora estaba empeñado en un estudio sobre el funcionariado y la burocracia en la poesí­a y, claro, pensaba empezar por Eliot y Baudelaire. Se puso a mirar otros libros de poesí­a que habí­a en el olvidado estante del rincón. Los habí­a leí­do todos, todos los que no tení­a en casa, claro. En casa tení­a muchos más que la biblioteca pública. Les fue echando un vistazo y comprobó, sorprendido, que sólo habí­a dos usarios que los leyeran: él mismo, y el socio número 50.
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El concepto de decencia.


Ando dándole vueltas a una curiosa idea que me contó un amigo, oí­da en la radio. Vení­a a cuento del por qué los curas siempre han sido tan refractarios a las cuestiones sexuales, y esta civilización occidental nuestra se ha desarrollado pacata y puritana, pese a que a escondidas haya habido de todo. Otras religiones no sólo no han estigmatizado lo relativo al sexo, sino que, sabiamente, se han servido de él, de ello, de algo tan gustosito (qué bien) como parte integrante, e incluso esencial. Mientras aquí­, o en los paí­ses árabes, se persigue el adulterio y el despendole, en la cultura oriental reparten el Kama-Sutra como los evangelios. Donde unos esculpen gárgolas, otros parejitas haciendo el sesenta y nueve. El concepto de decencia es pues, algo cogido con pinzas, que varí­a de una civilización a otra. En otras civilizaciones los ricos ocultan su riqueza para que los dioses no les castiguen, y para no suscitar el encono de los pobres. Aquí­ mientras se hace ostentación del lujo y se contrasta con la miseria que lo rodea. Los japoneses se bañan todos juntitos en familia. Los esquimales, dicen, prestan su mujer al huésped. Los moros se creen con derecho a tocar el culo a las mujeres vestidas a la occidental. En medio mundo las mujeres llevan las tetas al aire, y en el otro medio les pueden multar por ello. A nosotros nos ha tocado un concepto de decencia muy aburrido.
Digo yo que la culpa es del traductor de dios, que cuando le dio las tablas a Moisés no se enteró, y tradujo mal el sexto mandamiento, que dice «No comerás actos impuros» y él, tontamente, puso «No cometerás…» Pero claro, entonces ¿a qué actos impuros se refiere? ¿Qué es un acto impuro? «Co-meter» será como meter a medias, o sea: follar. Se ve que Moisés era un poquito raro y dijo: ¡El sexo! Y zas, nos jodió.
En realidad dios querí­a regular el acto de comer y no el sexual. ¿Cómo serí­a ahora esta sociedad si lo feo, lo pecaminoso, fuera el comer y no el sexo? Si el sexo fuera lo que es para nosotros la cocina, y viceversa. Hagamos alguna suposición:
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Pacita



-Pacita, hija, tráeme el chal
Y allá que iba Mari Paz, china chana china chana, arrastrando las pantuflas con forma de perrito lanudo, con dos bayetas debajo para no manchar el piso recién encerado, a ponerle el chal a mamá.
-Sí­, échamelo por los hombros.
-¿Te pongo un cojí­n, mamá?
-Ay, hija, Pacita, qué serí­a de mí­ sin ti. Cuando me vaya te vas a quedar muy ancha, hija, pero muy ancha, mira que te doy quehacer.
-Mamá, no digas tontadas, anda ¿te pongo ya la tele?
Y yo qué haré… y yo qué haré, pues yo qué sé, me compraré un perro, o me haré de una oenegé, o me echaré al chat, que dicen que es muy pecaminoso… Novio me tení­a que echar, caray, un novio es lo que me hace falta. Al menos en parte. Jaaaaaa, en esa parte. Ay madre, que mal voy yo de la cuestión sexual, joder. Un perrito. Pero luego qué hago yo cuando vaya a trabajar, y con la de horas que hago algunos dí­as… mejor un gatito, los gatos se apañan muy bien en la casa. Ya dicen que los perros son del amo y los gatos de la casa. Pues un gato. Así­ cambio mi habitación por la de mamá y le puedo poner un sitio para él en la de los trastos, sacando mi cama. Pero hay que ver… si mamá no se ha muerto, y yo qué haré el dí­a que se muera mamá… pues seguir, y hacer de mi capa una minifalda, caramba, que se me va a pasar el arroz aquí­ cuidando a mamá. Cuarenta. Se dice pronto, pero cuarenta. Y aquí­ con mamá y con O.T. Vamos que si se me ha pasado…
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Desencuentro


