Yo soy malo… id tomando nota.


Yo soy un malvado potencial, o lo que puede ser parecido aunque no idéntico: malo de vocación. No un malvado Carabel, que veí­a en la maldad ajena la rzaón del triunfo social, no, no persigo con mi maldad encumbrarme ni ascender los escalones que conducen a la posesión de riqueza y poder desmedidos. Yo soy malo porque es más divertido que ser bueno. Así­ de simple. La vocación se me reveló en el colegio, cuando el padre Pí­o, un gordo asqueroso que sobaba a los empollones, respondió a una pregunta acerca de qué era el cielo. Y dijo que el cielo, el premio para los que mueren en gracia de dios (bueno, él lo dijo con mayúsculas), era precisamente eso: la contemplación del señor durante toda la eternidad. Y yo, así­ al pronto, me dije: «Pues vaya aburrimiento» Una eternidad mirando al de la barba pues como que no me convencí­a. La verdad es que una eternidad es mucho rato para cualquier cosa. Así­ que desde entonces me dediqué, primero a informarme, y luego a cultivarme, sobre los beneficiosos efectos que podrí­a reportarme el ejercicio de la maldad. Son más de los que podrí­a parecer a primera vista. No tardé mucho en poder comprobarlo. De la noche a la mañana me convertí­ en un alumno aplicado; mis notas comenzaron a mejorar ostensiblemente. Me metí­ a monaguillo y tuve acceso al aula de profesores, y a la mí­a propia fuera de horas de clase. Es fácil distraer un par de llaves y hacerles copia. A mí­ me llevó el tiempo de un recreo. Desde entonces el libro solucionario y las preguntas de los exámenes no guardaron secretos para mí­. Viví­a muy bien, no daba golpe y me trataban a cuerpo de rey. Era un niño ejemplar. Decidí­ que eso me convení­a, que era una buena manera de pasar la inevitable y aburrida etapa escolar. Por lo que no estaba dispuesto a pasar era por el tratamiento especial del padre Pí­o. Ser malo no se reducí­a a información privilegiada de tareas y exámenes, era necesario dar el siguiente paso. El gran paso. En realidad el primero en una vida que anhelaba llena de maldad. Debí­a probarme. Fue muy sencillo. Si me animó tanto a proseguir por la alternativa senda del crimen fue por la facilidad con la que cometí­ este primero. El padre Pí­o era gordo, tremenda y babosamente gordo, con una papada que le llegaba a ocultar casi por completo el cordón del crucifijo. Parecí­a tener la cruz colgándole del papo. Bajando las escaleras, en el tramo más largo, con todos los alumnos del aula, y de otras, rodeándonos, le hice la zancadilla y le empujé. Cayó cuatro escalones más abajo, de tripa, y se dio con el canto de un escalón en la frente. Aunque no fue eso lo que le matón, sino su propio peso. Al caer se rompió casi todas las costillas, aplastándose los pulmones. Murió asfixiado, como las ballenas que quedan varadas en la playa, ví­ctima de su tonelaje. No se dio cuenta ni dios (definitivamente con minúscula). Preguntaron quién habí­a visto bien el accidente, quién estaba a su lado cuando pasó, y yo no me di por aludido. Y lo más cachondo es que nadie se dio cuenta. Chicos que estaban a mi lado no me echaron en falta en el grupo de los interrogados, ni me nombraron. Para mayor fortuna, el gorderas, al caer perdió un zapato, y achacaron a eso el desdichado traspiés. Ridí­culamente sencillo. Siempre he sido partidario de camuflar el homicidio de accidente o enfermedad. Cuela. Vaya si cuela. Incluso cuando no está muy claro. Los médicos cuando topan con algo raro le ponen nombre griego, se inventan algo y cubren el expediente ¡no van a decir que no se saben esa lección! Y tampoco es cosa de marear la perdiz y darle un disgusto a la parentela. Ni que decir tiene que los policí­as no quieren trabajar, y al mí­nimo indicio de muerte accidental dan carpetazo. Así­ fue como maté al tí­o Hipólito, para heredarlo. Subí­ al desván donde estaba, le arreé un tajo en el cuello con un cuchillo y le sujeté un momento al suelo para que no se moviera. En unos segundos perdió el conocimiento, y en apenas unos minutos murió desangrado. Colgué sobre él el