La batalla de los ciegos

Esta verí­dica y tremebunda historia, muestra de nuestras más ancestrales costumbres cazurras y espanto de afiliados a la ONCE, me la contó don Manuel Serrano Garcí­a, a la sazón suegro mí­o, guardia municipal de la I.C. de Zaragoza con grado de cabo y persona versadí­sima en la crónica local, en el anecdotario de la baturrada y el despatarre vernáculo.

Me refirió que, en indeterminados y oscuros tiempos de antes de la guerra, los ciegos no vendí­an el cupón aún, y se ganaban la vida como buena o malamente podí­an, los más tocándo músicas y pregonando romances por las esquinas, y dependiendo de la voluntad de las buenas gentes; y otros, caí­dos en mejor familia, con trabajos asequibles a su tara, como el trenzado de canastos, el deshuese de olivas y otros que requiriesen santa paciencia. Contome que por las esquinas de Zaragoza se juntaba a veces un cuarteto de estos ciegos, un matrimonio viejo y otros dos hombres más, que eran versados y hábiles en tañer y soplar varios instrumentos, a saber: un violí­n, un laúd, un cordión y un chiflo acompañado de su chicotén. Estos cuatro ciegos, a veces se juntaban para ir a tocar a meriendas y celebraciones, formando una orquestina, tocando ora juntos lo que se sabí­an todos, ora por separado y dando descanso uno o dos a los otros. Cómo conseguí­an que tan variopintos instrumentos sonaran parejos y acompasados es misterio que no hemos logrado desentrañar (supuesto caso que atinaran), pero seguramente los oyentes tampoco pretendí­an sino pegar cuatro agarrones a alguna moza entre los, más o menos, ruidos de polkas, valses y pasacalles.
Estos ciegos hací­an pórticos y fachadas de iglesias, como la de Santa Engracia o la de San Miguel o San Felipe y San Juan de los Panetes, y también se lucí­an por lugares como el mercado central, la Lonja o la plaza de toros. Así­ viví­an y se recogí­an en la ciudad casi todo el año, pero en verano salí­an de bolos. Sí­ señor, sí­, como lo oyen, hací­an galas como la Piquer. Y es que en verano se echaban a la carretera y solí­an aprovechar el buen tiempo para ir a los pueblos de la ribera del Jalón y a las Cinco Villas, donde estaban mirando crecer los trigos y las uvas, hasta que era época de la recogida, que remataban la faena, y volví­an a casa con los ahorros para mejor pasar los frí­os del invierno.
En una de estas deambulaciones acabaron yendo a parar a no sé qué pueblo donde fueron bien recibidos por la solterí­a, que instó a las fuerzas vivas del lugar a contratarlos para hacer baile en la plaza al atardecer. Ajustaron pues con el alcalde que cobrarí­an por aquella tarde y la mañana siguiente, que era domingo, después de misa, la cantidad de nueve pesetas cantantes y sonantes (luego se verá si cantaban y sonaban), a razón de dos por barba más una porque sí­. Tañeron y soplaron los ciegos todo su repertorio y lo que les iban tarareando y fueron muy del agrado de la concurrencia, que los celebró a modo, regalándolos con vino abundante y llenándoles la andorga, y unos y otros se dieron por muy satisfechos del trato y el servicio cuando fue la hora de pasar factura y coger la carretera. Quedaron los ciegos en una esquina de la plaza esperando a recibir la paga, mientras escampaba la gente, e iba el alcalde a la casa consistorial a por las nueve pesetas. Y en esta tesitura estaban cuando, uno de los mozos, vigilado de lejos por otros de su peña que miraban desde la barrera sin perder ripio, se les acercó y les dijo que les iba a pagar.

-A ver, quién cobra -dijo.
Y mientras los ciegos se miraban (es un decir) y antes de que uno alargara la mano, el mismo mozo siguió hablando como si ya le hubieran contestado.

-Muy bien, usté mismo, pues vaya recibiendo y contando.

Y mientras hací­a como que le pagaba a uno de los ciegos, iba entrechocando dos pesetonas que llevaba una con otra de mano a mano como si estuviera depositando las monedas en mano de ellos.
-… ocho, nueve, y diez, hale, que nos han tenido muy contentos, que lo disfruten y otro año, ya saben, vuelvan por aquí­ que serán bien recibidos.

Dieron los ciegos las gracias y echaron a andar por el camino, seguidos de lejos y de puntillas por los mozos, que querí­an ver en qué paraba el asunto. Al poco y aún sin salir del pueblo, dijo uno de ellos que a ver quién habí­a cobrado, que a repartir. Y todos comenzaron a decir «Ah, pues yo no he sido», y a subir el tono de voz, y a decir que «Ya empezamos…», y que «Ya sabí­a yo que alguno tení­a que dar la nota», y que «Eso no lo dirás por mí­». Y subieron las voces, y subieron los bastones de los que se ayudaban para andar y zis, zas, empezaron a darse de palos y puñadas, y era de ver el buen tino que tení­an en alcanzarse en las narices y en cascarse los instrumentos a garrotazo limpio. Y en estas estuvieron buen rato para agravio de sus huesos y regocijo ajeno, hasta que sintieron las risas de los mozos que no pudieron contenerse más y explotaron en carcajadas.
Menos mal que llegó el alcalde a tiempo de evitar males mayores, y restañaron sus heridas y pagaron a los ciegos lo que era debido y los instrumentos echados a perder. Alguno de los mozos se vio en el calabozo ese dí­a y los siguientes y tocó multa a escote. Pero como decí­a Gila… «Anda, que lo que nos hemos reí­do…»

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4 respuestas a «La batalla de los ciegos»

  1. Una limosnica
    pa este pobre ciego
    que un dí­a bebiendo
    la vista perdioooooooooo

  2. Si es que, como dice la nietisima, una buena forma de aclarar la vista es echarse unos vinicos.

    Que gracia más inquietante la de los pueblos… La de las ciudades es para morirse de miedo.

  3. Tremenda historia que prueba el conocido sentido del humor, camaraderí­a y buen rollito innato en el ser humano. Dejando la historia aparte, enhorabuena por tu oficio en el manejo del lenguaje.

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