La basca: Fenómeno ¡pasa pues!
La basca: Hosti, el guaperas.
La basca: Nene, que nos tienes nerviositos aquí­ esperándote, este ya se ha comido dos bolsas de cacahuetes de los puros nervios.
El chico: Qué pasa, ¿ha durado poco la misa hoy, era aburrido el sermón?
La basca: No escurras el bulto, tí­o, ven aquí­ y empieza a largar
La basca: Venga, que quedas un sábado con la rubia esa y apareces hoy a las mil, aquí­ se viene temprano, tí­o, a fichar, a dar el parte.
El chico: Pero si no hay nada que contar.
La basca: Huuuuy, este no ha mojao.
La basca: Y yo que creí­ que ibas a triunfar con la rubia.
El chico: Si es que cada dí­a entiendo menos a las mujeres, coño.
La basca: ¿Qué pasó pues?
El chico: Na… cenamos en un chino y me contó su vida…
La basca: …esa querí­a rollito, cuando te cuentan su vida es para tener argumento en la cama.
El chico: …y es una tí­a maja, con sus ideas. Bien. Que si la mujer hoy, que si la educación, que si la globalización. Y yo que bien, que bueno. A mí­ todo eso me parece muy bien, joer, pero me parecí­a un examen. No veas cuando le he dicho que no pertenezco a ninguna oenegé, me ha mirado mal.
La basca: Eso es un fallo, tí­o, tenemos que hacernos de eso de las ballenas o alguna cosa, que si no luego nos dicen que no hacemos nada útil.
La basca: Yo soy del Rayo, macho, eso es útil, nos oponemos a la tiraní­a del Madriz.
El chico: Pero bien, cenando y eso bien, y luego en el concierto joer… me cogí­a la manita, me abrazaba…
La basca: Tí­o… que en esos casos le tení­as que haber frotado la cebolleta, para que sopesara ¡para qué sirven los bailes si no!
El chico: Muy bien, muy cariñosa, y larga que te larga, no veas cómo larga la tí­a, no para, tiene argumento para cuatro documentales de la nasional yeografic… Así­ que yo me decí­a que menos mal que llevo la cajita Durex en el buga.
La basca: Si no mal rollito, mira lo que me pasó a mí­ con la Vane, cuando lo de la vomitona.
El chico: Pues na, luego la fui a llevar a su casa en el buga, y para ir al barrio… pasando por el parque, y la tí­a que si la fuente iluminada estaba muy bonita… Así­ que paro para mirar la fuente, los dos hablando, yo que también habí­a visto la de Maradentro… y la tí­a se me pone a hablar de Maradentro y yo digo, coño, como nos liemos con esa mierda le da una angustia y no se hace hoy aquí­ nada. Así­ que me acerco, joer, la tí­a, con lo rica que está y con la blusa esa…
La basca: Vaya pitones
El chico:…y le planto un beso en los morros.
La basca: Olé ¿Y qué pasa… no entendió la indirecta?
El chico: Que no entiendo a las tí­as, coño, va y se me echa a llorar…
La basca: Hostia, la jodimos
La basca: Cuando te lloran… ufs…
La basca: Yo cuando pasa eso me las piro, tí­o, no quiero malos rollos, que cuanto más lloran más quieren.
El chico: Que si no la habí­a entendido. Que si no era eso lo que querí­a de mí­. Que se habí­a llevado una decepción…
La basca: No te preocupes macho, si es que hagas lo que hagas siempre se van a llevar una decepción, así­ que para qué molestarse.
El chico: Y que si habí­a pensado que yo no era de esos que sólo quieren eso. Pero qué pasa tí­a, pero de qué vas, coño, venga a miraditas y venga a acariciarme la mano y a rozarme, pero qué pasa, y ahora te echas para atrás. No me jodas.
La basca: Hostia, este con el rabo tieso y la otra con filosofí­as.
La basca: Siempre igual, eh, siempre igual con ellas.
El chico: Y me dice que creí­a que era un alma gemela, tí­os, es que me desgüevo. Un alma gemela. Joder, si querí­as un alma gemela haberte ido con el Segis, que es de Grinpí­s, y escribe poesí­as, y lleva crí­os de excursión los domingos, coño.
La basca: Y tiene granos, y está gordofati y lleva gafas de culo vaso.
La basca: Macho eso es que ha detectado que eres su alma gemela cuando te ha visto el culo que sacas, y que estás cachas de gimnasio.
La basca: Asi son las tí­as, se fijan en un tí­o bueno y luego resulta que como no eres el Dalai Lama se decepcionan.
El chico: Me fui al Pachá que estaban la Vane y la Susi y estuve pensando si irme con la Vane al buga… pero joer… no me apetecí­a, tí­os. De verdad que no me apetecí­a hacérmelo con ninguna, en serio.
La basca: Eso es grave, tí­o, a ver si te has colgao con la rubia.
La basca: Eso se te pasa en cuanto te la chupe otra.
La basca: Pero la rubia tiene que ser una pasada, tí­o, con esas tetas. ¿Por qué siempre las tí­as más buenas tienen que ser unas calientapollas, coño?
El chico: Pues tiene un culo macizo…
La basca: ¡Tí­ooooo, eso no nos lo has dicho!
El chico: Na, bailando, que la cogí­a de la cintura y la tí­a me lo puso en la mano un par de veces con los meneos. Fijaos si no me tendrí­a salido. Y luego salirme con las almas gemelas. Coño, puta, cuando se me colgaba del brazo en el concierto la tí­a me sobaba el brazo, tí­os, me lo sobaba, vamos… De verdad que a veces me pregunto si las mujeres…. ¡coño pita falta el mamón! ¡Pero qué falta si se ha tirao a la piscina…!
La basca: Qué dices de las mujeres
El chico: Que tení­an que poner de esas tí­as como en la enebeá, que salieran bailando mientras ponen la barrera o hacen un cambio, y en los intermedios, ahí­ con la faldita… eso digo.
La basca: Muy bien dicho, chico.
La basca: Eres un filósofo.