jamón que habí­a empezado y, tras limpiar mis huellas y poner las suyas en el cuchillo jamonero, lo dejé a su lado. Los policiás estuvieron muy serios delante de la familia y dictaminaron muerte accidental. Pero a espaldas nuestras oí­ cómo se escojonaban de risa: -«Hostia, qué gilipollas, mira que ponerse a cortar el jamón a estilo violí­n» -«Hay que ser bruto para ponerse a cortar jamón con el filo hacia uno y no hacia fuera» Yo también me reí­a. Comedidamente. En el velatorio pusimos unos platos con jamón, bien cortado, para los visitantes. Me encargué yo de hacerlo, que tengo buena mano. El jamón es lo que tiene, que si no se come recién cortado pierde mucho. Lo del tí­o Hipólito fue porque habí­a decidido no ir a la universidad. Yo ya tení­a mi propia carrera, y además en la universidad guardan mucho mejor los exámenes, amén de que sólo me iba a causar retrasos en mi deseo de prosperar rápidamente. La universidad es para los ociosos de profesión, quiene quieren un trabajo descansado (más que estar en un andamio, en la mina, en el pesquero…) y un salario aceptable; yo no querí­a un salario, sino ser rico y dedicarme al dolce far niente. Ese pellizquito, digo, el del tí­o, contribuirí­a a establecerme por mi cuenta y de forma independiente. Porque si hay algo que siempre he tenido claro es que debí­a ser siempre un aficionado. Si uno se hace un profesional del crimen pasa a pertenecer al gremio de los fuera de la ley, y a tratar con policí­as y otras gentes de mal vivir. No era ese mi deseo. Ese segmento de la sociedad no es amable ni de buen trato. No, yo no querí­a convertirme en un gánster. Me moverí­a siempre en la más absoluta legalidad, y sólo cuando fuera necesario le echarí­a una manita al destino. No sé dónde leí­ que los profesionales construyeron el Titanic, y los aficionados el arca de Noé, y a los policí­as les sacas de los ambientes delincuescentes y se pierden, por eso no pillan nunca a un banquero, no están en esa onda. Los polis valen para dar cuatro hostias a una puta, pero no para interrogar a una dama, ahí­ se pierden. Pero pellizquitos aparte, para montar un negocio como dios manda hace falta una pasta. Tení­a que cometer un atraco, y uno de campanillas, pero que, al mismo tiempo lo pudiera hacer yo solo. Un furgón blindado. Ahí­ es na. Claro que no tení­a armas ni conocimientos delictivos. Tení­a que hacer algo novedoso. Habí­a que encontrar el cómo y el dónde. Y lo encontré. Cuando uno dedica la mañana a hacer futin hay que ver la de cosas que se te pueden ocurrir. La soledad del corredor de fondo que le dicen. A mí­ es que me gusta mantenerme en forma, y corro. Correr no es como jugar al fútbol, que es un ejercicio entontecedor, todo cuestión de reflejos y sin un momento para la reflexión. Un deporte para evadirse del mundo, para insatisfechos, para no pensar, eso es el fútbol, un juego para tontos. Yo corro, actividad sana para el cuerpo y la mente, te da tiempo a todo cuando te haces una media maratón o un diez mil, aunque sea a tu pasito, como yo. De paso me miré el recorrido de un furgón blindado por la periferia. Su última parada antes de dirigirse a la central era un supermercado de las afueras, al lado de una urbanización en construcción. El furgón entraba por el aparcamiento, se dirigí­a a una puerta lateral, recogí­a la recaudación del dí­a, y luego cometí­a un error. Ese error era lo que yo aprovecharí­a. En vez de salir por donde entraba, daba la vuelta por detrás del edificio, junto a las casas en construcción, para salir a tomar la autoví­a directamente, en vez de retroceder sobre sus pasos y salir por el aparcamiento, aprovechando la salida de camiones de la obra. Durante casi cien metros se encontraba en un paraje deshabitado y oculto a posibles miradas indiscretas. Alquilé una camioneta, leí­ un manual, compré una cizalla para cortar el candado y entrar a la obra, y unos cuantos pares de zapatos distintos; eso fue todo lo que tuve que preparar. El principio de mes coincidí­a con el fin de semana, eso garantizaba una buena