Pero esto sólo es el punto de vista de él. Aquí puedes escuchar también el punto de vista de ella. Nada que ver.

Gorditas


Nunca he atinado a comprender las veleidades de la moda, y, si acaso, puedo contemplar con una cierta displicencia las que atañen al aspecto exterior, vestido, calzado, peinado, pero se me hace muy cuesta arriba entender el por qué en un momento determinado de la historia vemos con ojos más complacientes un tipo de figura corporal que otro. En la antigüedad, y no hace falta irse muchos años atrás, primaba el gusto por la mollita, no se entendí­a como bella a la mujer que enseñase las costillas bajo la piel (o que se le supusiera tal desdoro, ya que ver, ver… no se veí­a nada). Después vino, quizá por contraste y rebelión contra el gusto establecido, el auge de la delgadez extrema, que me produjo incluso repulsión, y veí­amos como paradigma de lo hermosamente femenino a unas apenas muchachas de las que, con dos, podrí­amos haber hecho una que fuera bonita. Ahora ni lo uno ni lo otro, no nos vamos a las alfeñiques, pero tampoco a las rellenitas, que algo es algo, pero ahora se pide a la mujer que esté cachas. Que marque musculito, que el otrora redondo vientre se convierta en marcado musculamen con sus cuadritos como tableta de chocolate. Quizá esta sea la moda de la salud a ultranza, pero, o cambiamos el concepto de femenino por uno nuevo y que comprenda únicamente la psique, o, directamente, entendemos que el bí­ceps y el glúteo marmóreos son tan femeninos como el blando y maleable.
Mas hete aquí­ que, como era de suponer, la mayor parte de la población femenina no entra dentro del estándar de la belleza femenina actual, esa mujer purasangre, y en vez de ocultarse como antaño, o de darse al disimulo vistiendo ropajes que disfracen sus deméritos, se expone claramente y reivindica su derecho a decir que son bellas a su manera. Las gorditas, las dulces gorditas, las tí­midas gorditas, las amorosas rellenitas, las jamonas de toda la vida, las pizpiretas gordezuelas, las salerosas, ellas, hoy salen a la calle, muestran sin pudor sus lorzas, y nos dicen que la mollita es sexi. Ellas derraman sus generosos pechos ante nuestra vista en las playas para que les dé el sol, y hacen de sus ebúrneas carnes un reclamo de sensualidad a nuestra vista. Y uno, esteta por razón de nacimiento, no puede sino dar la razón a quienes así­ actúan. ¿No es, acaso, lí­cito que uno guste de la visión de la mujer entradita en carnes? ¿Ha de tomarse este gusto como una aberración sólo por ir contracorriente? ¿Ha de parecernos morboso apetecer de estas mórbidas carnes?
Pero la pregunta final es la de si ha de ser la ciencia la que determine qué ha de parecernos hermoso. La ciencia nos dice el peso que ha de tener la persona de una determinada talla, pero ¿es requisito sine qua non para poder empezar a considerar la belleza o fealdad de la misma?

Ver también «Gorditas II»
Ver también «Gorditas III»