recaudación. Serí­an las diez de la noche, los empleados se iban yendo, ya no habí­a clientes, pero aún no llegaban los camiones con la mercancí­a para el dí­a siguiente; entonces fue cuando apareció. Yo sabí­a que entraban dos guardias al edificio por la puerta lateral, que daba a oficinas, y otros dos quedaban en el vehí­culo, vigilando. Salí­an con las sacas, se metí­an dentro y arrancaban hacia la parte de atrás. Allí­ los esperaba yo, oculto detrás de unos contenedores. Pasó el furgón por delante de mí­ y se detuvo a unos cinco metros. Delante de ellos habí­a un contenedor tirado por los suelos impidiéndoles el paso. Yo sólo necesitaba un momento de vacilación. Pararon. Imaginaba que no estarí­an allí­ parados mucho tiempo, era una situación de las que tienen previstas como de peligro, pero confiaba en disponer de tiempo suficiente. A poco que titubeasen eran mí­os. Me bastaron un para de segundos, el tiempo que tardaron en dar marcha atrás, pero entonces, oh sorpresa, se vieron volando cabeza abajo por los aires, enganchados por el parachoques trasero y elevándose a una altura de casi treinta metros. Todo lo que daba de sí­ la grúa del edificio colindante. Los moví­ ligeramente, trasladando el furgón al otro lado de la tapia y lo solté de golpe. Uno de ellos estaba ya asomando por una puerta abierta. A los treinta metros de la grúa habí­a que añadir los cinco o seis del profundo socavón de la obra. ¿Se os ha caí­do alguna vez una sandí­a al suelo? Puse el contenedor en su sitio, entré en la obra y me dediqué a lo más duro de la tarea: trasladar todo ese dinero a mi camioneta. Tuve que esperar un rato para poder salir. Un coche de la compañí­a de seguridad y un par de la policí­a dieron unas vueltas al súper, luego se fueron, y yo tras ellos, cómodamente. Casi seis millones. Dejé las monedas. Unos novecientos kilos de los de antes del €. Los periódicos nos pusieron a mí­ y a mi banda de expertos atracadores venidos del extranjero por las nubes. Salvo por el feo detalle del segurata rematado a ladrillazos. Barrí­ las huellas de la furgoneta y me dediqué a dar brincos aquí­ y allá con distinto calzado. Le echaron la culpa a unos rusos por no sé qué colilla que encontraron, y el caso es que yo no fumo. Compré una primitiva premiada, y con ese dinero y con el del tí­o Hipólito en blanco fui comprando pisos escriturándolos por menos de la mitad de lo que pagaba por ellos, para blanquear. Así­ me metí­, como si tal cosa, en el negocio de la construcción, el más rentable después del de los supermercados. Es un negocio saneado, sobre todo si uno tiene con qué untar determinadas manos, las que mueven determinados hilos. Y moviéndome entre gente guapa y no entre los de baja estofa, como los criminales esos de cicatriz en la cara que se matan profiriendo palabras soeces. Qué poco estilo. Las cosas me feron sobre ruedas unos años. Mi socio en la empresa, el que se encargaba de todo en realidad, era un tipo listo. Un dí­a estábamos comiendo en su casa, en su jardí­n más exactamente, con su rubia y sofisticada mujer, y aquello me gustó. Nunca habí­amos discutido, era un tí­o simpático y agradable conmigo, su mejor amigo. O sea: debí­a estar robándome. Su mujer era una catalana educada en USA, con un aspecto de lo más californiano, con las tetas altas y duras, el vientre y las piernas bien musculados y culo respingón. Parecí­a nacida para jugar al tenis, pero no tení­a un pelo de tonta la Georgina. Suena mejor si pronuncias Yoryina. Habí­a alguna diferencia de edad entre ellos; su marido, mi socio, Antonio, era más bien calvorota, barrilete, y habí­a tenido ya un par de amagos de infarto, incluso se habí­a hablado de hacerle un baipás. Su idea de mantenerse en forma era no echar el cigarrito tras el polvo sabatino. Georgina y yo tení­amos un solo punto en común. Y era húmedo. Aparte de ese particular punto, que no era sino esporádico, tení­amos idénticas o parecidas pretensiones: ella heredar a Antonio, y yo hacerme con las riendas del negocio. Así­ que yo le propuse dejarle el camino expedito a cambio de que me firmase unos poderes. Ella se dedicarí­a a vivir su vida y a poner el cazo. ¿Dónde comprar un buen pedazo de infarto? Sólo es menester comprar unos sencillos cachivaches y alquilar una furgoneta. Fui a su casa a las tres de la madrugada, Georgina me esperaba con la puerta abierta. En un abrir y cerrar de ojos estaba atado y amordazado con tiras blandas, para que no se le quedaran marcas. Lo echamos a la furgoneta y salimos. Mientras llegábamos al sitio escogido í­bamos hablando en voz alta de cómo í­bamos a deshacernos de su cadáver. De que lo echarí­amos en cal viva o en los cimientos de alguna casa. Y del horrendo modo en que le iba a quitar la vida por robarme, que aún no tení­a claro cómo, si sacándole las tripas o algo igualmente sangriento y doloroso. Hasta que llegamos al lugar elegido. Lo sacamos dando saltitos a pies juntos y lo encaramamos al pretil de un puente: «Antoñito, Antoñito ¿así­ que robándome? Pues mira por dónde voy a tirarte al pantano con un peso en los pies, así­ no te encontrarán. ¿Ves ahí­ abajo reflejarse la luna? -lo asomé- Estás alto, eh, más de cincuenta metros. Seguramente te quedarás clavado en el limo del fondo. No temas, seguramente con el choque contra el agua y la presión que hará abajo del todo igual no te enteras de la asfixia. Adiós majo» Y zas, lo levantamos por los tobillos, recreándonos en la suerte, como los toreros, que viera bien lo que le esperaba, y lo tiramos de cabeza. Lo que nos reí­mos. Se oyó un «doing» de la goma de hacer puenting que le habí­amos puesto y tras dejarle dar tres o cuatro botes lo subimos. Georgina estiraba con la furgoneta y yo le ayudé a pasar sobre el pretil. Aún respiraba, así­ que le di un par de sopapos y me miró: -«¿Otro viajecito?» Los ojos se le desorbitaban. Cuando volví­ a subirlo ya estaba muerto. Y cagado. Un asco. Tuvimos que limpiarlo con la manguera del jardí­n y cambiarle el pijama. Luego yo me marché, y aún no habí­a amanecido del todo cuando llamaba Georgina al médico. No lo dudó un instante, infarto fulminante, le dijo. «Se quedó como un pajarito» La desconsolada viuda por poco se mea cuando oye eso; no sabí­a el hombre lo atinado de su diagnóstico. Tardamos un tiempo en casarnos para no dar pábulo a los comentarios, y fuimos muy felices unos años. Hasta que Georgina, la pobre, murió en un desdichado accidente, cayéndose por las escaleras de una pirámide azteca en uno de nuestros muchos viajes de placer, ante la alarma de varias docenas de turistas japoneses. Bueno, yo sigo sosteniendo que se trató de un terrible accidente, aunque en el ví­deo del puñetero japo pueda parecer otra cosa. No tengo papel para seguir porque las cárceles en México no son precisamente modélicas, pero ¿hay o no hay para hacer una pelí­cula de jólivud con mi vida, eh? Si quieres podemos llegar a un acuerdo con los derechos, y si no, pues escribiré yo mismo un libro y hale, a disfrutar con la pasta gansa que voy a ganar. De aquí­ en diecisiete años… un maharajá, oye.

6 respuestas a «Yo soy malo… id tomando nota.»

  1. Cualquiera se te acerca, majo.
    Me parto. Sencillamente genial. Yo le venderí­a los derechos a Santiago Segura mismamente, y que se deje de Torrentes.

  2. Vaya, a ver si ahora funciona esto del comment. Me falló.

    Cualquiera se te arrima, majo.
    Me parto. Sencillamente genial. Yo le venderí­a los derechos a Santiago Segura, y que se deje de Torrentes.

    Me encanta leerte. Y he descubierto la radio y el chat. Tal vez nos veamos por ahí­. Saludos.

  3. No sé si me gustas más cuando te metes en la piel de una tí­a barriobajera y quinqui de la leche o en el de un psicópata encantado de haberse conocido. Decididamente me quedo con tus féminas, que este tí­o me pone muy nerviosa.
    De dónde sacas tiempo para escribir? Es más, de dónde sacas perola para hacerlo tan bien?

  4. Sorry por la copia, no sé si es mi pc, que va a pedales o es que los comentarios tardan mil años en aparecer. Quita alguno si quieres.

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